Contra la tecnocratización de la vida

El otro día dirigí mi primerita partida de rol. Llevaba una semana nerviosísima pensando en ella, anticipando que me iba a olvidar de todo lo que había pensado, preparado, que me quedaría en blanco sin saber qué hacer llegado el momento. Las cosas, claro, casi nunca son tan malas como anticipamos, pero yo ya sé que con la ansiedad no se razona, se respira hondo y se actúa a pesar de todo. Salió bien, creo. Cuando terminó, mi chico me felicitó y, llevado por el entusiasmo, me dijo: «lo que te falta para ser mejor es…». Experiencia, claro, principalmente. Hablamos un rato de truquitos de máster y nos fuimos a dormir. Cuando me desperté me quedé un rato pensando en aquello y me di cuenta de que hubiera preferido disfrutar más de ese momento de triunfo, de haber hecho algo a pesar de la ansiedad que me daba y ya otro día pensar en la mejora. Pero también me quedé pensando en si verdaderamente quería ser una buena máster, si no me valía quedarme en ese estado mediocre, si quería dedicarle un esfuerzo a algo que me gustaba pero que no era el centro de mi vida. ¿Por qué no ser mediocre y ya?

Hace unos días hice una tarta red velvet. El roscón no está mal, un pan dulce sobrevalorado, si me preguntáis, pero no es algo a lo que me apetezca dedicar el tiempo que necesita. Una tarta red velvet, en cambio… El caso es que hice la tarta y calculé mal dónde estaba la mitad del bizcocho para hacer el corte, que quedó muy abajo. De sabor seguía siendo espectacular, pero en esta época donde lo importante no es que sea bueno sino que lo parezca, a la hora de compartir la foto dudé si hacerlo o no porque no tenía un aspecto de revista. Era imperfecta. Dudé un minuto, pero al final subí la foto, en toda su imperfección, con el corte mal hecho.

Estos dos ejemplos hablan por supuesto de mi perfeccionismo, esa necesidad de hacer las cosas muy bien (lo que significa también a aspirar a tener una ilusión de control sobre la vida que es inalcanzable) porque en el fondo me siento defectuosa. Una forma de tratar de compensar esa falta. Pero también habla de un imperativo cultural que desprecia la mediocridad, la medianía, la calidad regulera hasta en tus puñeteros hobbies, porque en esta cultura competitiva (por la atención, por los recursos) no puedes permitirte ser normal, es decir, imperfecto. Hace tiempo que dejé instagram, pero a veces me asomaba al abismo de las publicaciones sugeridas y la conclusión que sacaba era: estás viviendo mal. En esta cultura del click bait para que pinches en tal o cual publicación, lo que más veía eran publicaciones del tipo: «los cinco errores que estás cometiendo en el gimnasio sin saberlo», «estos errores en tu dieta que están impidiendo que logres tus metas», «no te sabes vestir, pero yo te enseño cómo», «te estás maquillando fatal, pero aquí te cuento cómo puedes mejorar». Las permutaciones de esta fórmula son infinitas: en tu trabajo, en tu tiempo libre, en tus estudios, en tus aficiones… lo estás haciendo mal, pero puedes hacerlo mejor. La publicidad lleva un siglo sabiendo que nada consigue más dinero que apelar a tus inseguridades, avergonzarte por tu imperfección. Al ejército de expertos que te dicen cómo exprimir tu vida (no desde el plano moral, aunque los hay, sino el de la optimización, que en el fondo también esconde un juicio moral) se suma una cohorte de influencers.

Esto es parte de la subjetividad neoliberal de la que ya ha hablado gente como Wendy Brown en la que el sujeto, la persona, se convierte en capital humano y tiene que trabajar sin descanso en su portfolio para competir en el mercado. ¡Ahora, también, en sabor tiempo libre! Hace cosa de un mes contaba en Mastodon que me está costando mucho recuperar la salud y que ir y volver a Correos me dejaba sin respiración y recibí un simpático reply guy que me dijo, en plan bot, que tenemos el deber como seres humanos de cuidarnos. La respuesta me dejó perpleja, pero sobre todo me quedé pensando en la elección de palabras. «Deber», ojo, no derecho. El lenguaje de la responsabilización tan propio de las políticas neoliberales e hiperindividualistas de Reagan o Thatcher donde cada individuo es una microempresa que debe gestionarse si quiere prosperar. En vez de garantizar que las personas ejerzan su derecho a la salud, la salud es un deber, una responsabilidad individual que deja de lado toda cuestión sistémica. Esto no quiere decir, claro está, que no tengamos ninguna opción o autonomía y que podamos elegir, dentro de nuestra pequeñita esfera de actuación, cosas que nos van mejor en lugar de cosas que nos van peor. Me pareció, sin embargo, un ejemplo perfecto de esta pendiente deslizante que ve a los trabajadores no como clase sino como individuos. Ahora todos somos emprendedores de nosotros mismos y tenemos que maximizar nuestro potencial como individuos.

Meme del cuadro «Young Woman on her Deathbed» (c.1621), o cómo se siente esta subjetividad neoliberal

Hace también algunas semanas compartieron por mi TL este artículo contra la IA porque estaba «externalizando el pensar». Estoy absolutamente de acuerdo con esta apreciación, que encaja con nuestra cultura de emprendedores tecnócratas y vaciados de contenido y la visión emprendedora del yo, una nueva cultura donde tenemos que trabajar constantemente en nosotros mismos para transformarnos, para mejorar, para ser más eficientes. ¿Es por tanto extraño que, con la carga que supone considerarnos pequeñas empresas, nos sintamos tentados a externalizar cosas? Para el sociólogo Alain Ehrenberg, en el libro con el elocuente título de La fatiga de ser uno mismo, la depresión en las sociedades modernas es un síntoma del agotamiento que produce esta nueva forma de entendernos, del arduo trabajo de la autodefinición, de tener que producir un yo, para nosotros y para los demás. Nuestras identidades son narrativas, es la forma que tenemos de darnos sentido, pero ahora nos narramos más que nunca porque el mercado nos impulsa a hacerlo. E incluso cuando no usamos las redes para «vender», ese trabajo del yo se da por descontado. Ponte un avatar, una imagen de cabecera, escribe a una bio. Descríbete, prodúcete, sé responsable de esa creación. En la era de producirnos a nosotros mismos, de trabajar en la marca personal, tenemos que activar el control de calidad de lo que producimos. Si la Ilustración trajo la idea del individuo autónomo, sin ley moral o tradicional externa que le dicte qué hacer y qué pensar, el neoliberalismo trasmutó aquello en la hiperresponsabilización. Y si todo es posible, ¿por qué yo no puedo? Claramente debe ser una falla mía. La IA es un síntoma, no la causa, de ese agotamiento, de la burocratización y tecnificación de todas las facetas de nuestra vida.

En el libro The Perfection Trap: The Power of Good Enough in a World that Always Wants More, el psicólogo e investigador Thomas Curran, él mismo un perfeccionista penitente, argumenta que de los tres tipos de perfeccionismo descritos hasta ahora (el impuesto por uno mismo, el impuesto hacia los demás, el impuesto socialmente), es el último el que ha crecido exponencialmente. Sentimos que se nos exige mucho más que antes, que los demás esperan una versión «perfecta» de nosotros en todas las facetas de nuestra vida, que esperan de que nos adscribamos a un estándar elevado. Si bien esta perfeccionismo impuesto socialmente es algo que percibimos y proyectamos en nuestras vidas, es decir, lo que creemos que se espera de nosotros y no tanto lo que todo el mundo espera de nosotros, no es que sea un fantasma inventado. Lo que antes valía ya no vale y cada vez hay que trabajar más para conseguir menos. En el capítulo diez, «El perfeccionismo empieza en casa», Curran refiere que las expectativas de los padres han ido creciendo en los últimos treinta años. La aprobación cada vez se cobra más cara. Si consigues cumplir con las expectativas, esas expectativas serán un poco más altas la próxima vez, como ese trabajador que termina pronto el trabajo y en vez de irse a su casa le dan más trabajo. Ni el amor ni el derecho a tener algo digno de llamarse vida deberían depender de los resultados. ¿Cuántos hemos sentido, además, que las buenas notas eran un deber cumplido pero no conseguirlas era una sutil (y no tan sutil) decepción? No es que estos padres sean unos tiranos que busquen torturar a sus hijos, puede que no crean ellos mismos ni el perfeccionismo ni en la meritocracia ni en las expectativas infladas, pero sienten que si no inculcan eso en sus hijos estos no podrán desenvolverse bien porque la economía exige que cada vez se esfuercen más para tener lo básico. Los padres son agentes de reproducción de valores sociales. Y de todos modos el perfeccionismo, como dice Curran, es nuestro defecto favorito, ese comodín que siempre sacamos en las entrevistas de trabajo cuando te preguntan por un defecto, porque en realidad no lo vemos como un defecto, sino como algo aprobado socialmente.

