Metamodernismo

¡Atención, atención! Se viene un post con fotitos, y quizá memes, ¡espero que os guste más! Yo, como siempre, haciendo lo contrario a lo que te dicen que hagas los gurús de la emprendeduría si quieres tener público: mucho texto, nada de dibujicos.

Contaba hace ya alguna entrada que mi línea de investigación actual aúna la cultura terapéutica (o, si lo preferís, psicologización -y patalogización- de la sociedad, de nuestros afectos), BoJack Horseman y metamodernismo. Me ha costado un poquitín explicar eso de la cultura terapéutica, o lo de que los saberes psi ocupen terrenos que antes ocupaban otros saberes (como, qué sé yo, la filosofía, la sociología, las ciencias políticas), en algunos casos, con el añadido de ergirse en los valedores de la última palabra sobre algo y de convertirse en el vernáculo que usamos para hablar de nuestros afectos, recurriendo al DSM como atajo. Hoy quiero hablar de metamodernismo, y para eso tengo que hablar un poco de BoJack Horseman. Primero, en cambio, quiero aclarar que no tengo una postura clara al respecto de la «cultura terapéutica», porque hay mucho que desgranar en algo tan extenso. Creo que el movimiento por la «salud mental», conceptualicemos eso como lo conceptualicemos, ha tenido aspectos positivos y negativos. Como positivo, claro está, es el hecho de sacar tímidamente a la luz algunos padecimientos y, además, hablar de ellos de forma sistémica y no como reacciones individuales aisladas. Creo también que hay una renovada corriente de patologización moralizante, no solo de afectos, sino de personas que estigmatiza comportamientos que somos incapaces de comprender. Esto no es nuevo, claro, solo otro momento histórico de recrudecimiento de la moral conservadora. Quizá porque el propio concepto de «salud mental» no está bien definido, no podemos hablar de su opuesto sin recurrir a etiquetas como «enfermedad», o el aparentemente objetivo «trastorno». Mejor o peor entendidas, la «depresión» o la «ansiedad» han calado en el discurso mayoritario, pero dejando en los márgenes muchos otros padecimientos. Pero desvarío, para variar (vaya, no pun intended, de verdad). BoJack Horseman. Metamodernismo. De eso quería hablar.

BoJack Horseman es, sin lugar a dudas, una de las series de mi vida como en su momento lo fueron otras (Dos metros bajo tierra fue otra. hace ya un par de décadas… qué viejas somos y cómo hemos cambiado). El primer episodio de BoJack no fue un sumergirse explosivo e instantáneo al fondo de la serie, lo vi incluso extraño, interesante, sí, pero quizá no para mí. Muchas gracietas, animales antropomorfos haciendo y diciendo tonterías, un poco absurdo, un protagonista idiota… Luego ya estuve dentrísimo, todo PEC, como dicen ahora, aunque a veces necesitase salir a la superficie a respirar. Existencialista, cómica, dramática; reír y que se te congele la risa en la cara; luego llorar. Pero, aparte de eso, sacando las poquitas herramientas de interpretación que poseo, me llamó la atención que parecía una serie posmodernista… pero no. Sí, había autorreflexividad, siendo una sitcom animada que habla de las sitcoms y la cultura del espectáculo, había intertextualidad, había ironía, pero… no. Sentía algo en el tono y la formulación de la serie, en los momentos de vulnerabilidad, incluso los más crudos, que parecía ser algo más que un ejercicio posmoderno de ironía solipsista, sin nada que decir más allá de la propia serie, de recordarnos que estábamos ante una serie. Y entonces, buscando, me topé con la palabra metamodernismo y algo hizo clic.

