Severance, el sufrimiento y el capitalismo neoliberal

Hace ya unos años, que ahora parecen tan lejanos como cercanos (veo la fecha en el informe y no me creo que haya pasado ese tiempo ya porque me sigue resultando cercano y, al mismo tiempo, otra vida, otro yo) pasé una depresión malísima. Aparte del sufrimiento que viene ya de serie con un trastorno de ese tipo, recuerdo con nitidez que una de las cosas que me hacían sentir peor, inadaptada a la vida, era no tener trabajo. Mi madre había muerto después de un tiempo de demencia en el que hasta poco antes de su muerte no solo había sido su cuidadora principal sino la tutora legal. Estaba desgarrada, pero también quería recuperar el tiempo perdido (que sentía idiotamente robado, el tiempo que me habían quitado y del que todos los demás disfrutaban) a toda costa, porque además antes de que mi madre se demenciara había sufrido el cáncer de mi padre, del que me había hecho cargo emocionalmente, porque mi madre no era capaz y mi hermano estaba ausente. En poco tiempo me había quedado huérfana, pero la gente a mi alrededor había seguido con sus vidas. Yo no sabía cómo continuar con la mía: ¿me embarcaba en el sueño perdido de tratar de dedicarme a la investigación o viraba hacia algo más corriente? ¿Qué podía hacer con mi errática (in)experiencia profesional? Y entonces, lejos de recuperar mi vida, el tiempo perdido, llegó la depresión y tres ingresos en agudos. Y tenía que lidiar con sentirme inútil porque no tenía trabajo, ni tenía carrera profesional ni ninguna de esas cosas que te ponen el sellito de valía en el mundo capitalista. El trabajo es lo primero que te preguntan cuando te conocen (¿a qué te dedicas?) y las bios de los perfiles de redes sociales están llenos de carreras profesionales a modo de presentación: ingeniero, diseñador, traductor, profesor, escritor, dibujante, periodista, investigador. Cuando no hay carrera aún, recurrimos a los estudios. Pero ahí estaba yo, llorando en urgencias porque me sentía inútil y sin valor porque «me mantenía» mi marido, porque no tenía trabajo, incluso habiéndome dejado los cuernos por la familia y eso no tenía reconocimiento, si acaso lástima. Y encima: ¡qué mala feminista!, sin trabajo pero «viviendo del marido». Por eso, ya mejor, incluso si en mi fuero interno sabía que yo era alguien, un ser humano merecedor de respeto, aunque no pudiese usar una tarjeta de presentación laboral, sentía la vergüenza social y la ansiedad de que alguien me preguntase: ¿qué haces? como atajo a ¿quién eres? Gran parte de mi rehabilitación ha sido desligar, en la medida de lo posible, mi autoimagen de esa subjetividad neoliberal y ha durado mucho más que la propia alta de la depresión, que me di yo misma.

Y así venimos al mundo

Hace unas semanas terminé la segunda temporada de Severance, esa serie sobre los rituales absurdos de la cultura corporativa y la alienación en el capitalismo. Creada por Dan Erickson, cuyo propio sufrimiento en el mundo del trabajo sirvió de inspiración para la serie, y dirigida por Ben Stiller, que atenuó un poco las partes más lyncheanas, su primera y segunda temporadas exploran, en mayor o menor medida qué significa tener un yo en el capitalismo tardío, no solo en el trabajo, o el fantasioso equilibrio ente vida laboral y personal, sino en general. Tanto es así que, según parece, la gente ha empezado a incorporar a su vocabulario las palabras ‘innie’ o ‘outie’ (no en vano se ha convertido en la serie más vista de Apple, incluso más que Ted Lasso). Desde luego que la parte de las condiciones laborales dantescas, las normas absurdas del lugar de trabajo y lo absurdo y alienante del trabajo en sí («misterioso e importante»), de cuyos frutos no te beneficias, en el seno de una corporación gigantesca con tintes distópicos, forman parte del núcleo de la serie en la primera temporada (que es prácticamente perfecta, no tanto así la segunda, que sigue siendo fabulosa, pero no sé si que se hayan alejado de ese núcleo kafkiano tiene que ver en esta apreciación). Pero hay otro tipo de alienación en la serie que es la que tiene que ver con el dolor y el sufrimiento, lo que permite un montón de análisis acerca de cómo lidiamos con él, qué hace el sistema con él, qué papel juega el sufrimiento en el capitalismo. El propio Erickson reconoce que aquellas fantasías de poder desconectar de esos trabajos tediosos el tiempo que su cuerpo tuviese que estar en una oficina era casi más inquietante que liberador. Por supuesto, este artículo no está libre de espoilers.