Este incesante producir (y consumir) es parte de la ideología del capitalista del crecimiento continuo en aras del propio crecimiento. ¡Mira todo lo que te estás perdiendo en la gran cornucopia que es la vida!, grita el FOMO. Si le sumamos, además, la meritocracia interiorizada, el pensar en ese «todo es posible (si te esfuerzas)», el estándar que nos ponemos, como la proverbial zanahoria delante del burro, es cada vez más inalcanzable y genera gran sufrimiento psíquico. No te maquillas bien, no haces ejercicio bien, no comes bien, no educas bien, no limpias bien, no estudias bien, no diriges (rol) bien, no haces tu ocio bien. Eres una empresa y tienes margen de mejora. Es tu responsabilidad. El cansancio se produce por el efecto acumulativo de todas esas exhortaciones que apelan a las máculas que tienes como ser humano, no por una tarea única. A la injuria del esfuerzo se suma el insulto de la vergüenza, dice Alain de Botton. Sentir que no llegas, que no cumples esas expectativas, es fuente de vergüenza. Por eso, además, tienes que esforzarte sin que parezca que te cuesta, lo que llaman el síndrome del pato de Stanford: desde fuera se ve un patito que parece fluir sobre el agua, grácilmente, pero por debajo (por dentro) el pato está moviendo frenéticamente sus patas para mantenerse a flote.

Cuando yo estaba terminando la universidad (cierto, en una carrera de letras, donde no se esperaba mucho de nosotros, porque «el que vale, vale, y el que no, a letras»), el ambiente era más relajado. No había tanta presión para quemar etapas de la vida, sino para explorar qué te gustaba, qué te apetecía, qué te llamaba, fuera y dentro del sistema educativo. Ahora incluso en carreras de letras, en asignaturas que no tienen gran trascendencia para el alumnado, el ambiente de ansiedad es palpable como una niebla densa. La universidad es cada vez más como la oficina, vas, fichas, vuelves a casa. En las privadas, donde he dado clases, muchísimo más. Los nuevos edificios, además, están pensados para impedir cualquier socialización en el espacio público: no hay sitio para sentarse a leer o comer o charlar con tus compañeros. No hay ni tiempo ni espacio para la exploración. Ese es un lujo que pocos se pueden permitir. El deseo mismo tiene que estar dirigido al emprendimiento, a la optimización.

En esta sociedad de producción que supera los límites planetarios, la información nos satura. No veo usar tanto la palabra «infoxicación» como hace una década, pero creo se sigue aplicando. Con este caudal informativo, de datos sobre lo que es y lo que no es correcto en cada faceta de nuestras vidas (que va, además, cambiando a la velocidad de la luz: el patito de Stanford es mi suegra diciéndole a la familia que ahora se pueden comer tres huevos a la semana, ahora uno al día, según los últimos estudios), ¿es de extrañar que queramos externalizar una parte de ese cansado trabajo del yo para que alguien gestione todo eso por nosotros y nos dé la versión resumida? Nutricionistas, entrenadores personales, psicólogos, profesores particulares, un ejército de especialistas en parcelas de la vida cada vez más compartimentadas que te ayudan a alcanzar tus metas. Me resulta tentador pensar con nostalgia en mi infancia y adolescencia, con mi madre cocinando abundantes platos de pasta los sábados, cocidos y albóndigas los domingos alternos, sin pensar en las calorías que tiene la pasta o si son las mejores elecciones nutricionales para los objetivos. ¡Eso son dos días de comidas trampa a la semana! Pero entiendo el peligro de esa nostalgia, porque esa falta de información es la que llevaba a mi suegra a usar Nivea como protector solar; o a recurrir al «esto [lo que sea] siempre se hizo así y qué bien estábamos» (spoiler: no). Sería, obstante, deseable que alguna de esas facetas de nuestra vida no estuviera guiada solo por los criterios de la optimización, de cuantificación, de burocratización y tecnificación. Me comentaba también mi chico de esos padres que van tomando decisiones en función de lo que dice un grupo de expertos u otro, pero sin que esas decisiones estén apuntaladas por un sistema de valores personal. Si tenemos miedo a equivocarnos en lo más pequeño, ¿cómo no va a paralizarnos el miedo en la crianza?

En estos tiempos, el deber, la responsabilidad, de todo sujeto, en tanto poseedor de «capital humano», es tomar siempre decisiones informadas. En una sociedad en la que ha desaparecido la red de protección que te salva si caes, supervisar tu salud y la de otros, en un cálculo constante de coste-beneficio, se convierte en un deber y se transforma fácilmente en hiperreflexividad. En un mundo en el que la prosperidad o el percance depende exclusivamente de tus decisiones, ¿cómo no vas a estar examinándote continuamente para ver si esa es la decisión correcta? Esa hiperreflexividad, entonces, es lo contrario al tan manido narcisismo y la autoindulgencia. Es consecuencia de la hiperresponsabilización de los sujetos, los supuestos héroes de su propia historia, dueños de su destino que, mediante las decisiones adecuadas pueden cosechar los frutos de la meritocracia. Y el resultado es el agotamiento, la fatiga, el cansancio.

Recuerdo a menudo estos días un texto de Mircea Eliade que me fascinó: «Invitación al ridículo», publicado por Siruela en El vuelo mágico. Lo compartí en mis tiempos jóvenes interneteros con gran calaje y ahora vuelvo a él, pensando en mi tarta mal cortada, en mis titubeos como máster de rol, en mis deficientes sentadillas, en el sistema cardiovascular a punto de entrar en combustión a la primera cuesta hace apenas una semana. Dice Eliade:

«Pienso que el ridículo es el elemento dinámico, creador e innovador de toda conciencia que se quiera viva y que experimente lo vivo. No conozco ninguna transfiguración de la humanidad, ningún salto audaz en la comprensión de ningún descubrimiento pasional fecundo que no haya parecido ridículo a sus contemporáneos.»

Lo perfecto, nos dice Eliade, es efímero, caduco. Equivale a la muerte (un libro perfecto es un libro muerto porque nace y muere en sí mismo). Lo ridículo en cambio es fecundo, es la vida misma en su imperfección, porque da lugar a lo imprevisible, porque conmueve. Esto entronca con lo que decía James P. Carse sobre los juegos finitos e infinitos. Distingue entre entrenamiento y educación en función de cómo afrontemos la sorpresa, es decir, lo inevitable, lo desconocido. Si buscamos prevenirnos contra la sorpresa, es decir, tener preparados todos los pasos para intentar controlar el resultado y buscar lo predecible, hablamos de entrenamiento. Si abrazamos la sorpresa, hablamos de educación. Un juego finito es aquel que se juega con el propósito de ganar, un juego infinito para seguir jugando. Nuestra sociedad, centrada en resultados y éxitos, no está interesada en la parte lúdica de jugar para seguir jugando, para descubrir, para el asombro. Si bien me considero más persona de la cultura de la culpa que de la vergüenza, confieso que el ridículo a veces me cuesta y busco el antídoto en la necesidad de control, en prevenir la sorpresa, pues es un mecanismo de defensa adquirido cuando te han humillado y se han burlado de ti. La idea, sin embargo, me parece tan potente, tan inspiradora que vuelvo a ella cada vez.

La edad y la enfermedad me han puesto en contacto con mis muy humanas limitaciones. Mi enfoque hacia el ejercicio está virando del control del cuerpo, con objetivos cuantificables, a la búsqueda de movimiento continuo, cuando puedo y el dolor me deja. Cómo no, en nuestra hubris humana del «querer es poder» hay muchísimo capacitismo. Activistas contra el capacitismo nos advierten que es mejor que empecemos ahora a darle la vuelta a nuestros prejuicios porque tarde o temprano nos ocurrirá algo que nos ponga rápidamente en el otro lado y el viaje será mucho más duro si no hemos hecho el trabajo antes. Los enfermos, los desempoderados, siempre son los otros, hasta que no lo son. Estoy tratando de dejar de lado la carrera de ratas de conseguir tal o cual. Siempre he defendido que contar calorías, ponerse objetivos cuantificables de tantos libros al año o pasos al día no es malo ni síntoma de nada. Por sí solas, son herramientas útiles, medidas que podemos usar tanto en pos de un objetivo como para valorar de forma algo más objetiva nuestro estar en el mundo si tendemos a no valorar lo que conseguimos. Querer hacer mejores tartas, mejores partidas, mejores marcas no es ser cómplice del capitalismo. Hay placer en eso. El cansancio, la fatiga, viene por la sobrecarga de mensajes sobre cómo optimizar la vida, pensar que la vida tiene que ser una carrera de objetivos que deja de lado el placer solo para considerar que hemos vivido. Que si vas al gimnasio solo porque te gusta y te sientes bien, pero no tienes objetivos te vas a desanimar y lo vas a dejar. Que para continuar con algo necesitas de objetivos mesurables porque el mero placer no bastará para mantenerte. Que no puedes quedarte en lo mediocre porque sería traicionar tu potencial. A veces es necesario abrir una espita en la vasija de lo posible, en la vasija del yo. El quiet quitting, ese «preferiría no hacerlo» de Bartleby, aplicado fuera del ámbito laboral a nuestro día a día.

