La serpiente de Essex: inventando a los victorianos

He sacado (más bien excavado, con mucho esfuerzo) un ratito para escribir en el blog. Ando muy liada con el TFM y la salud ha estado regular, pero siempre tengo ganas de volver aquí a decir algo. Y como escribir aquí, por desgracia, no es una prioridad para el capitalismo, sentarme a contar algo no es algo que vaya a salir fácilmente. No voy a encontrar el tiempo, como quien encuentra una moneda en la calle: tengo que excavarlo en hendiduras de la roca del tiempo. Y cuando me siento aquí mi trabajo no es menos laborioso. Cada entrada es otro trabajo de pico y pala que me lleva un trabajo que por placentero no deja de ser esforzado.

Si de algo me alegro este fin de año es que en los últimos meses estoy sacando tiempo para leer. Leer me deja un poso que no me dejan otras cosas. Puedo no haber tenido un día «productivo», uno de esos días que doy vueltas nerviosa de habitación en habitación, de tarea en tarea, sin concentrarme en nada, pero si he leído aunque sean 25 minutos, un pomodoro de esos, siento que he salvado el día y me acuesto en paz. Este volver a leer con frecuencia me ha salvado incluso el año. Y me acabo de terminar un libro que calificaría como «delicioso» y que me parece muy apropiado para esta época del año. No sé si he usado alguna vez ese adjetivo para calificar un libro, quizá siempre me ha parecido injustamente algo cursi, pero lo he terminado con dicha y placer.

La serpiente de Essex es un libro escrito por Sarah Perry y publicado en España por Siruela. Curiosamente, hace algún año empecé a ver la miniserie (puede que Tom Hiddelston tuviera algo que ver en esto) y por razones misteriosas incluso para mí dejé de verla al segundo episodio. Se me cruzó un gato, otra serie, el desánimo… no lo sé, pero me estaba gustando y la dejé de ver. Algún año después me hice con el libro en español, algo raro tratándose de un libro cuyo original está en inglés, que es la lengua extranjera que puedo leer con más soltura, y no me arrepiento nada. Como ex traductora penitente tengo que decir que la traducción me ha requetegustado. He intentado quitarme esos atavismos, el de leer algo y pensar qué diría el original o cómo traduciría aquello (esto me sigue apretando la garganta y me hace sentir el vértigo de asomarse al abismo de ese salto de fe que supone cerrar el hueco que separa una lengua de otra), pero me siguen atravesando como flechas porque, más que atavismos, son flashes de Vietnam. He disfrutado mucho de este libro también porque me ha encantado la traducción, que es de Carlos Jiménez Arribas, e iba anotando mentalmente esa expresión, y esa otra, que había también desenterrado el traductor con maña de palentólogo, criptozoólogo a veces, muy en el tono de esta novela, que al fin y al cabo se teje en torno a la leyenda de la serpiente marina durante la época victoriana. Si ahora quiero ver el original y comparar algún fragmento es para entender los trucos de magia.

La gran serpiente marina, captura de Simon Cooke, via Victorian Web

El argumento es tan sencillo o tan complicado como lo quieras poner. Una mujer, Cora Seaborne, tiene la suerte de enviudar de su marido, un hombre estricto en sus días buenos y maltratador en los malos y empezar a vivir sin corsé. Paleontóloga aficionada, nada le gusta más que ponerse botas y abrigo de hombre y patearse el campo con la cabeza puesta en el barro, a ver qué encuentra. La fortuna la lleva también a Essex, donde en un pequeño pueblo el reverendo William Ransome tiene a la parroquia presa del pánico porque se dice que una serpiente gigante anda al acecho. Los dos polos opuestos se atraen, pero no es una historia de amor al uso (ni siquiera en los múltiples triángulos amorosos que pueblan la novela y que la convierten en un espacio euclídeo). Diría que es casi más una exaltación de la amistad y la camaredería. Se trata de una novela neovictoriana, es decir, una novela ambientada en época victoriana pero escrita en nuestra (ay, convulsa) época contemporánea. Las novelas neovictorianas suelen ser muy conscientes de su artificio como novelas, del lugar y el momento en el que están escritas y retratan la relación que tenemos con el pasado victoriano. Muchas de estas problematizan lo que entendemos por victoriano y vierten el presente en el pasado. Van de nosotros y de los victorianos. También, claro, hay pastiches y parodias. El tono aquí no es reverencial, sino de mirarse a la altura de los ojos. La definición de neovictorianismo es también tan estrecha o tan amplia como queramos hacerla.