Doppelgänger

La serie de Apple parte de la premisa de ciencia ficción en la que un grupo de personas acceden a trabajar para una enorme corporación, Lumen, y pasar por un proceso quirúrgico llamado separación, “severance”, por el cual se les implanta un chip en el cerebro, separando o dividiendo sus recuerdos “outies” (creo que en el doblaje está traducido como «fueris») del trabajo de aquellos que viven fuera del trabajo, y viceversa. Esto se muestra visualmente en escenas liminales de ritos de paso en las que los “outies” entran en un ascensor y se convierten en sus yo curritos o “innies” (creo que en el doblaje está traducido como «dentris»). El ascensor baja de algún lugar en la superficie a otro subterráneo, un espacio desconcertante, lleno de superficies planas, decoración retro, pintura blanca y brillante con alfombras verdes y pasillos laberínticos y claustrofóbicos. Después de finalizado el día vuelven a meterse en el ascensor y ascienden, sus cuerpos vuelven a habitar la identidad de fuera del trabajo, y así cada día laboral. Ninguno de los que están allí dentro tiene control alguno ni sobre sus condiciones de trabajo ni sobre la decisión de poder o no dejarlo. Casi todos los que están allí están, digamos, adaptados, y se muestran cooperantes. Mark S (Marx…), que decidió someterse al procedimiento de la separación para olvidarse por unas horas del dolor por la muerte de su esposa, se muestra tranquilo, incluso alegre dentro del trabajo; Irving B (de quién se nos insinuará que es un veterano retirado) comienza la primera temporada como un trabajador no solo complaciente sino adorador de la empresa y sus extraños cultos; Dylan G, cuyo outie está perdido y sin rumbo, puede ser sarcástico y corrosivo, pero disfruta con los incentivos y le hace la pelota a los jefes porque se considera bueno en el trabajo. Todos tienen alguna herida ahí fuera, se nos dice, que les ha llevado a aceptar la separación. Todos, aparentemente, menos Hellie R, de quien descubrimos en el último episodio de la primera temporada que su outie es la hija del magnate de la corporación, Helena Eagan. En principio, su vida ahí fuera es una vida de privilegios, pero se somete a la operación como propaganda y argumento de venta ante aquellos que protestan por la dudosa ética de lo que se vende: si la multimillonaria hija de un magnate lo hace por voluntad propia, para vivir como uno de ellos, ¿cómo va a ser malo? Y es justo su innie, Hellie R, quien no está nada contenta con lo que allí vive, hasta el punto de que intenta suicidarse si con eso mata a su outie, quien en una escena terrorífica le dice: «yo soy una persona, tú no». Será ella, sobre todo, la que impulse una revolución allá abajo, iniciando una reacción en cadena. Pero será también la parte de Mark que, poco a poco, empieza a ser consciente del sufrimiento de quienes lo rodean, empieza a desanestesiarse, tanto fuera como dentro. Y también Irving, el hasta el momento más devoto del culto corporativo, despierta por un amor que duele.