La serpiente de Essex: inventando a los victorianos

He sacado (más bien excavado, con mucho esfuerzo) un ratito para escribir en el blog. Ando muy liada con el TFM y la salud ha estado regular, pero siempre tengo ganas de volver aquí a decir algo. Y como escribir aquí, por desgracia, no es una prioridad para el capitalismo, sentarme a contar algo no es algo que vaya a salir fácilmente. No voy a encontrar el tiempo, como quien encuentra una moneda en la calle: tengo que excavarlo en hendiduras de la roca del tiempo. Y cuando me siento aquí mi trabajo no es menos laborioso. Cada entrada es otro trabajo de pico y pala que me lleva un trabajo que por placentero no deja de ser esforzado.

Si de algo me alegro este fin de año es que en los últimos meses estoy sacando tiempo para leer. Leer me deja un poso que no me dejan otras cosas. Puedo no haber tenido un día «productivo», uno de esos días que doy vueltas nerviosa de habitación en habitación, de tarea en tarea, sin concentrarme en nada, pero si he leído aunque sean 25 minutos, un pomodoro de esos, siento que he salvado el día y me acuesto en paz. Este volver a leer con frecuencia me ha salvado incluso el año. Y me acabo de terminar un libro que calificaría como «delicioso» y que me parece muy apropiado para esta época del año. No sé si he usado alguna vez ese adjetivo para calificar un libro, quizá siempre me ha parecido injustamente algo cursi, pero lo he terminado con dicha y placer.

La serpiente de Essex es un libro escrito por Sarah Perry y publicado en España por Siruela. Curiosamente, hace algún año empecé a ver la miniserie (puede que Tom Hiddelston tuviera algo que ver en esto) y por razones misteriosas incluso para mí dejé de verla al segundo episodio. Se me cruzó un gato, otra serie, el desánimo… no lo sé, pero me estaba gustando y la dejé de ver. Algún año después me hice con el libro en español, algo raro tratándose de un libro cuyo original está en inglés, que es la lengua extranjera que puedo leer con más soltura, y no me arrepiento nada. Como ex traductora penitente tengo que decir que la traducción me ha requetegustado. He intentado quitarme esos atavismos, el de leer algo y pensar qué diría el original o cómo traduciría aquello (esto me sigue apretando la garganta y me hace sentir el vértigo de asomarse al abismo de ese salto de fe que supone cerrar el hueco que separa una lengua de otra), pero me siguen atravesando como flechas porque, más que atavismos, son flashes de Vietnam. He disfrutado mucho de este libro también porque me ha encantado la traducción, que es de Carlos Jiménez Arribas, e iba anotando mentalmente esa expresión, y esa otra, que había también desenterrado el traductor con maña de palentólogo, criptozoólogo a veces, muy en el tono de esta novela, que al fin y al cabo se teje en torno a la leyenda de la serpiente marina durante la época victoriana. Si ahora quiero ver el original y comparar algún fragmento es para entender los trucos de magia.

La gran serpiente marina, captura de Simon Cooke, via Victorian Web

El argumento es tan sencillo o tan complicado como lo quieras poner. Una mujer, Cora Seaborne, tiene la suerte de enviudar de su marido, un hombre estricto en sus días buenos y maltratador en los malos y empezar a vivir sin corsé. Paleontóloga aficionada, nada le gusta más que ponerse botas y abrigo de hombre y patearse el campo con la cabeza puesta en el barro, a ver qué encuentra. La fortuna la lleva también a Essex, donde en un pequeño pueblo el reverendo William Ransome tiene a la parroquia presa del pánico porque se dice que una serpiente gigante anda al acecho. Los dos polos opuestos se atraen, pero no es una historia de amor al uso (ni siquiera en los múltiples triángulos amorosos que pueblan la novela y que la convierten en un espacio euclídeo). Diría que es casi más una exaltación de la amistad y la camaredería. Se trata de una novela neovictoriana, es decir, una novela ambientada en época victoriana pero escrita en nuestra (ay, convulsa) época contemporánea. Las novelas neovictorianas suelen ser muy conscientes de su artificio como novelas, del lugar y el momento en el que están escritas y retratan la relación que tenemos con el pasado victoriano. Muchas de estas problematizan lo que entendemos por victoriano y vierten el presente en el pasado. Van de nosotros y de los victorianos. También, claro, hay pastiches y parodias. El tono aquí no es reverencial, sino de mirarse a la altura de los ojos. La definición de neovictorianismo es también tan estrecha o tan amplia como queramos hacerla.

Creo que lo primero que solté al empezar la novela fue que por fin encontraba algo «victoriano» sin que se leyese o se escuchase como «tener un palo metido por el culo». Andaba yo escuchando alguna partida de The Between, un juego de rol (¿neovictoriano?) que está inspirado en Penny Dreadful y artefactos por el estilo, y me sorprendía que la interpretación tendiese a ser relamida y de beber el té con meñique extendido, así que empezar este libro, con una traducción deliciosa, fue como que te ofrecieran limonada fresca un día de calor. Matthew Sweet escribió un libro muy famoso (ejem, sí, en unos círculos estrechitos) titulado Inventing the Victorians. La tesis es que los victorianos no eran una panda de estrechos y reprimidos con cien mil tabúes para todo, que les gustaba pasárselo bien (también en la cama) y que no cubrían con bombachos las patas de la mesa. Que fueron modernos, en contra de lo que Lytton Strachey pensaba al hacer una oposición ente ellos, los de Bloomsbury, los modernos, y los victorianos, esa panda de carcas. Matthew Sweet no fue el primero en decirlo, desde luego, pero el suyo fue un libro bastante popular como divulgación por el tono desenfadado y el uso de la cultura popular para ilustrar sus argumentos. No soy victorianista, así que no puedo corrobar o desmentir todas las afirmaciones, pero la propia Sarah Perry menciona este libro al final de la novela como una influencia importante en su proceso de documentación.

Xilografía de 1669 que lleva el título de ‘The Flying Serpent or Strange News Out of Essex’

La propia Perry creció en Essex, un condado inglés del que sé poco (salvo un dicho, ejem, tristemente popular que por lo visto se dice por ahí: Essex girl, easy girl) y en el que nunca he estado, a pesar de haber pasado un año en Norwich, que no está muy lejos de allí. Por lo visto, la autora de La serpiente de Essex escribió también un libro de ensayo titulado Essex Girls, donde explora la variedad de chicas que ha parido el condado, desde las mártires a las abolicionistas. Criada en un entorno muy religioso, tuvo una educación poco común y creció sin ver la televisión, pero aprendiendo a bordar, a tocar el piano, rodeada no de música pop sino de lectura y escritura. Esa educación insólita hizo que los demás la vieran como una excéntrica, la rarita de la escuela. Claramente, hay algo de Cora, la protagonista, y ella, pero también de William, el párroco.

En la novela y, supongo que en la Inglaterra contemporánea, Essex se contrapone al cosmopolitismo de la capital de tal modo que los londinenses, incluso aquellos de ideas progresistas, lo retratan de forma obcecada como paleto, provinciano, ciegos a sus propios prejuicios. Porque los capitalinos pueden ser tan o más prejuiciosos como los aldeanos sobre otras cuestiones como la clase social o el género, por ejemplo. Sobre esto último, Sarah Perry decidió crear un personaje femenino poco convencional y que reflexiona sobre las ataduras con las que tiene que convivir una mujer en la época; y lo hace, sí, enfrentada a los convencionalismos de la época pero sin que su entorno se rasgue las vestiduras, sin verse condenada al ostracismo. Algunos de los comentarios que recibe pueden verse como paternalistas, porque más que con rechazo, su entorno cercano los contempla con simpático desconcierto, como pintorescas excentricidades de una persona singular. Hay que ver, la chica esta, qué cosas tiene. Pero nunca nadie de ese círculo íntimo la expulsa, repudia o castiga de forma ejemplarizante para devolverla al redil. Su excentricidad se granjea icluso la admiración de hombres diferentes: el de la ciencia y el de la fe. Sí sale a relucir la superstición campesina (para frustración del párroco, William Ransome, que ve su fe como una extensión de la razón) cuando se atribuyen acontecimientos recientes a su llegada, como si fuera una bruja que trae consigo un maleficio, pero ni todo el mundo piensa igual ni se retrata la comunidad de forma homogénea. Hay una intención de acercar el mundo victoriano al presente, de establecer paralelismos, que son vasos comunicantes. Sucede también con los problemas de la vivienda que se presentan en la novela, de caseros abusivos, alquileres vampíricos para viviendas insalubres. ¿A que nos suena? Nosotros, tan modernos, quizá no hemos avanzado tanto después de todo.

Claire Danes como Cora Seaborne y Tom Hiddleston como William Ransome

Otro tema que me ha gustado mucho del libro es el retrato de la amistad, femenina y masculina. Es casi un lugar común decir que la amistad femenina se narra con menos frecuencia que la masculina, pero incluso las amistades masculinas parecen sucumbir en la ficción a un estereotipo de amistad entre bros. En Juego de tronos, por ejemplo, hay muchos ejemplos de amistades entre hombres y muy pocos entre mujeres, pero los hombres tejen esos lazos entre bros unidos por rasgos muy varoniles: el combate, la lucha, el honor. Esas cosas. Aquí las amistades entre hombres son… otra cosa. Hay admiración, romanticismo, camaradería, ternura. Pienso en una escena que ilustra esto a la perfección y que es un espoiler como un castillo, pero que no me resisto a contar. Uno de los protagonistas contempla el suicidio a la sombra de un robusto roble y reflexiona sobre los motivos que le quedan para vivir. No encuentra ninguno y lo que encuentra le parece una razón más endeble que la rama del árbol del que piensa colgarse. Hasta que, casi como una ocurriencia tardía, piensa en su amigo. Ese amigo que ha estado allí desde que se conocieron en la facultad de Medicina, que lo ha apoyado siempre, que ha creído en él y lo ha patrocinado para que prospere como cirujano. Y entonces, solo entonces, maldiciendo y con rabia, decide no suicidarse porque piensa en el daño que le haría a su amigo y lo mal que lo pasaría con su muerte. De mala gana, cabreado como una mona, porque cómo puede hacerle eso, su maldito amigo, elige la vida.