Creo que lo primero que solté al empezar la novela fue que por fin encontraba algo «victoriano» sin que se leyese o se escuchase como «tener un palo metido por el culo». Andaba yo escuchando alguna partida de The Between, un juego de rol (¿neovictoriano?) que está inspirado en Penny Dreadful y artefactos por el estilo, y me sorprendía que la interpretación tendiese a ser relamida y de beber el té con meñique extendido, así que empezar este libro, con una traducción deliciosa, fue como que te ofrecieran limonada fresca un día de calor. Matthew Sweet escribió un libro muy famoso (ejem, sí, en unos círculos estrechitos) titulado Inventing the Victorians. La tesis es que los victorianos no eran una panda de estrechos y reprimidos con cien mil tabúes para todo, que les gustaba pasárselo bien (también en la cama) y que no cubrían con bombachos las patas de la mesa. Que fueron modernos, en contra de lo que Lytton Strachey pensaba al hacer una oposición ente ellos, los de Bloomsbury, los modernos, y los victorianos, esa panda de carcas. Matthew Sweet no fue el primero en decirlo, desde luego, pero el suyo fue un libro bastante popular como divulgación por el tono desenfadado y el uso de la cultura popular para ilustrar sus argumentos. No soy victorianista, así que no puedo corrobar o desmentir todas las afirmaciones, pero la propia Sarah Perry menciona este libro al final de la novela como una influencia importante en su proceso de documentación.

Xilografía de 1669 que lleva el título de ‘The Flying Serpent or Strange News Out of Essex’

La propia Perry creció en Essex, un condado inglés del que sé poco (salvo un dicho, ejem, tristemente popular que por lo visto se dice por ahí: Essex girl, easy girl) y en el que nunca he estado, a pesar de haber pasado un año en Norwich, que no está muy lejos de allí. Por lo visto, la autora de La serpiente de Essex escribió también un libro de ensayo titulado Essex Girls, donde explora la variedad de chicas que ha parido el condado, desde las mártires a las abolicionistas. Criada en un entorno muy religioso, tuvo una educación poco común y creció sin ver la televisión, pero aprendiendo a bordar, a tocar el piano, rodeada no de música pop sino de lectura y escritura. Esa educación insólita hizo que los demás la vieran como una excéntrica, la rarita de la escuela. Claramente, hay algo de Cora, la protagonista, y ella, pero también de William, el párroco.

En la novela y, supongo que en la Inglaterra contemporánea, Essex se contrapone al cosmopolitismo de la capital de tal modo que los londinenses, incluso aquellos de ideas progresistas, lo retratan de forma obcecada como paleto, provinciano, ciegos a sus propios prejuicios. Porque los capitalinos pueden ser tan o más prejuiciosos como los aldeanos sobre otras cuestiones como la clase social o el género, por ejemplo. Sobre esto último, Sarah Perry decidió crear un personaje femenino poco convencional y que reflexiona sobre las ataduras con las que tiene que convivir una mujer en la época; y lo hace, sí, enfrentada a los convencionalismos de la época pero sin que su entorno se rasgue las vestiduras, sin verse condenada al ostracismo. Algunos de los comentarios que recibe pueden verse como paternalistas, porque más que con rechazo, su entorno cercano los contempla con simpático desconcierto, como pintorescas excentricidades de una persona singular. Hay que ver, la chica esta, qué cosas tiene. Pero nunca nadie de ese círculo íntimo la expulsa, repudia o castiga de forma ejemplarizante para devolverla al redil. Su excentricidad se granjea icluso la admiración de hombres diferentes: el de la ciencia y el de la fe. Sí sale a relucir la superstición campesina (para frustración del párroco, William Ransome, que ve su fe como una extensión de la razón) cuando se atribuyen acontecimientos recientes a su llegada, como si fuera una bruja que trae consigo un maleficio, pero ni todo el mundo piensa igual ni se retrata la comunidad de forma homogénea. Hay una intención de acercar el mundo victoriano al presente, de establecer paralelismos, que son vasos comunicantes. Sucede también con los problemas de la vivienda que se presentan en la novela, de caseros abusivos, alquileres vampíricos para viviendas insalubres. ¿A que nos suena? Nosotros, tan modernos, quizá no hemos avanzado tanto después de todo.