La idea del yo escindido desde luego no nace con Severance: es un tropo común en la literatura gótica y protogótica (Macbeth, una de esas obras consideradas protogóticas, tiene que ver con personajes que tratan de enterrar sus recuerdos sangrientos y cómo esos recuerdos persisten tozudamente en regresar), con sus dopplegängers, fantasmas y redivivos. Nuestra época tiene los suyos propios, más o menos siniestros. Más allá del trabajo o las experiencias traumáticas, la vida digital hace de todos nosotros dopplegängers, como ha argumentado Naomi Klein. Nuestras identidades están siempre en mayor o menor medida compartimentadas por roles y espacios: no nos comportamos de la misma forma en la escuela, que en casa, que de fiesta, que en el médico. Aprender qué hacer y decir en cada uno de esos roles y espacios forma parte de nuestra socialización y cuando hay incongruencia entre lo que se espera de nosotros en cada situación y lo que hacemos o decimos se nos puede señalar como locos, inadaptados o rebeldes. Las identidades, como sucede en Severance, están ligadas a los espacios y construidas por ellos. Ahora le añadimos otra capa de complejidad que es la de nuestros dobles digitales, identidades más o menos curadas en el sentido artístico y de consumo, donde las normas son un poco más difusas. Somos nosotros, pero no somos nosotros. A veces pueden cobrar vida propia y parece que se independizan del yo encarnado que habita al otro lado de la pantalla. Si le añadimos la multitud de herramientas de cuantificación que han surgido en lo que va de siglo (contar pasos, contar calorías, medir la calidad de sueño, los favoritos de las interacciones, las lecturas de cada post que publicas que miden tu valía en función de tu alcance) nos estamos convirtiendo en sujetos escindidos y viviendo una dualidad de sujeto-objeto poco fácil de llevar y que conlleva en no pocas ocasiones sufrimiento. Severance no trata exactamente de esto, pero creo que parte de su atractivo, más allá de la dualidad casa-trabajo, es ese otro tipo de escisión.

No vamos a mejorar tus condiciones laborales, pero, ¡ey, tenemos globitos!

Es por esto que para mí la exploración del sufrimiento está en el centro de la serie. Desde luego, el sufrimiento a manos del capital, las condiciones laborales y de una burocracia deshumanizante e ilógica. Pero también una reflexión sobre lo adecuado o no de enterrar nuestro sufrimiento en lugar de encararlo y qué hace el sistema con el dolor que él mismo genera, directa o indirectamente. El sufrimiento es algo que nos desgarra y nos provoca una herida que tarda mucho en curar y a veces no cura por completo. En ocasiones, como Mark S, buscamos refugio en ese otro yo que trabaja para, por unas horas, olvidarnos de lo que sentimos. Los trabajos mecánicos y automatizados no reclutan ninguna emoción y en ese sentido pueden ser una vía de escape. Sin embargo, parece que esa escisión de Mark y del resto de personajes nunca es perfecta. Como nos enseñan las historias de dobles, siempre hay una grieta por la que se filtra el dolor y nos muestra sus huellas. Hay un momento en el que un personaje, Petey (que había desaparecido y pronto se descubre que había tratado de «reintegrarse» por medio de cirugía para unir los dos yo separados), le dice a Mark que había días que llegaba con los ojos rojos al trabajo y que bromeaban con que le tenía alergia al ascensor, pero que en realidad el dolor que sentía lo llevaba allí dentro también, aunque no lo notase. La teoría de Petey parece corroborarse cuando, poco después, tras atender el funeral de éste, un Mark visiblemente afectado es invocado para una sesión de bienestar donde, al pedírsele que moldee sus emociones con un poco de arcilla, le da forma a un árbol que recuerda ominosamente al árbol contra el que supuestamente se estrelló su esposa en un accidente. El trabajo siempre será un lugar que te facilitará dejar el dolor de lado porque el sufrimiento es contrario a la productividad, que es el mandamiento de nuestros días. Si se muere un ser querido, te conceden unos días para que soluciones los asuntos burocráticos y si los sobrepasas incurres en una infracción y, si me apuras, en un duelo patológico (obviando que el duelo es un asunto no solo personal, sino también cultural, donde el tiempo de duelo que se considera «normal» varía de cultura en cultura). El laboral no es el único contexto en el que no sabemos qué hacer con el dolor. Recuerdo en la escuela sesiones de wellness con el profesor de filosofía, que supuestamente era un psicólogo reconvertido en profesor, y que no desmerecían en nada las sesiones de la señorita Casey en Severance en extrañeza, sobre todo para una chica de quince años. Un día este mismo profesor, jefe de estudios y psicólogo, me hizo una pregunta en clase sobre por qué no había hecho una tarea extraescolar y yo me quedé muda porque, para responderla, tenía que explicar toda la violencia silenciosa del hogar, así que, abrumada, me quedé muda. Me llevaron al director y de ahí al hombre orquesta del instituto que todo lo hacía. También recuerdo como si fuera ayer cuando, de adolescente, le contaba muy afligida a una amiga lo mucho que estaba sufriendo en casa, sobrada de razón y de motivos, y ella me respondió: «pero mira futanita, que se le ha muerto su abuela y ni siquiera ha llorado, yo casi ni me enteré de que había ocurrido». Yo no sabía qué hacer con el dolor, pero nadie parecía saberlo. Aprendes a enterrarlo. Pero, como en el caso de Mark S., siempre hay una grieta por la que se cuela.