Hay un componente utópico en esos triángulos, de comuna inusual, que forman los amigos en esta novela. Personas diferentes, de estractos sociales e ideas distintas, cuyos caminos convergen en un momento dado de sus vidas para crear algo, efímero o duradero. Ambas duraciones, las cortas y las largas, son importantes. Algunos de esos caminos se separan, unos con más amargura que otros, otros permanecen, pero algo pervive siempre de esos lazos porque nos convierten en lo que somos. Los protagonistas caminan juntos y tienen conversaciones trascendentes, al amaencer, al atardecer, al anochecer, como en la trilogía de Richard Linklater, y, mientras, hablan y caminan tratan de econtrarse, de dar sentido al mundo, de darse sentido a ellos mismos. Hay en la novela una línea fina y porosa entre el amor el amistad (y también entre la amistad, el amor y sus opuestos, el rencor y la enemistad), la pasión física, encarnada, (que Cora ha enterrado bajo capas de abrigos) y la pasión intelectual. Ese tejido de relaciones complejas e improbables es lo que le da al libro una vida chispeante. Personas que navegan un mundo nuevo donde el avance científico, el conflicto político y la fe colisionan unas veces, discurren en paralelo otras y, en algún momento, llegan a converger. La serpiente marina es el tapiz, el lugar común donde se reúnen elementos dispares, pues simboliza ese choque entre el mundo nuevo y el mundo viejo y, si me apuras, qué siginifca el tiempo profundo de la historia, cómo los descumbrimientos nos hacen replantearnos lo que creíamos inamovible. El mito, la realidad del fósil o el artefacto, la narración, todo eso es necesario para dar sentido al mundo que se nos presenta en fragmentos.

En las novelas neovictorianas lo importante no es la representación fidedigna del pasado, sino lo que el pasado tiene que decirnos y qué le contaríamos nosotros. La pregunta no es tanto ¿eran así los victorianos? (pues sí… y no) sino ¿qué nos dicen?, ¿por qué queremos seguir hablando con ellos? A veces también nos ponen un espejo delante. La nostalgia, en tanto que instrumentalizada por regímenes reaccionarios de cualquier signo, tiene una reputación ahora, pero somos seres con pasado, con historia. No estamos siempre mirando al futuro, sin girarnos una sola vez, eso es algo parecido a huir. En ese sentido, no toda mirada al pasado es nostálgica, si entendemos nostalgia como el deseo de traer el pasado el presente, de sustituirlo por un sucedáneo de otra época. En todo caso, cualquier artefacto que tenga esa intención poética sería retrovictoriano, más que neo. Del mismo modo, la mirada al futuro como un mascarón de proa que no puede mirar a otra parte puede ser también un tipo de nostalgia: de lo que no ha sido pero puede ser. Sea como sea, lo del neovictorianismo, como todas las etiquetas que terminan usándose mucho, puede ser una categoría escurridiza, pero no es el objetivo de esta entrada hablar de todo ello. Diré solo para acabar que esta es una novela deliciosa, de las que te lees y acabas con el corazón calentito de ver ese tapiz humano y de escuchar qué nos tienen que decir esos seres de otro mundo que se parece un poco al nuestro.

La nostalgia, la televisión y la construcción de la identidad: I Saw The TV Glow (#spooktober3, yo qué sé)

Sí. lo sé. No estamos en octubre, estamos en noviembre, pero yo llevo mis ritmos, ¿vale? De hecho, debería ahora mismo estar escribiendo mi TFM, pero me he engañado (spoiler: no en realidad) diciéndome que, como parte del trabajo tiene que ver con una examinación de la nostalgia desde un punto de vista más comprensivo que el que se suele usar, puedo escribir esto para darle forma a mis ideas. En parte es cierto, pero seguro que podría «darle forma a mis ideas» escribiendo el TFM en lugar de esto. Pero, ¡caramba!, ¡yo me debo a vosotros, mis exiguos cuatro lectores! No os puedo dejar abandonados tanto tiempo. Para calmar mi conciencia, me he propuesto tratar de escribir esto en tres pomodoros (se oye una risa sarcástica en vuestros altavoces). ¿Lo conseguiré? Lo descubriréis al final del artículo. Ostras, lo he llamado «artículo» y todo.

I Saw The TV Glow (2024), el motivo por el cual estoy hoy faltando a mis obligaciones

Una de las películas que vi durante este Spooktober en el que me había propuesto ver una película de terror al día fue I Saw The TV Glow (2024). ¿Sabéis esas pelis o libros o lo que sea que no os gustan tanto cuando las veis, pero luego, pensando sobre ellas, empezáis a descubrir cosas y os gustan cada vez más? Creo que esta fue una de ellas. No me pareció una película de terror, más bien un drama, aunque puedo entenderlo si ampliamos el significado de la categoría «terror psicológico» al desgarro que te deja presenciar la muerte en vida de un personaje. De Jane Schoenbrun, le directore1, había visto We’re All Going to the World’s Fair (hecha con dos mil dólares y unes amigues en los bosques, así tal cual), que me había dejado un tanto fría, aunque en retrospectiva esta y I Saw The TV Glow tienen puntos en común: la soledad y la incomunicación, nuestra relación con los medios audiovisuales y el salto a la madurez dentro de una cultura audiovisual… Jane había descrito I Saw The TV Glow (que cuenta con un presupuesto de diez millones de dólares) como una alegoría de descubrir que eres trans. Los tropos que acompañarían a la experiencia y que se muestran en la película asociados al género de la fantasía, son el ser enterrado y enterrada en vida, pero también entrar en un plano de realidad diferente. Como persona cis, no puedo hablar de esa experiencia, pero el desgarro de no reconocerse y no ser reconocide (que aparece también de forma literal y figurada en la película) es algo palpable. Mi marido y yo no podíamos dejar de decir lo tristes que nos sentíamos viendo la peli, incluso aunque no sea una película solo sobre la tristeza. De lo que me siento con algo más de autoridad para hablar es cómo la película reflexiona sobre la televisión y los géneros formativos (en este caso, fantásticos) que vimos en nuestra adolescencia, con una mirada, creo, más sútil y comprensiva que el «cualquier mirada al pasado revela una nostalgia condenable, la negación del futuro y la mejor opción es dejarlo caer».

Liminalidad: sitios de transición

No hace falta señalar que la palabra «nostalgia» se ha convertido en un campo de batalla político: las miradas regresivas a la mitología nacionalista de Trump y el Brexit, las trad wives, los remakes de los ochenta donde los niños jugaban libres montados en sus bicis… Todo ha sido interpretado como las trepidaciones que sienten las democracias liberales de la enorme sacudida que supuso la crisis financiera de 2008 y el lento movimiento telúrico que está hundiendo la democracia. Aunque esa nostalgia se asocia más a menudo como un movimiento reaccionario de las nuevas pero viejas políticas de la derecha, la izquierda tampoco está libre de una sentimentalidad nostálgica que lamenta la pérdida de pasados que nunca fueron tan progresistas como nuestra amnesia nos da a entender. La canibalización del pasado como industria lucrativa es la marca de los dosmiles. Dos libros que ando hojeando ahora mismo para mi investigación (Netflix Nostalgia: Screening the Past on Demand y The Aesthetics of Nostalgia TV: Production Design and the Boomer Era, ambos, curiosamente, publicados en 2019) incluso se atreven a declarar que las plataformas de streaming como Netflix llevan en su algoritmo la nostalgia inscrita, hasta el tuétano2. Netflix nos ofrece una desoladora puesta en abismo de nostalgia mediada comercialmente. Vamos, lo que alguna vez he descrito en mis círculos íntimos como la cultura del ciempiés humano de alguna parte de la comunidad creativa friki y que no podría poner en mi TFM: te alimentas de lo que ya cagaron otros. El cómic de la serie en la que se inspiró la película fue la inspiración de mi libro. Algo así.