Claire Danes como Cora Seaborne y Tom Hiddleston como William Ransome

Otro tema que me ha gustado mucho del libro es el retrato de la amistad, femenina y masculina. Es casi un lugar común decir que la amistad femenina se narra con menos frecuencia que la masculina, pero incluso las amistades masculinas parecen sucumbir en la ficción a un estereotipo de amistad entre bros. En Juego de tronos, por ejemplo, hay muchos ejemplos de amistades entre hombres y muy pocos entre mujeres, pero los hombres tejen esos lazos entre bros unidos por rasgos muy varoniles: el combate, la lucha, el honor. Esas cosas. Aquí las amistades entre hombres son… otra cosa. Hay admiración, romanticismo, camaradería, ternura. Pienso en una escena que ilustra esto a la perfección y que es un espoiler como un castillo, pero que no me resisto a contar. Uno de los protagonistas contempla el suicidio a la sombra de un robusto roble y reflexiona sobre los motivos que le quedan para vivir. No encuentra ninguno y lo que encuentra le parece una razón más endeble que la rama del árbol del que piensa colgarse. Hasta que, casi como una ocurriencia tardía, piensa en su amigo. Ese amigo que ha estado allí desde que se conocieron en la facultad de Medicina, que lo ha apoyado siempre, que ha creído en él y lo ha patrocinado para que prospere como cirujano. Y entonces, solo entonces, maldiciendo y con rabia, decide no suicidarse porque piensa en el daño que le haría a su amigo y lo mal que lo pasaría con su muerte. De mala gana, cabreado como una mona, porque cómo puede hacerle eso, su maldito amigo, elige la vida.

Hay un componente utópico en esos triángulos, de comuna inusual, que forman los amigos en esta novela. Personas diferentes, de estractos sociales e ideas distintas, cuyos caminos convergen en un momento dado de sus vidas para crear algo, efímero o duradero. Ambas duraciones, las cortas y las largas, son importantes. Algunos de esos caminos se separan, unos con más amargura que otros, otros permanecen, pero algo pervive siempre de esos lazos porque nos convierten en lo que somos. Los protagonistas caminan juntos y tienen conversaciones trascendentes, al amaencer, al atardecer, al anochecer, como en la trilogía de Richard Linklater, y, mientras, hablan y caminan tratan de econtrarse, de dar sentido al mundo, de darse sentido a ellos mismos. Hay en la novela una línea fina y porosa entre el amor el amistad (y también entre la amistad, el amor y sus opuestos, el rencor y la enemistad), la pasión física, encarnada, (que Cora ha enterrado bajo capas de abrigos) y la pasión intelectual. Ese tejido de relaciones complejas e improbables es lo que le da al libro una vida chispeante. Personas que navegan un mundo nuevo donde el avance científico, el conflicto político y la fe colisionan unas veces, discurren en paralelo otras y, en algún momento, llegan a converger. La serpiente marina es el tapiz, el lugar común donde se reúnen elementos dispares, pues simboliza ese choque entre el mundo nuevo y el mundo viejo y, si me apuras, qué siginifca el tiempo profundo de la historia, cómo los descumbrimientos nos hacen replantearnos lo que creíamos inamovible. El mito, la realidad del fósil o el artefacto, la narración, todo eso es necesario para dar sentido al mundo que se nos presenta en fragmentos.

En las novelas neovictorianas lo importante no es la representación fidedigna del pasado, sino lo que el pasado tiene que decirnos y qué le contaríamos nosotros. La pregunta no es tanto ¿eran así los victorianos? (pues sí… y no) sino ¿qué nos dicen?, ¿por qué queremos seguir hablando con ellos? A veces también nos ponen un espejo delante. La nostalgia, en tanto que instrumentalizada por regímenes reaccionarios de cualquier signo, tiene una reputación ahora, pero somos seres con pasado, con historia. No estamos siempre mirando al futuro, sin girarnos una sola vez, eso es algo parecido a huir. En ese sentido, no toda mirada al pasado es nostálgica, si entendemos nostalgia como el deseo de traer el pasado el presente, de sustituirlo por un sucedáneo de otra época. En todo caso, cualquier artefacto que tenga esa intención poética sería retrovictoriano, más que neo. Del mismo modo, la mirada al futuro como un mascarón de proa que no puede mirar a otra parte puede ser también un tipo de nostalgia: de lo que no ha sido pero puede ser. Sea como sea, lo del neovictorianismo, como todas las etiquetas que terminan usándose mucho, puede ser una categoría escurridiza, pero no es el objetivo de esta entrada hablar de todo ello. Diré solo para acabar que esta es una novela deliciosa, de las que te lees y acabas con el corazón calentito de ver ese tapiz humano y de escuchar qué nos tienen que decir esos seres de otro mundo que se parece un poco al nuestro.

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