La positividad ilimitada es una tirita ante el sufrimiento

Las sesiones de wellness de Severance ilustran el tipo de psicoterapia requerida por el capitalismo neoliberal. En la trama se incluyen como forma de sondear si el proceso de separación se mantiene intacto y no hay ningún contagio en los personajes entre el mundo de fuera y el de dentro, pero temáticamente también simbolizan ese «control positivo», que diría Byung-Chul Han, en aras de la productividad. Las retahíla de frases que la señorita Casey suelta en las sesiones son un ejemplo de esta positividad ilimitada: tu outie es generoso, tu outie sabe nadar con destreza, tu outie es amable, tu outie le ha alegrado los días a la gente solo con sonreír… Con el cambio de una sociedad disciplinaria a una sociedad del rendimiento, es decir, del paradigma del debo al paradigma del puedo (la ética de los sujetos emprendedores), esta psicología positiva del puedo resulta mucho más eficiente a la disciplinaria o negativa del debo en términos de desempeño y resultados. Esto no quiere decir, en cambio, que el «puedo» anule el «debo», pues sigue estando al servicio del rendimiento y la productividad, que son, en última instancia, los mandatos de la tecnología disciplinaria neoliberal, es decir: el mandato del debería. La retahíla positivista de las sesiones de bienestar de Lumon, aparte de ser una medida de evaluación del dispositivo de escisión en los sujetos, no deja de obedecer a un efecto narcótico o anestesiante, pacificador, necesario en el capitalismo, en el que la negatividad (la rabia, el sufrimiento, la frustración) se entiende como algo disruptivo para la productividad. La psicoterapia, en este contexto, tiene un efecto sedante cuyo objetivo es calmar al sujeto de las exigencias de la sociedad del rendimiento que se manifiestan en depresión, cansancio, agotamiento. El sufrimiento ha de ser adormecido para que podamos volver a ser sujetos productivos, no para nosotros mismos, sino para terceros.

El juego de la pelotita, un favorito de la psicología positiva. Os juro de verdad que cuando estaba en la mierda de la depresión me metieron en un grupo en el que hicimos la mierda del juego de la pelotita. Cuando terminó, me encerré en un baño a llorar durante media hora

Es curioso, no obstante, que poco a poco los innies parezcan mucho más integrados que los outies, que se nos muestran aislados, tristes, desconectados, amargados. Esos recién nacidos que son los innies, en gran medida ingenuos y con temperamentos aún no moldeados por el entorno, son capaces de crear lazos afectivos y solidarios y de encontrar cierto disfrute en el ambiente opresivo de Lumon. Mark S. es mucho más agradable que su álter de fuera, Dylan G (escrito en claves TDAH), cuyo outie está perdido y amargado en lo familiar y lo laboral, dentro de la empresa consigue progresar y desarrollarse por medio de tareas pequeñas y concretas y refuerzos inmediatos. Incluso Hellie R, que se rebela desde el principio, se muestra empática, amable, afectuosa, «nunca cruel» (en palabras de Irving), al contrario que su contraparte, Helena, que es fría, distante, desalmada (si bien la serie nos da pistas de que ese talante puede ser producto de represión familiar y que algo en ella quisiera rebelarse, pero está demasiado anulada para hacerlo). Al final, como humanos buscamos reconocimiento social, que nuestras vidas tienen sentido para alguien o algo, y si bien buscarlo en el trabajo es un arma de doble filo, para Irving B., Mark S., Dylan G. y Hellie R. el trabajo es lo único que tienen.