Muy resumidamente, se ha propuesto que, en primer lugar, como periodo histórico, ya no estaríamos en la posmodernidad, que la estamos dejando atrás. Siempre es difícil apreciar el momento presente sin el beneficio de la retrospección, pero hay quien dice que el 11 de septiembre, la crisis financiera de 2008 y, más adelante, incluso la pandemia de 2020 y, podríamos añadir entre todo eso, la conciencia de la grave crisis climática a la que nos enfrentamos como especie, aquella montaña de mierda que echó a rodar produjo cambios inevitables en nuestra psique. Estos cambios nunca se aplican a toda la sociedad, por supuesto, porque la sociedad no es homogénea, pero esas heridas, esas rupturas, nos enfrentaron con algo para lo que el distanciamiento irónico o el cinismo quedaban agotados como propuesta. O al menos así lo empezaron a sentir algunos. No es que no nos hallamos encontrado antes con problemas que requieren de soluciones globales, de estrategias comunes, pero parecía haber un cambio de sensibilidad respecto al tono de nuestros mensajes en el que no primaba el cinismo, el que la suelte más gorda, el desapego irónico como armadura. La esperanza, incluso si había que buscarla entre las ruinas, la búsqueda de significado en un mundo de posverdades y confusos juegos de espejo, la profundidad parecían estar de vuelta. Pero el retorno, ya sabemos, nunca es el retorno de lo mismo. ¿Cómo volver a las grandes narrativas que daban cuenta de todo, a esos grandes significados, con el peligro totalizador que tienen esos relatos para aniquilar o apisonar la diferencia?

Timotheus Vermeulen y Robin van den Akker, dos críticos culturales neerlandeses, proponen que el metamodernismo es una corriente que oscila entre el modernismo y el posmodernismo, un movimiento pendular. Lo formulan aquí en términos de sensibilidad cultural, no histórico, y el péndulo sirve como mecanismo de contención de los excesos de una y otra propuesta estética. El impulso hacia el entusiasmo y los grandes significados o incluso verdades profundas (preguntas sobre la cultura, la naturaleza humana, la política) que ellos identifican con el modernismo está ahí, pero si las respuestas se nos van de madre y el péndulo apunta a la megalomanía ya está la ironía para embridarlo y contenerlo, matificarlo o suavizarlo, acercándolo con su movimiento oscilatorio hacia su otro opuesto, que ellos identifican como el posmodernismo. La búsqueda del mensaje sincero, del posicionamiento sin disfraces, en la obra de arte está ahí, pero si la sinceridad, la espontaneidad, resulta problemática porque vira hacia el fanatismo, está de nuevo la distancia irónica para contenerlo, para matizarlo. Vuelve a haber, nos dicen, un interés genuino por el yo y la expresividad cuasirromántica (hay quien argumenta que todo eso nunca se fue) que trata de despojarse de un escepticismo (¿acaso hay un yo que hable?) paralizador; pero si deviene en ombliguismo, exaltamiento o en solipsismo. el péndulo lo aleja de sí y lo acerca al Otro. Roto para muchos el espejismo de la individualidad, de que no existe la sociedad sino un conjunto de individuos (y, no olvidemos, “de sus familias”, que dijo la infame), resurge la necesidad de conexión profunda no mediatizada por el escudo protector del cinismo. La pandemia nos enseñó, entre otras cosas, que somos interdependientes (no solo entre humanos, sino con animales y naturaleza), y que somos tanto vulnerables al daño como capaces de infringirlo (porque somos contagiados pero también somos vectores de contagio). La conexión es difícil, sí, pero es necesaria para la supervivencia conjunta, de la especie y del planeta. Por eso, aunque BoJack Horseman fue la primera serie (con su doliente personaje antropomorfo claramente posmoderno que ponía de manifiesto las limitaciones, cuando no lo enfermizo, del cinismo y el individualismo) que me trajo al metamodernismo, si hay una cita de una película que encarna el espíritu del metamodernismo es esta:

Kwan, de hecho, cuando le dijeron que su película era muy posmoderna contestó que no se equivocasen, que su película era metamoderna y no lo hacía por estar usando un término de moda (aunque yo haya descubierto que es un término de moda más en internet que, de momento, en círculos académicos, como es normal, por otra parte, dados los tiempos de uno y otro círculo), sino porque de verdad sentía que el espíritu de la película no encajaba en aquella definición, que su espíritu era otro. Sí, la película es seria y absurda, cómica y trágica, irónica y sincera, quizá el mayor exponente fílmico de qué es eso del metamodernismo que se haya hecho hasta ahora. Es la encarnación de los memes de internet que pasaron de ser predominantemente cínicos y corrosivos a combinar el desgarro con la ternura, pero sin renunciar a la bobería cuando hace falta darse distancia. Una vulnerable ironía, quizá. Es revelador, además, que Waymond en ese diálogo use la palabra naive, ingenuo, porque una de las cosas que se han propuesto del metamodernismo es la vuelta a la ingenuidad modernista (que los rasgos que se asocian desde estos análisis al modernismo o al posmodernismo sean más o menos acertados es ya parte de otra discusión). Hay mucho que discutir en la conceptualización que Vermeulen y van den Akker hacen de posmodernismo y modernismo y los afectos que les atribuyen, y mucho que escribir sobre a qué se refieren con ingenuidad, sinceridad, autenticidad, significado. Sin embargo, para mí resulta evidente que hay una serie de producciones culturales que son… otra cosa.

El metamodernismo, cómo no, también está muy asociado a los cambios que se han producido en la cultura de internet. Yo, que ya tengo una edad, recuerdo cuando, en los comienzos de Twitter, petarlo era decir la burrada cubierta de ácido-sulfúrico más grande, el que no te importase nada y mucho menos el otro que te lee. Éramos (y me incluyo) un conjunto de egos sin la más mínima conciencia por el otro, o al menos el otro que no fuera el otro seguro, conocido, nunca el extraño. Primaba el cinismo y la ironía, como si aquella internet fuera de verdad un universo aparte desconectado de todo. Ahora no estoy en Twitter (o X, me la suda), aunque mantengo una cuenta oculta para fisgar, pero incluso cuando me fui, con muchos otros, el discurso ya estaba cambiando hacia la responsabilidad y la preocupación por el daño generado, a las repercusiones que las redes sociales tenían sobre las vidas de la gente. Los memes estaban cambiando. Se hablaba de cuidar (del cuidado del otro, del poder de nuestros mensajes), de la necesidad de la esperanza, pero también de la necesidad de encontrar una salida adecuada a los momentos de desesperanza. Se hablaba, sí, de salud mental, y de empatía. Como matizaba antes, por supuesto que este no es el comportamiento generalizado, porque nada es homogéneo, y esa tendencia coincide con el nihilismo y el autoritarismo. Pero ha avanzado y ganado posiciones.

Si bien sé que el metamodernismo también se aplica a la literatura (una literatura que yo misma, con cierta reticencia y matices, pero sin dudar tanto, habría tildado de «posmodernista», seguramente también por falta de un término mejor), como las corrientes de la «new sincerity» de Foster Wallace, casi todos los ejemplos más claros con los que me he topado han sido en el cine y en las series. Pienso en una serie con la que crecí como Matrimonio con hijos, con episodios que me hicieron llorar de la risa, pero que era una destrucción sin miramientos (y probablemente necesaria) de la familia nuclear americana, que poco tiene que ver con series como Fleabag. En comedia, ahora la tendencia es más reírse con que reírse de. No es que se abandonen las convenciones posmodernas (las icónicas miradas a cámara de Fleabag que te recuerdan constantemente que estás ante una serie de ficción, por ejemplo, y que sin embargo son miradas muchas veces cargadas de vulnerabilidad, no solo un fuego artificial de la ficción para decirte que ahí está), sino que están al servicio de algo más allá que el propio universo televisivo. Jordan Peele reescribió el final de Get Out (atención, espoilers… duh!) en el que inicialmente Chris acababa detenido y en la cárcel porque, cuando hizo la proyección preliminar de la película, el ambiente en la sala era tan sombrío y gélido que pensó que la película necesitaba de algo más de esperanza, pues la realidad afroamericana ya estaba trufada de realismo trágico, lo que demuestra una preocupación por la dimensión afectiva de la película más allá de ser un artefacto. También se ha descrito como metamoderna la película de Barbie, un éxito comercial en Hollywood que combina el pastiche, la intertextualidad y la autorreferencialidad con el comentario social para el público mayoritario, con no pocas dosis de tontuna y vulnerabilidad.