La fascinación del ritual televisivo

Me irrita particularmente que no se pueda concebir una mirada compasiva hacia aquellos productos culturales que fueron formativos en nuestra adolescencia y juventud al mismo tiempo que ofrecer una mirada crítica. En otro libro que ando leyendo a ratitos, Immediacy, de Anna Kornbluh, la autora dice que la marca de nuestros tiempos es precisamente esa falta de mediación, de distancia crítica, donde todo es «la exposición inmersiva de Van Gogh», la total identificación con el objeto. Dice Kornbluh en varias entrevistas que es frecuente que personas que por lo general son articuladas, reflexivas y capaces intelectualmente, cuando la escuchan criticar Fleabag por mostrar esas características de nuestro capitalismo salido de madre (el mírame, aquí estoy, ríndete a la experiencia) que ella critica, de lo único que son capaces es de decir es «ay, ¡pero es que Fleabag me encanta!», como a la defensiva. Francamente, podría ser algo que yo misma dijese. Y, sin embargo, hay películas y series que miran al pasado justo con la actitud descrita en el inicio de este párrafo que ya me está quedando demasiado largo. En TV Glow, Maddy (interpretada por Brigette Lundy-Paine) le descubre a Owen (Justice Smith), otro adolescente solitario y aislado, la serie The Pink Opaque una serie de fantasía à la Buffy the Vampire Slayer (como varias críticas han reconocido, una serie con la que incluso comparte tipografía, aunque a mí me recordaba más a la serie Charmed o Embrujadas, que me tragué religiosamente cada vez que la echaban sabiendo que aquello era mortadela, quizá porque nunca he visto Buffy) que va de dos mejores amigas que se conocen en un campamento de verano y descubren que tienen poderes y desde entonces tienen que andar matando a todos los malos sobrenaturales enviados por el malo malísimo, Mr Melancholy (nada de alegoría aquí tampoco). Maddy es una emo lesbiana en 1996 que se identifica totalmente con Tara, la punkita de la serie, porque además de estar buena no deja que la vacilen y encima «es experta en demonología». Owen es más tímido, lacónico y circumspecto, y se ve a sí mismo como la más femenina, Isabel. Toda esta parte de la película es cómo nos relacionamos con las series todas las raritas cuando no tenemos nada más, ni amistades, ni familia en la que confiar, ni nada, pero también cómo conseguimos crear vínculos con otras personas que se identifican con aquello que nos habla casi personalmente, cómo nos reconocemos a través de la ficción, a nosotras mismas y entre nosotras (aquí uso el femenino como genérico porque ha sido mi experiencia de joven y adolescente, y creo que lo sigue siendo en cierta medida, aunque con esa distancia de la que habla Kornbluh y menos mitificación).

Owen y Maddy y un mélièsiano Mr Melancholy

La película también es un comentario sobre ese miedo desde que el cine es cine (y la televisión, televisión, o la literatura, literatura) de que la ficción pervierta a tu prople. Antes te los volvía satánicos, ahora tienen el rayo mariconizador. Hay un momento en el que el padre de Owen, cuando éste le pregunta si se puede quedar un poco más tarde para ver The Pink Opaque, le dice: «pero ¿eso no es una serie para niñas?», con un tono despreciativo. También sobre ese ritual casi sagrado de reunirse a una hora y en un lugar delante de la tele cuando no había la oferta de plataformas actual. El televisor como objeto casi totémico, el brillo del televisor como algo sobrenatural que te invitaba a otro mundo, la cinta de vídeo grabada de la tele como un objeto mágico (Maddy le graba cintas a Owen de The Pink Opaque y se las deja en la sala de fotografía). Y lo duro que podía ser en la adolescencia preinternet, si tus gustos eran un poco raritos, encontrar a alguien a quien le gustase lo mismo que a ti (o sea, hacer amigos). La película no glorifica aquella época, nos muestra la soledad, el ostracismo, pero también la intensa comunión de ese ritual televisivo y parece que una pregunta flota en el aire: hemos ganado cosas, pero ¿habremos perdido algo? TV Glow va en gran medida sobre la nostalgia, es decir, lo que recordamos (mal) del pasado que contribuyó a que fuésemos quienes somos. La clave es la involuntaria falsificación del recuerdo. Hay un momento en la serie en el que Owen se pone a ver The Pink Opaque años después, en su treintena, porque ahora está disponible en una plataforma de streaming y apenas reconoce la serie: está tan llena de clichés, es tan infantil, tan cutre. Las imágenes que nos muestra la película de la serie inventada son ahora diferentes a las que nos enseñó al principio: menos surrealistas, más infantiles (no son dos muy amigas adolescentes, sino niños). Y cuando la vuelve a ver, vuelve a cambiar. Ahí están las promesas y las trampas de la nostalgia, que el pasado no es un objeto inerte que permanece siempre estable. Recordamos proyectando en la memoria, proyectamos en incluso en lo que vemos en el presente.

Más liminalidad

La película, además, no es un pastiche. Ha conseguido crear su propia estética que recrea los 90 como una fantasía y no se siente como una fagotización de otras series, cuenta con su propia banda sonora que tiene ecos del pasado sin ser una imitación. Que el malo, además, sea el Señor Melancolía que quiere encerrarnos en el Midnight Realm, el reino de la medianoche, nos da a entender que la nostalgia es mala cuando nos invita a quedarnos para siempre en ese pasado que no es pasado, una liminalidad para siempre. Un lugar liminal (de limen, en latín, que significa «umbral») es un lugar o un estado que se ve o se siente como entre dos lugares o estados, es decir, de paso, de transición. La adolescencia es el estado liminal por excelencia, porque no eres ni adulto ni niño. La película está llena de imágenes de liminalidad (pasillos, puertas y otros lugares de paso) y de lugares vacíos usualmente concurridos (la escuela, el comercio, los aparcamientos), imágenes de posibilidad, pero también de pérdida. Ese lugar liminal puede parecernos mágico (en lo fantasioso o en lo terrorífico incluso), pero la vida allí es una vida no vivida. No del todo. Es esta examinación de la nostalgia que aporta algo más sofisticado y sutil al debate la que hace que I Saw The TV Glow interesante en ese aspecto.

The Pink Opaque

(Y yo me quedo abruptamente aquí, porque por supuesto que no he conseguido escribir esto en tres pomodoros, sino que llevo más de dos horas y media de mi vida con esto, gracias).

  1. Jane es una persona no binaria y siempre que me dirija a ella usaré lenguaje no binario. Espero no equivocarme y que no resulte confuso usar varios géneros gramaticales en el artículo. ↩︎
  2. Añado la nota para aclarar que no todos los ensayos de Netflix Nostalgia condenan la nostalgia per se o la ven como una herramienta que desarticula cualquier movilización política, pero por cuestiones de claridad y de pomodoros no me puedo meter en ese jardín ahora mismo y he decidido simplificar. ↩︎

Spooktober #2: The House of The Devil (2009) y The Funhouse (1981)

Supongo que nadie esperaba que fuese a escribir de todas las películas que veo, ¿no? ¡No tengo tanto tiempo!

Estamos a 18 de octubre y he visto 17 películas (llevo una de retraso porque un día no me apetecía ver películas, sino estar tumbada en la cama leyendo, así que mañana sábado tendré que hacer sesión doble). Algunas de ellas memorables, otras entretenidas y otras perfectamente olvidables. En según qué círculos, decir que algo es «entretenido» se recibe con condescendencia, indulgencia, quizá complacencia y otros nombres que terminen en -encia. ¿Ah, que te… entretienes?, pregunta nuestra interlocutora imaginaria después de darle un sorbo al té con el meñique levantado. El entretenimiento no es arte, el entretenimiento no es transformador, no hay nada que aprender del entretenimiento. La ironía de esta cultura en la que estamos inmersos es que vivimos abrumados por la cantidad de contenido que se publica, pero parece que para destacar en el cúmulo ese algo tiene que epatar, que dejarte el culo clavado al asiento y la cabeza dando vueltas como si fuera la calavera en llamas del geocities. Venden las hipérboles porque estamos absortos en la inmediatez, donde la distancia no existe: «esta puta mierda es tremenda basura» o «la mayor obra de arte del siglo XXI». Hay que huir de la tibieza, nos dicen. Así que lo entretenido queda entonces en el medio, olvidado, meciéndose solitario en el columpio, mientras los capuletos y los montescos se pelean en el patio. Y, sin embargo, hay cosas tibias, perdón, entretenidas de factura impecable, que hasta podemos llamar buenas.

Venga, pasa, que te lo destripo todo.

Una de ellas es House of The Devil (2009), de Ti West, que casi podría ser un precedente de ese ‘elevated horror’ del que hablaba el otro día si no fuese porque la pretensión de Ti West no es otra que entretener. Oíd: no he visto aún nada de Ti West que no me haya gustado. Pienso dejar que me ponga a prueba y cambiar de opinión porque me voy a tragar hasta las sobras, bendito sea. Y esta película me encantó. Me encantó el ritmo pausado, la recreación de los ochenta que son más los ochenta que las películas de los ochenta que ahora parecen caricaturas de los ochenta, el uso del sonido y del espacio… El título no engaña: claro, conciso, sin subtexto y nada alegórico. Es una película ambientada en 1983 en Connecticut sobre una estudiante universitaria (Samantha, una chica de mirada de cervatillo, interpretada por Jocelin Donahue y un peinadito muy de Los ángeles de Charlie) que necesita dinero y busca trabajo como niñera. Encuentra uno… pero en lugar de niños resulta que tiene que cuidar de una señora mayor en una mansión en las afueras durante una noche de eclipse lunar, para más inri. La película comienza con un prólogo sobre la paranoia y el pánico moral de los 80 con el pánico satánico, que dan una pista sobre la atmósfera inquietante en la que tanto la estudiante como la espectadora viven cada detalle y minúsculo incidente, alimentando la tensión y la sospecha. Tal es la tensión que se vive que cuando comienzan los ataques y se revela por fin que, efectivamente, la familia de aspecto ominoso forma parte de un culto al diablo que busca una virgen para inseminarla el maligno, la tensión se evapora, el espectador se relaja. Y Ti West, que domina los códigos del terror, lo sabe y lo usa no como un efecto secundario de tener que cerrar una trama, sino adrede, sabiendo que esa tensión acumulada y sin alivios por medio de jump scares que la liberen necesita al fin una salida. La incertidumbre, la paranoia y la sospecha siempre son más perturbadoras que la cruda realidad, incluso si la cruda realidad es que Satán existe y su venida a la Tierra está próxima. El terror no nace de la incerteza de lo que pueda suceder, sino del aplazamiento de la certeza.