¡No dejes de estar contento, que tenemos que ser productivos!

Otra cosa que me hizo pensar en que el sufrimiento y cómo nos relacionamos con el sufrimiento mientras veía la serie es cuál podría ser la naturaleza del proyecto Cold Harbor, donde Gemma había sido escindida en veinticuatro innies diferentes. La serie nos muestra cómo es sometida a distintas experiencias estresantes y dolorosas en distintas salas controladas, como el dentista, la experiencia de estar a punto de sufrir un accidente de avión, escribir cientos de tarjetas de agradecimiento… Sin saber qué dirección tomará esto en la serie, aquello me recordó a una fantástica historia de Charles Yu, “Standard Loneliness Package”, cuya premisa es que una empresa ha logrado encontrar la tecnología que permite externalizar las experiencias dolorosas, estresantes y desagradables para que trabajadores precarios que curran en una especie de centro de llamadas las pasen por ti. Así les entran tickets que lo mismo son atender a un funeral, ir al dentista a hacerse una endodoncia, confesarle al marido que le han sido infiel… La persona que paga, y el servicio no es económico, puede delegar el dolor en curritos. Parece una metáfora perfecta del capitalismo donde muchos tienen que sufrir para que otros estén bien. Y, si lo pensamos, tenemos ejemplos concretos de trabajos que implican de un modo más literal lo que sugiere la historia: los revisores de contenido que trabajan para Google o Facebook, por ejemplo, que tienen que sufrir imágenes traumáticas para filtrarlas y ahorrarnos al resto de usuarios la experiencia cuando hacemos una búsqueda. La pregunta, a mi juicio, que nos planteaba la historia, más allá o aparte de la metáfora de cómo funciona el capitalismo, era la siguiente: si hemos sido capaces de desarrollar una tecnología que externaliza el sufrimiento, ¿por qué no vale con almacenarla en una máquina y tiene que ser otra persona la que lo sufra? La historia no nos da respuestas, pero parece apuntar a que hay un valor añadido, en estos tiempos sádicos, en que sea un humano y no una máquina, la que lo experimente. Algo que valida nuestro dolor al saber que otro lo sufre. Por eso, al ver los experimentos con Gemma y el contexto por el que otros personajes estaban dispuestos a someterse a la separación, pensé que había una utilidad comercial en el chip: externalizar el sufrimiento, poder desconectarnos de él y que sea otro quien lo sufra, incluso si ese es nuestro doble.

Tienes que endurecerte y dejarte de tonterías si quieres medrar

Que el sufrimiento sea económicamente improductivo y que, como consecuencia, nuestra sociedad se haya vuelto alérgica a las emociones negativas, hace que, como los trabajadores de Lumon, nuestros dobles sean a veces una positividad forzosa y forzada. Nos vemos empujados a mentir sobre nuestros estados mentales y decir que las cosas van bien cuando no es así y, cuando no tenemos fuerzas para mentir, callamos. Que el sufrimiento sea económicamente improductivo y no, sobre todo, dañino para la persona que lo padece, se muestra en todos esos informes que afirman el coste económico que tienen para la sociedad trastornos como la depresión. El sufrimiento psíquico se convierte en una «carga» para la sociedad porque los sujetos se vuelven improductivos y porque le cuestan dinero a la familia y al estado. Incluso en el informe de la OMS titulado «Salud mental: nuevos conocimientos, nuevas esperanzas», se nos dice que: «El dolor persistente es un problema de salud pública muy importante, responsable de enormes sufrimientos y de pérdida de productividad en todo el mundo». Y ahondando en el lenguaje economicista de costo y carga, añaden:

El impacto económico de los trastornos mentales es amplio, duradero y de gran magnitud. Estos trastornos imponen una serie de costos a los individuos, las familias y las comunidades en su conjunto. Parte de esta carga económica es obvia y mensurable, pero parte de ella es casi imposible de medir. Entre los componentes mensurables de la carga económica se encuentran las necesidades de servicios de asistencia sanitaria y social, la pérdida de empleo y el descenso de la productividad, el impacto sobre las familias y los cuidadores, los niveles de delincuencia e inseguridad pública, y el impacto negativo de la mortalidad prematura.

