Spooktober #1: vampiros góticos contra vampiros grunge y terror elevado

He decidido que mi spooktober este año va a ser verme una peli de terror al día. Según mis propias normas, esto significa que puedo ver cosas que ya haya visto y que me apetece volver a ver. Las primeras dos películas que he visto son Horror of Dracula (1958) y The Addiction (1995) y no puede haber vampiros más distintos.

Mientras veía la segunda pensaba en un debate que tuvimos sobre lo que se ha venido en llamar el ‘elevated horror’ hace poco a raíz de este artículo. Básicamente, la tesis central del argumento, tal como yo lo interpreto, es que este género de cine de terror más intelectual que visceral (¿pun intended?) es una bestia que se devora a sí misma a base de ensimismarse en sus códigos y la prueba está en Longlegs (2024), que es el cementerio de canelones de terror elevado donde todo este género pretencioso viene a morir. Mucho estilo y poca sustancia. Básicamente como ese debate entre el grupo de virtuosos tipo Dream Theater (perdón, soy vieja) o, no sé, el death rock de Christian Death: unos saben mucho y tocan muy bien, pero no te llegan, y los otros no tocan tan bien, pero tienen alma. Ese tipo de cosas. También está un poco ese concepto del «turista del género», como dice el autor del artículo, ese que te dice que él, terror, terror, lo que se dice terror, tampoco llamaría a su película1 (como pasa con otros géneros, como la ciencia ficción, y entonces nos encontramos con nombres como «ficción especulativa»). Los que consumimos género podemos ser muy susceptibles, así que cuando leemos eso pensamos que ya nos están mirando por encima del hombro. Cabe, sin embargo, la posibilidad de que los directores verdaderamente crean que lo suyo es otra cosa. O puede que como turistas del género, genuinamente curiosos pero algo novatos, se sientan inseguros de ser encerrados en una categoría de la que igual no dominan todos sus códigos.

Longlegs: preciosa fotografía, preciosos encuadres, tremendo truño sin sentido

Por supuesto, nadie llama a sus películas ‘elevated horror’ porque ni el más inepto de los directores o publicistas es tan gilipollas. La categoría nace de fuera para designar un puñado de películas con una estética determinada, pretendidamente intelectual, con «mensaje», tipo It Follows (2014), The Babadook (2014, caramba), o Get Out (2017). Como categoría es escurridiza y al final reúne a su alrededor una constelación de estilos que abarcan desde la lentitud y la ausencia de sustos abruptos (A Quiet Place, 2018) a películas donde predomina la atmósfera (The VVitch, 2017). Películas de las que, por su estética austera y nada excesiva, la crítica destaca (jerárquicamente) que «trascienden el género»: nada middlebrow, muy highbrow (to hell) (perdon’t). La etiqueta se arma de todo aquello que no es, no de aquello que es. En ese sentido, si no consideramos que la etiqueta tiene una carga histórica surgida de un contexto (películas de los dosmiles), la podríamos aplicar retroactivamente a películas como Rosemary’s Baby (1968) o The Wicker Man (1973). Y tendríamos un problema. Cualquier artefacto con una metáfora y un afecto (o sensación, emoción) predominante, que se cuece a fuego lento, huye de lo abyecto, que lo vertebra todo y desemboca en la locura sería ‘elevated horror’, desde Repulsion (1965) a tu puto doctorado.