BoJack Horseman no es una metaserie, una serie solo sobre las series. Es una serie sobre el impacto de las series en nuestras vidas, sobre lo que nos atrae de ellas, pero también del peligro de tomar los códigos de la ficción como una guía para la vida. Habla de emociones, de trauma y de enfermedad poniendo siempre la distancia necesaria para que no la tomemos como terapia; ese fue el error de un BoJack que, nacido en una familia disfuncional, se crió con la televisión y no tenía otra forma de enfrentarse a la vida porque nadie le enseñó cómo hacerlo. Reconoce el valor y la importancia de los afectos sin convertirlos en mera carne para el despacho del terapeuta. Cuando la terapia hace presencia en la serie, es representada con ese movimiento pendular que va desde la empatía a la ironía o la parodia. Oscura muchas veces, previene de los efectos destructivos del cinismo y nos recuerda la necesidad de responsabilizarnos de nuestros afectos. Es una serie que por medio de la autorreferencialidad te recuerda que es una serie, sí, pero que no por eso elude el compromiso o siente que eso le da carta blanca para hablar de todo como le salga del nardo, porque, total, es solo una serie y tú un copito de nieve.

(Breve interludio tangencialmente relacionado)

He pasado una época muy mala de ansiedad por cosas de la vida, así que me puse a revisionar Juego de tronos para ver algo sin pensar mucho. En un momento, no sé si de la octava temporada, Sandor Clegane y Sansa Stark se vuelven a ver las caras en Winterfell. Clegane le dice a Sansa que ya no es un “little bird”, un frágil e inocente pajarillo, y ella le responde, ante un estupor que había enterrado en el olvido, que si no hubiera sido por Joffrey, por Littlefinger y por Ramsay, ella seguiría siendo un “little bird”,un ingenuo e inocente pajarillo. Es decir, la tortura, la manipulación y la violación te vuelven más dura y hay que darle las gracias por ello, lo que no es otra forma de validar que son formas de correctivos, aunque sea para el bien, como «superación personal». Por lo que sea, a ellos una buena violación no les vale como correctivo pedagógico de cara a ser hombres mejores, a no ser, por supuesto, que sean unos «desviados», en cuyo caso la violación sí que es un correctivo. Esta actitud no encaja mucho dentro de la sensibilidad metamoderna.

Anteayer terminamos de ver The Expanse y, como sigo en esa fase de necesitar tiempo libre en el que no pensar demasiado, me he puesto a leer los libros (go figure… A saber si me arrepentiré, con esos tochos de 500 páginas cada uno) porque necesitaba algo palomitero en la ficción y haber visto la serie me ayudaría a no perderme si tenía problemas para concentrarme. Pues no voy a venir a decir aquí que The Expanse es metamoderna, porque ya sería el meme del niño de El sexto sentido, que ve metamodernismo por todas partes, pero aunque a The Expanse se la ha comparado con Juego de Tronos por la inmensidad del universo, por la narrativa desde el punto de vista de cada personaje, por la trama política a escala imperial y también, claro, por la aventura, me atrevo a decir que la sensibilidad detrás de cada una es radicalmente diferente. O si no radicalmente diferente, al menos sí con mayor inclinación hacia la esperanza, la interconectividad, la vulnerabilidad y, en muchos casos, desbordando ternura sin ridiculizarla. Por supuesto, no es la única serie de ciencia ficción en que eso suceda, pero la comparación es curiosa.