Pero también: «Entre las 10 primeras causas de discapacidad en el mundo, cuatro corresponden ya a trastornos mentales. Esta carga creciente supone un costo enorme en sufrimiento humano, discapacidad y pérdidas económicas».

Sonríe aunque sea de mentira: ¡no seas una carga!

Es por esto que las empresas, en el mejor de los casos, cuentan con protocolos para que puedas volver al trabajo lo antes posible, no por el bienestar personal sino corporativo. En la primera temporada de Severance las tecnologías de control oscilan entre lo crudamente disciplinario (leer un mensaje de contrición por mal comportamiento en una habitación angosta y oscura hasta que el sujeto suene realmente arrepentido, por ejemplo) y la positividad tóxica (desde la primera escena de la serie en la que Hellie R. despierta/nace en una sala de juntas y una voz amable pero ajena a la confusión angustiosa de la trabajadora le incita animosa y alegremente a contestar unas preguntas, como si nada; o a las fiestas del gofre con bailes incluidos). La positividad excesiva ignora el sufrimiento. En la segunda el enfoque es más un exceso de positividad, un poder y control en apariencia más suaves de manos de Milchick, quien también tiene que controlar su furia contenida por el menosprecio y racismo que sufre dentro de la empresa, para hacer su trabajo. Lumon necesita que el trabajo esté terminado lo antes posible, así que trata de lavar su imagen de cara a los empleados por medio de reconocimientos simbólicos (como convertirlos en héroes de una revolución que no fue tal) así que «incentiva» a sus trabajadores con beneficios vacíos de significado y pequeñas concesiones tokenísticas que en nada modifican la estructura de la política empresarial para que la producción siga su curso. Todos esos gestos, por supuesto, esconden (como la furia de Milchick) una violencia contenida. El sufrimiento y la injusticia nunca se abordan, sino que se enmascaran. Y, como nos enseñan las historias de dobles, la represión no suele acabar bien.

Más sonrisas, qué positivos todos

Lo corporativo rechaza la negatividad y se alía con lo terapéutico para anestesiarla, patologizarla y tratarla con bálsamos. No es extraño, entonces, que en esta cultura de positividad sin límites, interioricemos que lo mejor que podemos hacer es enterrarla, ignorarla, desterrarla. El capitalismo dicta que tenemos que crecer sin límites, pretender que nosotros tenemos recursos ilimitados. Claro que podemos, siempre podemos. Y al abrazar la positividad sin límites hacemos caso omiso del dolor y, por tanto, ni lo analizamos ni lo reparamos. Más allá de lo corporativo, recuerdo lo que contaba Naomi Klein en su libro Dopplegänger acerca de su hijo autista. Cómo el chiquillo estaba en el parque tratando de buscar una solución a un embrollo y vino una niña simpatiquísima a echarle un cable desde la camaradería y no la condescendencia. Llegó después el padre de la niña y, llevado por el orgullo de padre y el entusiasmo, se puso a cantar las virtudes de la chiquilla: que si se sabía poemas de memoria, que si bailaba ballet como los ángeles, que si sabía idiomas… Y Naomi pensó aliviada que, después de todo, su hijo se vería librado de esa rueda de crecimiento y perfeccionamiento continuo, que encontraría su camino y sus satisfacciones, pero no seria esa continua mejora del yo de la cultura del «puedo». Dentro de que mi neurodivergencia entra dentro de la categoría de funcional, yo también trato de buscar mi camino fuera de la rueda y del sistema de valores que equipara valía con profesión, reconociendo y aceptando la negatividad, porque, como escribe Han, la vida sin ella se vuelve algo muerto. De plástico.

O como le dice June, la hija de Petey, a Mark en el funeral, quizá la mejor forma de lidiar con una situación difícil en la vida no es apagar la mitad de tu cerebro durante la mitad de tu vida.

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