Herditary, avísame cuando sepas qué quieres ser de mayor

Por acotar un poco la definición, en esas películas predomina la alegoría; se podría incluso decir que la alegoría precede a la película. Una se puede imaginar cómo alguien se sienta y dice: quiero hacer una película sobre [idea/concepto]… y con eso en mente se monta todo lo demás. Los sustos, las situaciones, los personajes… todo tiene que estar al servicio de la alegoría. En otras películas, esas lecturas surgen a posteriori, de forma «orgánica». George A. Romero dice que nunca pretendió que La noche de los muertos vivientes fuese una película sobre el racismo, o sobre la guerra de Vietnam, sino que ese significado se lo da la crítica (profesional o no)2. Él quería contar una historia de zombis. Esas lecturas son posibles y, además, no se cancelan entre sí, pero surgen de las ansiedades sociales soterradas en el momento de la creación de la obra y de las que el autor o autora no es consciente (o diga que no lo es para perpetuar el misterio). Por el contrario, es difícil ver Get Out sin leerla como una alegoría sobre el racismo en EE UU y no cualquier otra cosa porque todos los elementos están al servicio de esa lectura. Personalmente, aunque las alegorías en el arte cuentan con sus críticos, no tengo nada en contra de eso, si está bien hecho. Get Out me parece una película fantástica, donde además se pasa miedo (no como insinúa el autor del artículo, que asegura que no da miedo) y no me parece que sea una película que se esconda de los tropos del género, sino que los celebra: hay algo decididamente lúdico en la película, pero Jordan Peele ha visto terror y ha pensado en qué significa consumir un género hasta hace poco muy blanco, creado para blancos (esta lectura es más visible en Us, de todos modos). Siempre me ha atraído especialmente un tipo de terror que esconde más de lo que enseña, donde predomina una atmósfera opresiva y amenazante, con o sin alusiones a lo sobrenatural y en la que no hace falta enseñar hasta las bragas del monstruo3 porque el monstruo no tiene cara. Es un gusto, no un dogma. Es una parte fundamental de lo que me atrae hacia el género, pero también he disfrutado muchísimo todas las de Ti West, con su amoralidad y regodeo en lo camp (Maxxxine, por ejemplo). Y, sin embargo, no me gustó demasiado Hereditary4.

Leer el género fantástico como una metáfora social es algo que la crítica ha hecho desde que se instauró la crítica como institución. Puede que la propia crítica haya pretendido dignificar el terror argumentando, por ejemplo, que Halloween no es un slasher «sin más», sino que nos habla de la ansiedad de la clase media blanca que habita los suburbios en EE UU, de lo utopía de unos que es la distopía de muchos, y por eso merece la pena ser estudiado y, así sí, canonizado. Quizá sea ese «sin más» el que resuena en la etiqueta de ‘elevated horror’ (o, como también se le ha llamado, ‘post-horror’, ‘smart horror’…): la necesidad de dignificar un género asociado al consumo de masas como algo más, es decir, como arte.

Un sex symbol de la época

En todo eso pensaba cuando veía The Addiction (1995) de Abel Ferrara, sobre todo si lo comparaba con Horror of Dracula (Terence Fisher, 1957), una película de la Hammer destinada a ser consumida como entretenimiento. Con esta última hay que hacer un ejercicio de arqueología para entender por qué un crítico del diario The Spectator casi la consideraba porno porque ver un primer plano de un vampiro (Christopher Lee, ni más ni menos) chupando la sangre del cuello de su víctima, con los labios y los dientes manchados de rojo no era su idea de una velada feliz. Christopher Lee traía la sensualidad y el erotismo animal al vampiro que no tenía el Drácula de Lugosi. Es el aristócrata depravado que conquista a las damas de clase media y se las roba a sus presuntuosos, estirados y estrechos maridos. En ese sentido, se rescata de la novela ese subtexto del vampirismo como perturbador de los valores de la familia victoriana. Cada vez que Mina imploraba que le dejasen las ventanas abiertas para que pudiese entrar el vampiro me era imposible no pensar en aquello de «tienen que buscar fuera lo que no les dan en casa». El Arthur intepretado por Michael Gough se pasa más tiempo que nadie en toda la película siendo la auténtica damisela en apuros, perdido, indefenso y asustado, y el Van Helsing de Peter Cushing, con su fría ciencia, tiene los labios fruncidos de estar chupando un limón.