La espera, el tedio

Hablo de «códigos del género» y no de pastiche, aunque la película se podría considerar un pastiche, porque si algo tiene el género es que, de forma consciente o no, es siempre autorreferencial con el canon que lo sustenta: el género es formulaico, las convenciones cristalizan, se rompen o se dan la vuelta, pero si algo lo define es que es formulaico. Así pues, la película no solo hace referencia a una cultura de conspiraciones y recelos alimentados por las historias de abusos rituales y sacrificios ocultos, sino a las películas del género de la época en la que se ambienta, guiños que se expresan también en los movimientos de cámara. La película incluso se estrenó también en VHS en un lujoso estuche para rendir tributo a los días del videoclub y las tiendas de vídeo, por si los otros guiños eran demasiado sutiles de captar. Si hace unos días hablaba de esa polémica del cine de terror enciclopédico o ensimismado que se olvida de dar miedo, The House of The Devil no. La película, salvo la traca de liberación final (que para los estándares de género es incluso contenida, aunque ojito con la escena estroboscópica), es morosa y se detiene en ese aburrimiento que nos han robado la sobrestuimulación digital las veinticuatro horas del día y que Ti West en 2009 sabe que ya son reliquias del pasado, como la cinta VHS1. Ese qué hacer en la salita de estar mientras tu amiga discute las condiciones y el salario del trabajo en otra habitación, esa apatía y fastidio cuando lo que echan en el único canal de la tele no te gusta, o no te entretiene, y no tienes otra cosa que una única cinta de walkman que escuchar una y otra vez. El terror se germina en esos espacios de tedio, en el aburrimiento que te lleva a deambular por una casa y rebuscar en los secretos del armario de unos extraños. Para recrear esa demora, West recurre a una obsesión casi escopofílica por el detalle donde la cámara se recrea (hah, see what i did there?) en objetos y espacios, como si en lugar de un slasher estuviéramos viendo una película de fantasmas (una demora quizá también dictada por el irrisorio presupuesto de menos de un millón de dólares con el que contaba2), pero no en el cuerpo de la chica, que no incita a nada sexual. Todo un homenaje a lo artesanal en una película, escrita, dirigida y montada por el propio West a manita. Él se lo guisa, nosotros nos lo comemos y nos churrepeteamos los dedos.

Esos incómodos momentos en los que no hay nada que hacer

Otra película de la que quiero hablar hoy, porque tiene también cierto tono moroso parecido a la de West es The Funhouse (1981) dirigida por Tobe Hooper, por la que confieso que no daba ni un duro y resulta que me gustó bastante y lo pasé muy bien viéndola. Por un lado, si The House Of The Devil quiere rendir tributo a una veta del género replicando sus texturas, aquí comienza directamente con un descarado homenaje a Halloween de John Carpenter (que se había estrenado solo tres años antes, en 1978), con su famosísima cámara del asesino en primera persona, y luego a Psicosis de Hitchcock en la escena de la ducha, aparte de toda la memorabilia de la Hammer que el hermano de nuestra chica final tiene en casa. Los monstruos son familia y las alusiones sutiles son para burguesas3. Habrá muchas más de estas, como artefacto lleno de juegos de espejos que es, incluso una a su propio cine, pero en cuanto la trama echa a rodar lo que hay es casi una hora de película costumbrista que se deleita en el mundo de los freaks, en el placer grotesco de los personajes que pueblan las ferias, donde los normales pasan a ser los raros y los raros normales. La trama es sencilla: la chica que ha sido asaltada por su hermano fan de la Hammer en la ducha va a la feria del pueblo en la primera cita y a un iluminado en pleno éxtasis adolescente se le ocurre que la mejor forma de pasar la noche es dentro del tren de la bruja, cuando todos se hayan ido. Desde allí observan cómo el hijo del feriante jefe, que lleva una máscara de la criatura de Frankenstein para, je, ocultar su monstruosidad, mata en un arrebato a otra feriante, la pitonisa, son descubiertos y masacrados uno a uno. Todos menos Amy, la más virginal. Sin embargo, las muertes en sí no son lo más destacado, aunque dejan fotogramas inolvidables. Lo más destacado es el costumbrismo grotesco. Igual que la protagonista, me parecía fascinante cómo podía quedarme embobada escuchando a un feriante anunciar su espectáculo de animales mutantes, una repetición que no acababa nunca, como un recuerdo obsesivo.

Entra, lo pasaremos bien

Salta enseguida a la mente el imaginario de Bradbury de La feria de las tinieblas (Something Wicked This Way Comes, 1962), pero donde en Bradbury hay permiso para la melancolía y la dulzura por la pérdida de la inocencia4, en el mundo de Hooper no hay tiempo para esas cosas. El mundo de The Funhouse ya está roto desde el principio y lo que en Bradbury se sugiere (la ansiedad sexual, por ejemplo), aquí se muestra en crudo, sin nada que ofrezca el consuelo de recordarte que hubo pureza en el mundo. Las imágenes están corrompidas porque así lo está mirada: sucia. Es un carnaval de lo cotidiano, un poco como Bradbury también, pero un carnaval de la sordidez. Un mago disfrazado de Drácula con un traje que ha visto ya muchas actuaciones y en el que puedes proyectar manchas de espagueti hace un truco de magia desganado, fumando y declarando su siguiente paso como quien lee el BOE. La desmitificación del asombro infantil hecho carne. La cámara se posa en aspectos materiales de la feria, en los cuerpos de mujeres exhibidas, en un feriante de mirada turbia invitándote a entrar a su tétrica atracción, «un mundo de oscuridad» en el que ni el visitante, ni los protagonistas de la película ni el espectador no encontrarán «ni alivio ni escapatoria». No hay sublimación, el sexo es sucio y sórdido. En un momento dado, la pitonisa, vieja y con un maquillaje burlesco acorde al personaje, accede a hacerle una paja al hijo del feriante con la máscara de criatura de Frankenstein a cambio de dinero. La escena es incómoda no solo por lo extravagante de los personajes, sino por la combinación nada sensual de consuelo materno y guía sexual que, por supuesto, acaba en eyaculación precoz, humillación y muerte. La criatura aquí tampoco tiene nombre, aunque no termina de rebelarse contra su creador, que espera encontrar en su monstruosa progenie consuelo y ayuda para la vejez.

La atracción de lo sórdido

Y nuestra chica final… Sabes desde el minuto uno que la chica final, si va a haber una, es Amy Harper, pero también ella es presentada con cierto grado de sordidez. En primer lugar, porque la aparición inicial es la de entrar en la ducha con un plano frontal de los pechos. Después la cámara nos muestra una polaroid que le ha sacado el hermano en recuerdo a su vejación que es el equivalente de los ochenta a cuando te sacas una foto con la cámara frontal del móvil sin querer: nada favorecedora (mientras en la tele se oyen las palabras “it’s the bride of Frankenstein!”, un anuncio que tiene caracter prospectivo). También es mentirosa y un poco engreída, como dictan las hormonas, pero es que los padres (el supuesto contraste burgués a la familia tenebrosa de la feria): no son ningún modelo de conducta: beben, dicen estupideces, pasan de los niños y no apartan la mirada del televisor. Y el hermano pequeño, claro, es un monstruito. Amy parece tímida para iniciarse en el sexo, pero tampoco es que la idea le resulte aversiva. Y es por eso que, en la escena final, donde Amy se encuentra en las tripas de la atracción rodeada de engranajes, cables, y hasta una fuga de vapor por algo roto, una escena convertida a su vez en otro tren de la bruja como en una estructura de cajas rusas, al ver los ganchos metálicos que corren por un riel en el techo te preguntas quién acabará en esos ganchitos. Si esto será un slasher a lo Halloween o más como La matanza de Texas. Hooper es tan bromista como el niño, se ríe de sí mismo y aprovecha para provocarte sabiendo que vas a pensar en esos ganchos en el contexto de su otra película en la que no hay chica final que valga. La novia de ‘Frankenstein’, que ahora va sin careta en toda su monstruosidad, se salva de chiripa y no por su talente resolutivo, y abandona la atracción a la luz del día ante las carcajadas de la mendiga de negro y la gigantesca muñeca oronda que preside la atracción. Al fin y al cabo tiene que volver a su otro tren de la bruja, la casa familiar, con el monstruito y los padres ausentes.