Sí que he leído algo que me ha recordado a lo de Sansa, muy al principio, cuando Miller empieza a idealizar a una desconocida Julie Mao de forma un tanto problemática. Cuando Miller se acerca al dojo donde entrenaba Julie le cuentan que en algún momento fue atacada. Él pregunta si fue violada, pero nadie lo sabe. Un ataque, desagradable, lo bastante como para que se apunte a jiu-jutsi para aprender a defenderse. Y entonces Miller tiene su filípica interior en la que, dice, la mitad de las víctimas de una agresión (no especifica de qué tipo) hacen como si nada hubiera pasado o como si no importase; luego, dice, están los victimistas profesionales, los que convierten su papel de víctima en la justificación de todos sus actos; y por último las que apechugan, se quedan con la moraleja del asunto y se apuntan a jiu jitsi tiran hacia adelante. Esas son las buenas. No me meteré en lo que pienso de esto porque necesitaría tres entradas. Sin embargo, la filípica está muy al principio del primer libro de 500 pp de una saga de nueve libros, en boca del mayor abanderado del cinismo: Miller, el detective posmoderno. Un personaje con su propio viaje pendular hacia… el otro lado. Porque la serie, aunque nos complique el retrato de la bondad y la maldad, aunque esté llena de personajes con grises, nunca deja de creer en que la bondad existe, en que es necesario creer que exista. Que existen acciones mejores que otras, quizá no en términos absolutos, sino aplicadas a los contextos en los que suceden y donde hace falta tomar decisiones. Si el viaje de Miller es precisamente alejarse del cinismo, el de Holden (¿un modernista?) es de buscar el código moral absoluto, perfecto y eterno que valga para cualquier acción. Personajes que en otras series serían la encarnación del macho, como Amos, quedan prendados por la bondad, se conmueven por el sufrimiento ajeno y tratan de hacer lo correcto o de confiar en aquellos que pueden hacerlo. Amos sigue con adoración a Naomi, primero, luego a Holden, porque suponen una guía moral, porque tratan de hacer el bien, aunque a veces se equivoquen.

Estas son las últimas palabras de Naomi en el episodio (cero espoilers):

The universe never tells us if we did right or wrong. It’s more important to try and help people, and to know that you did. More important that someone else’s life gets better, then for you to feel good about yourself. You never know the effect you might have on someone, not really. Maybe on cruel thing you said haunts you forever. Maybe one moment of kindness gives them comfort or courage. Maybe you said the one thing they needed to hear. It doesn’t matter if you ever know. You just have to try.

Ayudar, donde puedas, como puedas, llevar ese poco de esperanza aunque no sepas exactamente cómo será recibida, pero merece la pena el intento. Salir del ensimismamiento para arropar al otro. Actitudes como estas que quizá antes serían vistas con sorna, ahora son recibidas con cada vez más comprensión y empatía. Nos reíamos de los buenos, ahora nos reímos con los buenos.

(Fin del larguísimo interludio)

Desde el punto de vista académico, como decía, hay muchas cosas que definir, seguramente nos hagan levantar una ceja: sinceridad, autenticidad, significado… ¿Qué quieren decir con eso? ¿Acaso la autenticidad no era un mito porque ahí dentro, llamémosle conciencia, somos muchas, todas igual de auténticas? ¿Acaso la ficción, si bien nunca fue sinónimo de verdad o mentira -a lo sumo de verosimilitud-, no se opone a la sinceridad en tanto que artificio estético? Sin embargo, y como persona que tiende a ser la puñetitas que se hace preguntas con todo, no sé si os habrá pasado, pero de un tiempo a esta parte empecé a pedirle a la ficción lo que no le pedía al ensayo. El ensayo está para matizar, socavar, cuestionar, dudar, titubear incluso. Pero yo misma, cuando escribí ficción (para las polillas del armario), quería librarme de esa parte agotadora para poder decir sin paralizarme, y equivocarme después, sin cuestionarme de antemano. Quería poder afirmar algo, no titubear. Buscaba mentalmente la ficción que se posicionase, que se situase, aunque luego hubiese que retractarse ante un punto ciego que había pasado por alto, pero que tuviese la valentía de afirmar sin escamotearte el contexto de la interpretación, aun a sabiendas de que lo esté haciendo en el marco de la ficción. Salir de los grises, del todo da igual. ¿Es eso sinceridad? No tengo ni idea.