«¿Qué ha visto en el Drácula ese que no tenga yo?» (Michael Gough como Arthur, aka la damisela en apuros)

El vampiro se quitaba el corsé del código Hays5 (ese listado que censuraba cualquier obscenidad en el cine, desde la vestimenta a los insultos procaces, en aras de la moral), ya no solo con la introducción del color (que tiene un efecto extraño en la película, pues trata de evocar realismo y sin embargo le da a la cinta una cualidad irreal, casi de ensoñación), sino con el tono libidinal de las acciones de los personajes. Por supuesto, esa animalidad que Drácula despierta en las mujeres tiene que ser reprimida y castigada, las mujeres devueltas a la castidad, porque si algo es Drácula es una lucha patriarcal por el poder de las mujeres. Todo esto, eso sí, bien empaquetado para (casi) todos los públicos, con un monstruo y unos tropos del género bien discernibles.

Vuelve a tu féretro y deja los tocamientos, perra (Peter Cushing, mirada fría, labios apretados, como Van Helsing)

En el caso de The Addiction el vampiro es otra cosa. Incluso más que con el terror elevado, aquí el vampirismo es una larga y extendida metáfora que la película no para de recordarte, por si se te olvida con el hecho de que la protagonista, y vampira a los cinco minutos, es una estudiante de Filosofía que está haciendo el doctorado. Es una película de teoría-ficción que usa la figura del vampiro para hablar de temas como el mal (en forma de Holocausto, los crímenes de guerra), la violencia, el angst existencial, la culpa, la adicción, el contagio, los estragos del capitalismo y del imperialismo. Estamos en 1995, la época del grunge, una época sucia de la que nos quedan solo recuerdos turbios, oscuros y tenebrosos, como la propia película. Impera la incertidumbre, la inestabilidad. Estos son vampiros posmodernos que visten de negro, mencionan a Nietzsche entre dientes (estoy que me salgo con las bromas) y pontifican sobre la voluntad y el libre albedrío en un estilo que en mi cabeza no dejaba de evocar aquello que decía Rick Roderick sobre el efecto Nietzsche y la Übermensch Wagon:

I am a child of the sixties, so I am very familiar with the so-called “Nietzsche Effect.” And that’s the effect that Nietzsche has on adolescent young males who read him for the first time. . . and begin to name their cars “Übermensch-wagons” and begin to quote Nietzsche in order to date women who dress in black, as I am dressed today.

Súbete a mi ranchera Superhombre y vámonos por la carretera, ramera

Obviando el encuentro con un vampiro llamado Peina (Christopher Walken), con siglos de experiencia viviendo «más allá del bien y del mal» (así lo enuncia), o un aforismo inventado que podría haber salido de la boca del filósofo alemán («la medicina no es más que una metáfora extendida de la omnipotencia»), el mayor «efecto Nietzsche» de la película es cuando, tras recibir el título de doctorado, Kathy, la protagonista decide reunir en su casa a la nata intelectual de la universidad junto con los demás vampiros posmodernos y, anunciando lo que está a punto de acontencer con un «ahora voy a hacer una demostración de lo que he aprendido estos años», convierte la celebración del conocimiento en una orgía perversa de destrucción que tiene ecos del Saló de Passolini6. Una performance de filosofía nihilista, el baile de los vampiros de los fondos bajos de Nueva York. La película no se compromete tampoco con ninguna «filosofía»: a veces parece que el vampiro es la figura que rompe con las convenciones burguesas, otras es una figura totalitaria y fascista. El vampirismo aquí retoma esa eseencia proteica para ser, todo a un tiempo, una exploración de la maldad humana, la hipocresía, el cinismo, la libertad radical, el existencialismo (todos los encuentros vampíricos empiezan con un «dime que me vaya como si de verdad lo quisieses», pero el vampiro no tarda en culpar a la víctima insinuando que en realidad no quiere, que es demasiado blanda). Los humanos somos yonquis del mal, aquí no hay nada romántico ni aristocrático y Peina hasta le dice a Kathy para bajarle los humos del superhombre que se le estaban poniendo que el aliento le huele que da asco. No es que las asociaciones le sean impuestas ad hoc a la figura del vampiro, todas están ahí casi ya desde el vampiro de Polidori, pero en esta película importa más el concepto que seguir las convenciones de un género.