“¡No quiero volver a casaaaa a aaa!”, llora la chica final

Resulta curioso pensar en estas dos películas, tan separadas en el tiempo, como ejemplos de homenajes o pastiches o cine meta, pues lo son de modos distintos. The House of The Devil no recuerda a ninguna película concreta de los ochenta, sino que recrea la atmósfera, la textura, el estilo de un determinado tipo de películas. The Funhouse está llena de guiños a ejemplos concretos del género. De todos modos, como decía al principio, cuando hablamos de género, con sus códigos, sus tropos, su carácter formulaico, ¿dónde acaba lo formulaico y empieza lo reflexivo? ¿O cuando se pasa de lo reflexivo a lo meta? ¿Cuando se explicita? ¡Pero eso da para otra entrada que ahora no me apetece escribir!

  1. Una de las críticas que hace Ti West en 2009 es precisamente que hay una deriva hacia el frenetismo, el sensacionalismo pornográfico y la epatación en el cine de terror, en detrimento de la demora en los personajes, los espacios, las situaciones, es decir, la cotidianeidad. “Horror is really unfortunate now. It’s like porn. What seems to have happened is that everyone decided the horrific stuff is what makes these types of films successful so there is no time spent on the “real life” aspect anymore. It becomes just one kill or cum-shot after another. Mainstream horror is only about titillation. That, to me, is the same as pornography.” La comparación del terror espectacular con el porno resulta simpática ahora que ha dirigido un tríptico de pelis que se inspiran en la industria del porno. (Entrevista con Lena Dunham, https://www.interviewmagazine.com/film/ti-west) ↩︎
  2. Es interesante hacer un análisis sobre una película rodada en 2008, durante el estallido de la frisis financiera, con la austeridad de la película. Si los 80 paracían muchas veces en la cultura popular como una era de bonanza, con su estética colorida, aquí los tonos que en mi recuerdo son desaturados están infectados por la tiranía de la austeridad. Y tampoco es por ponerme full marxista, porque a veces el cincel este da para lo que da, pero la chica en apuros económicos que acepta el trabajo de una familia adinerada también daría para una parábola con moraleja: si no estuviésemos desesperadas por conseguir dinero para vivir los lunáticos con pasta no nos joderían la vida. Puede que en los ochenta hubiera final girls, pero ya no estamos en los ochenta, Dorothy: te quieres morir y ni eso te dejan. ↩︎
  3. Decía Ti West en la entrevista que he enlazado en la nota 1 que no le gustaba la palabra homenaje porque le sonaba a parodia y él no hacía eso, pero aquí las escenas iniciales potencialmente peligrosas están desactivadas por la parodia: el cuchillo que lleva el chaval es de goma. El rollo psicosexual de Psicosis se mantiene, en cambio, con la desnudez de la chica y la malicia del chico. ↩︎
  4. Hablo de melancolía, porque aunque Bradbury está justamente asociado a esta época del año por su escritura nostálgica, La feria… no es tanto un canto a la nostalgia como una examinación de la misma, que no nos juzga por cómo mitificamos ciertos aspectos de la juventud, nos da permiso para lamentarnos, pero trata de explicar cómo se construyen. Joder, ha sido escribir esto y tener ganas de volver a leerme la novela. ↩︎

Spooktober #1: vampiros góticos contra vampiros grunge y terror elevado

He decidido que mi spooktober este año va a ser verme una peli de terror al día. Según mis propias normas, esto significa que puedo ver cosas que ya haya visto y que me apetece volver a ver. Las primeras dos películas que he visto son Horror of Dracula (1958) y The Addiction (1995) y no puede haber vampiros más distintos.

Mientras veía la segunda pensaba en un debate que tuvimos sobre lo que se ha venido en llamar el ‘elevated horror’ hace poco a raíz de este artículo. Básicamente, la tesis central del argumento, tal como yo lo interpreto, es que este género de cine de terror más intelectual que visceral (¿pun intended?) es una bestia que se devora a sí misma a base de ensimismarse en sus códigos y la prueba está en Longlegs (2024), que es el cementerio de canelones de terror elevado donde todo este género pretencioso viene a morir. Mucho estilo y poca sustancia. Básicamente como ese debate entre el grupo de virtuosos tipo Dream Theater (perdón, soy vieja) o, no sé, el death rock de Christian Death: unos saben mucho y tocan muy bien, pero no te llegan, y los otros no tocan tan bien, pero tienen alma. Ese tipo de cosas. También está un poco ese concepto del «turista del género», como dice el autor del artículo, ese que te dice que él, terror, terror, lo que se dice terror, tampoco llamaría a su película1 (como pasa con otros géneros, como la ciencia ficción, y entonces nos encontramos con nombres como «ficción especulativa»). Los que consumimos género podemos ser muy susceptibles, así que cuando leemos eso pensamos que ya nos están mirando por encima del hombro. Cabe, sin embargo, la posibilidad de que los directores verdaderamente crean que lo suyo es otra cosa. O puede que como turistas del género, genuinamente curiosos pero algo novatos, se sientan inseguros de ser encerrados en una categoría de la que igual no dominan todos sus códigos.

Longlegs: preciosa fotografía, preciosos encuadres, tremendo truño sin sentido

Por supuesto, nadie llama a sus películas ‘elevated horror’ porque ni el más inepto de los directores o publicistas es tan gilipollas. La categoría nace de fuera para designar un puñado de películas con una estética determinada, pretendidamente intelectual, con «mensaje», tipo It Follows (2014), The Babadook (2014, caramba), o Get Out (2017). Como categoría es escurridiza y al final reúne a su alrededor una constelación de estilos que abarcan desde la lentitud y la ausencia de sustos abruptos (A Quiet Place, 2018) a películas donde predomina la atmósfera (The VVitch, 2017). Películas de las que, por su estética austera y nada excesiva, la crítica destaca (jerárquicamente) que «trascienden el género»: nada middlebrow, muy highbrow (to hell) (perdon’t). La etiqueta se arma de todo aquello que no es, no de aquello que es. En ese sentido, si no consideramos que la etiqueta tiene una carga histórica surgida de un contexto (películas de los dosmiles), la podríamos aplicar retroactivamente a películas como Rosemary’s Baby (1968) o The Wicker Man (1973). Y tendríamos un problema. Cualquier artefacto con una metáfora y un afecto (o sensación, emoción) predominante, que se cuece a fuego lento, huye de lo abyecto, que lo vertebra todo y desemboca en la locura sería ‘elevated horror’, desde Repulsion (1965) a tu puto doctorado.

Herditary, avísame cuando sepas qué quieres ser de mayor

Por acotar un poco la definición, en esas películas predomina la alegoría; se podría incluso decir que la alegoría precede a la película. Una se puede imaginar cómo alguien se sienta y dice: quiero hacer una película sobre [idea/concepto]… y con eso en mente se monta todo lo demás. Los sustos, las situaciones, los personajes… todo tiene que estar al servicio de la alegoría. En otras películas, esas lecturas surgen a posteriori, de forma «orgánica». George A. Romero dice que nunca pretendió que La noche de los muertos vivientes fuese una película sobre el racismo, o sobre la guerra de Vietnam, sino que ese significado se lo da la crítica (profesional o no)2. Él quería contar una historia de zombis. Esas lecturas son posibles y, además, no se cancelan entre sí, pero surgen de las ansiedades sociales soterradas en el momento de la creación de la obra y de las que el autor o autora no es consciente (o diga que no lo es para perpetuar el misterio). Por el contrario, es difícil ver Get Out sin leerla como una alegoría sobre el racismo en EE UU y no cualquier otra cosa porque todos los elementos están al servicio de esa lectura. Personalmente, aunque las alegorías en el arte cuentan con sus críticos, no tengo nada en contra de eso, si está bien hecho. Get Out me parece una película fantástica, donde además se pasa miedo (no como insinúa el autor del artículo, que asegura que no da miedo) y no me parece que sea una película que se esconda de los tropos del género, sino que los celebra: hay algo decididamente lúdico en la película, pero Jordan Peele ha visto terror y ha pensado en qué significa consumir un género hasta hace poco muy blanco, creado para blancos (esta lectura es más visible en Us, de todos modos). Siempre me ha atraído especialmente un tipo de terror que esconde más de lo que enseña, donde predomina una atmósfera opresiva y amenazante, con o sin alusiones a lo sobrenatural y en la que no hace falta enseñar hasta las bragas del monstruo3 porque el monstruo no tiene cara. Es un gusto, no un dogma. Es una parte fundamental de lo que me atrae hacia el género, pero también he disfrutado muchísimo todas las de Ti West, con su amoralidad y regodeo en lo camp (Maxxxine, por ejemplo). Y, sin embargo, no me gustó demasiado Hereditary4.

Leer el género fantástico como una metáfora social es algo que la crítica ha hecho desde que se instauró la crítica como institución. Puede que la propia crítica haya pretendido dignificar el terror argumentando, por ejemplo, que Halloween no es un slasher «sin más», sino que nos habla de la ansiedad de la clase media blanca que habita los suburbios en EE UU, de lo utopía de unos que es la distopía de muchos, y por eso merece la pena ser estudiado y, así sí, canonizado. Quizá sea ese «sin más» el que resuena en la etiqueta de ‘elevated horror’ (o, como también se le ha llamado, ‘post-horror’, ‘smart horror’…): la necesidad de dignificar un género asociado al consumo de masas como algo más, es decir, como arte.