Leyendo y pensando sobre metamodermismo me vinieron a la mente las palabras de uno de nuestros genios contemporáneos, Alan Moore. En el documental The Mindscape of Alan Moore hablaba, cómo no siendo mago, de la magia y la relación de la magia con la escritura y la ficción. Primero dice “I traffic in fiction, I do not traffic in lies”. Mucho se ha discutido de la «verdad narrativa» y qué significa, no me voy a meter ahora en ese jardín, pero ya me tocará. También, como buen mago, echa mano del alquimismo e introduce el solve et coagula para identificar y caracterizar periodos estéticos. Decía que ya habíamos tenido un necesario y fundamental periodo de solve, de deconstrucción o posmodernismo, y que ahora necesitábamos un coagula. Quién sabe si no es el momento en el que nos encontramos. Quizá estemos en un periodo entre periodos y el metamodernismo sea eso: un momento de transición. De ahí la imagen pendular que identifican Vermeulen y van den Akker, no un coagula, porque no es una síntesis ni una fusión, son fuerzas magnéticas que nos llevan de un lado a otro, pero que nunca, por ahora, termina por detenerse. Metaxis, un término que cogen de Platón, es ese lugar que está entre dos lugares.

Mucho se ha escrito y hablado de la nostalgia y la melancolía como los afectos de nuestra época. La nostalgia cultural de los 80, de los tiempos cuando las cosas iban bien, de la edad dorada, de la niñez, cuando los hombres eran hombres, las mujeres mujeres y los niños rodaban en bicicleta, con alegre despreocupación, por las calles de Hawkins. Miramos al pasado, se dice, porque no somos capaces de imaginar el futuro. Estamos atrapados en un presente que es la imagen especular del pasado. En algunos círculos parece entenderse que la nostalgia es siempre reaccionaria, que no existe la mirada productiva al pasado que nos pueda servir en el presente en el futuro. Resultaría extraño y fútil abolir una emoción tan humana como la nostalgia, condenándola al exilio. Sin embargo, hay una diferencia clara entre mirar al pasado sabiendo que es pasado y que, por lo tanto, no volverá jamás y la de mirar al pasado queriendo regresar o traerlo de vuelta (lo que terminaría como en Cementerio de animales de Stephen King). La nostalgia no tiene por qué ser la enemiga de la utopía. De hecho, si nos ponemos así, también podríamos que en ese volver la vista al pasado en el que concebíamos utopías existe también una mirada nostálgica, incluso melancólica, de la utopía. ¿No podemos crear conjuntamente a partir del pasado un artefacto que nos impulse al futuro?

La utopía sin duda había quedado bajo sospecha como otro de esos metarrelatos o grandes narrativas que podrían transfigurarse deprisa en un totalitarismo más. Al mismo tiempo, nos plantan el neoliberalismo como una utopía, en el sentido de irrealizable y en el sentido de paraíso mítico para unos pocos; porque ya lo decía Miéville (no iba a citar a Alan Moore y no citarlo a él): vivimos en una utopía, solo que no es la nuestra. Los propios van der Akker y Vermeulen consideran que, al menos dentro de las artes, parece que hay un resurgir no solo de la esperanza sino de la utopía. Esta nueva sensibilidad cultural convive, pues, con las fuerzas destructivas del nihilismo, del autoritarismo, el que prefiere arrasar con todo (planeta y personas) si ese todo no va a ser suyo. No sabemos aún qué forma tomará, en qué se metamorfoseará, pero que se haya abierto esta grieta es esperanzador. Esperanza sin optimismo, como en título de Eagleton. Quizá. Pero esperanza.

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