Vampira, te apesta el pozo

Pensando en otras películas de terror de los 90, sobre todo comparadas con el terror de los 70 y 80, tienen ese carácter cerebral (o intelectual) del que se acusa (o se ensalza, según qué espectador) al ‘elevated horror’ de ahora. Estamos en la década de Scream (1996), The Blair Witch Project (1999), o películas a caballo entre el thriller y el terror como El silencio de los corderos (1991)7. Es la época de películas de terror que no quieren ser llamadas terror, la época del smart cinema8, de películas como Happiness (1998). El género™ estaba en la televisión, en Expediente X, que en su primera temporada traía cada semana un monstruo clásico (vampiros, hombres lobo, súcubos, mutantes) a las casas de los espectadores. El terror en el cine parecía tender hacia lo autorreflexivo, al tiempo que, a juzgar por The Addiction, rechaza el intelectualismo académico como una falsa búsqueda de conocimiento. Si hubiera que buscar antecedentes a esetipodehorrorquenopuedesernombrado de la década pasada en los dosmiles, quizá los encontremos en esta veta de cine de los 90, oportunamente contagiada por un estilo cinematográfico presente en otras películas de la época. Lo que desde luego no es la película de Ferrara es una alegoría. Hay una metáfora extendida, sí, pero estalla en varias direcciones. ¿Qué cual es el mensaje? Me imagino a Ferrara diciendo «conque estás buscando un mensaje, ¿eh, gilipollas?».

Y ahora os dejo, que tengo que ver la siguiente y se me acumula el trabajo.

¡Soy un fantasma porque llevo sábana! A Ghost Story (2017): post-terror o lo que sea, pero podría ser portada de post-punk o de un disco de Have a Nice Life
  1. Ari Aster con todas sus películas ↩︎
  2. Todo esto me ha recordado a la cita apócrifa aquella, atribuida a gente desde Robert Browning a Hegel: cuentan que Elizabeth Barrett le preguntó a Robert Browning sobre el significado de un pasaje en uno de sus poemas, a lo que Browning respondió «bueno, señorita Barrett, cuando escribí ese pasaje solo Dios y yo sabíamos qué quería decir; ahora [después de la crítica] solo lo sabe Dios». ↩︎
  3. Esto es casi una broma privada entre Costillo y yo, que no sé cómo un día entramos al cine a ver Mamá (Andrés Muschietti, 2013), cuyo papelito promocional tenía una entrevista con el directr donde aseguraba que «no querían enseñar mucho al monstruo». La película nos lo enseñó de todas las formas posibles y salimos diciendo que les había faltado ponerle un primer plano de las bragas. ↩︎
  4. Probablemente este sea el punto en el que estemos más de acuerdo el autor del artículo y yo: Ari Aster te la vende como una película sobre el trauma (yet again), pero en realidad esa parte emocional de la película es bastante de cartón piedra, un prop absurdo, y el director ni se la cree en realidad, porque luego te dice que esto no es un drama familiar sino otra conspiración satánica de medio pelo. La película no sabe qué quiere contar. ↩︎
  5. El Drácula de Todd Browning es de la era pre-código, pero aun así no se ve nada voluptuoso, ni en sus ademanes ni en las tres vampiras, que son más etéreas que carnales. ↩︎
  6. No la he visto porque no creo que pudiera soportarlo, pero la escena me recordó a lo que he leído y me han contado de esa película ↩︎
  7. ¿Que por qué algunas películas las pongo en inglés y otras en español? No lo sé. ↩︎
  8. El término ‘smart cinema’ fue acuñado por el crítico Jeffrey Sconce para designar una suerte de sensibilidad que veía compartida en un corpus de películas que crítica y público contraponían invariablemente al mercado del Hollywood comercial. Esa sensibilidad, decía, privilegiaba la ironía, el humor negro, el fatalismo y el relativismo. ¿Ejemplos que pone? Welcome to the Dollhouse (1995), Magnolia (1998), la propia Happiness (1998) antes mencionada. Los 90, vaya. ↩︎

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