Un sex symbol de la época

En todo eso pensaba cuando veía The Addiction (1995) de Abel Ferrara, sobre todo si lo comparaba con Horror of Dracula (Terence Fisher, 1957), una película de la Hammer destinada a ser consumida como entretenimiento. Con esta última hay que hacer un ejercicio de arqueología para entender por qué un crítico del diario The Spectator casi la consideraba porno porque ver un primer plano de un vampiro (Christopher Lee, ni más ni menos) chupando la sangre del cuello de su víctima, con los labios y los dientes manchados de rojo no era su idea de una velada feliz. Christopher Lee traía la sensualidad y el erotismo animal al vampiro que no tenía el Drácula de Lugosi. Es el aristócrata depravado que conquista a las damas de clase media y se las roba a sus presuntuosos, estirados y estrechos maridos. En ese sentido, se rescata de la novela ese subtexto del vampirismo como perturbador de los valores de la familia victoriana. Cada vez que Mina imploraba que le dejasen las ventanas abiertas para que pudiese entrar el vampiro me era imposible no pensar en aquello de «tienen que buscar fuera lo que no les dan en casa». El Arthur intepretado por Michael Gough se pasa más tiempo que nadie en toda la película siendo la auténtica damisela en apuros, perdido, indefenso y asustado, y el Van Helsing de Peter Cushing, con su fría ciencia, tiene los labios fruncidos de estar chupando un limón.

«¿Qué ha visto en el Drácula ese que no tenga yo?» (Michael Gough como Arthur, aka la damisela en apuros)

El vampiro se quitaba el corsé del código Hays5 (ese listado que censuraba cualquier obscenidad en el cine, desde la vestimenta a los insultos procaces, en aras de la moral), ya no solo con la introducción del color (que tiene un efecto extraño en la película, pues trata de evocar realismo y sin embargo le da a la cinta una cualidad irreal, casi de ensoñación), sino con el tono libidinal de las acciones de los personajes. Por supuesto, esa animalidad que Drácula despierta en las mujeres tiene que ser reprimida y castigada, las mujeres devueltas a la castidad, porque si algo es Drácula es una lucha patriarcal por el poder de las mujeres. Todo esto, eso sí, bien empaquetado para (casi) todos los públicos, con un monstruo y unos tropos del género bien discernibles.

Vuelve a tu féretro y deja los tocamientos, perra (Peter Cushing, mirada fría, labios apretados, como Van Helsing)

En el caso de The Addiction el vampiro es otra cosa. Incluso más que con el terror elevado, aquí el vampirismo es una larga y extendida metáfora que la película no para de recordarte, por si se te olvida con el hecho de que la protagonista, y vampira a los cinco minutos, es una estudiante de Filosofía que está haciendo el doctorado. Es una película de teoría-ficción que usa la figura del vampiro para hablar de temas como el mal (en forma de Holocausto, los crímenes de guerra), la violencia, el angst existencial, la culpa, la adicción, el contagio, los estragos del capitalismo y del imperialismo. Estamos en 1995, la época del grunge, una época sucia de la que nos quedan solo recuerdos turbios, oscuros y tenebrosos, como la propia película. Impera la incertidumbre, la inestabilidad. Estos son vampiros posmodernos que visten de negro, mencionan a Nietzsche entre dientes (estoy que me salgo con las bromas) y pontifican sobre la voluntad y el libre albedrío en un estilo que en mi cabeza no dejaba de evocar aquello que decía Rick Roderick sobre el efecto Nietzsche y la Übermensch Wagon:

I am a child of the sixties, so I am very familiar with the so-called “Nietzsche Effect.” And that’s the effect that Nietzsche has on adolescent young males who read him for the first time. . . and begin to name their cars “Übermensch-wagons” and begin to quote Nietzsche in order to date women who dress in black, as I am dressed today.

Súbete a mi ranchera Superhombre y vámonos por la carretera, ramera

Obviando el encuentro con un vampiro llamado Peina (Christopher Walken), con siglos de experiencia viviendo «más allá del bien y del mal» (así lo enuncia), o un aforismo inventado que podría haber salido de la boca del filósofo alemán («la medicina no es más que una metáfora extendida de la omnipotencia»), el mayor «efecto Nietzsche» de la película es cuando, tras recibir el título de doctorado, Kathy, la protagonista decide reunir en su casa a la nata intelectual de la universidad junto con los demás vampiros posmodernos y, anunciando lo que está a punto de acontencer con un «ahora voy a hacer una demostración de lo que he aprendido estos años», convierte la celebración del conocimiento en una orgía perversa de destrucción que tiene ecos del Saló de Passolini6. Una performance de filosofía nihilista, el baile de los vampiros de los fondos bajos de Nueva York. La película no se compromete tampoco con ninguna «filosofía»: a veces parece que el vampiro es la figura que rompe con las convenciones burguesas, otras es una figura totalitaria y fascista. El vampirismo aquí retoma esa eseencia proteica para ser, todo a un tiempo, una exploración de la maldad humana, la hipocresía, el cinismo, la libertad radical, el existencialismo (todos los encuentros vampíricos empiezan con un «dime que me vaya como si de verdad lo quisieses», pero el vampiro no tarda en culpar a la víctima insinuando que en realidad no quiere, que es demasiado blanda). Los humanos somos yonquis del mal, aquí no hay nada romántico ni aristocrático y Peina hasta le dice a Kathy para bajarle los humos del superhombre que se le estaban poniendo que el aliento le huele que da asco. No es que las asociaciones le sean impuestas ad hoc a la figura del vampiro, todas están ahí casi ya desde el vampiro de Polidori, pero en esta película importa más el concepto que seguir las convenciones de un género.

Vampira, te apesta el pozo

Pensando en otras películas de terror de los 90, sobre todo comparadas con el terror de los 70 y 80, tienen ese carácter cerebral (o intelectual) del que se acusa (o se ensalza, según qué espectador) al ‘elevated horror’ de ahora. Estamos en la década de Scream (1996), The Blair Witch Project (1999), o películas a caballo entre el thriller y el terror como El silencio de los corderos (1991)7. Es la época de películas de terror que no quieren ser llamadas terror, la época del smart cinema8, de películas como Happiness (1998). El género™ estaba en la televisión, en Expediente X, que en su primera temporada traía cada semana un monstruo clásico (vampiros, hombres lobo, súcubos, mutantes) a las casas de los espectadores. El terror en el cine parecía tender hacia lo autorreflexivo, al tiempo que, a juzgar por The Addiction, rechaza el intelectualismo académico como una falsa búsqueda de conocimiento. Si hubiera que buscar antecedentes a esetipodehorrorquenopuedesernombrado de la década pasada en los dosmiles, quizá los encontremos en esta veta de cine de los 90, oportunamente contagiada por un estilo cinematográfico presente en otras películas de la época. Lo que desde luego no es la película de Ferrara es una alegoría. Hay una metáfora extendida, sí, pero estalla en varias direcciones. ¿Qué cual es el mensaje? Me imagino a Ferrara diciendo «conque estás buscando un mensaje, ¿eh, gilipollas?».

Y ahora os dejo, que tengo que ver la siguiente y se me acumula el trabajo.

¡Soy un fantasma porque llevo sábana! A Ghost Story (2017): post-terror o lo que sea, pero podría ser portada de post-punk o de un disco de Have a Nice Life
  1. Ari Aster con todas sus películas ↩︎
  2. Todo esto me ha recordado a la cita apócrifa aquella, atribuida a gente desde Robert Browning a Hegel: cuentan que Elizabeth Barrett le preguntó a Robert Browning sobre el significado de un pasaje en uno de sus poemas, a lo que Browning respondió «bueno, señorita Barrett, cuando escribí ese pasaje solo Dios y yo sabíamos qué quería decir; ahora [después de la crítica] solo lo sabe Dios». ↩︎
  3. Esto es casi una broma privada entre Costillo y yo, que no sé cómo un día entramos al cine a ver Mamá (Andrés Muschietti, 2013), cuyo papelito promocional tenía una entrevista con el directr donde aseguraba que «no querían enseñar mucho al monstruo». La película nos lo enseñó de todas las formas posibles y salimos diciendo que les había faltado ponerle un primer plano de las bragas. ↩︎
  4. Probablemente este sea el punto en el que estemos más de acuerdo el autor del artículo y yo: Ari Aster te la vende como una película sobre el trauma (yet again), pero en realidad esa parte emocional de la película es bastante de cartón piedra, un prop absurdo, y el director ni se la cree en realidad, porque luego te dice que esto no es un drama familiar sino otra conspiración satánica de medio pelo. La película no sabe qué quiere contar. ↩︎
  5. El Drácula de Todd Browning es de la era pre-código, pero aun así no se ve nada voluptuoso, ni en sus ademanes ni en las tres vampiras, que son más etéreas que carnales. ↩︎
  6. No la he visto porque no creo que pudiera soportarlo, pero la escena me recordó a lo que he leído y me han contado de esa película ↩︎
  7. ¿Que por qué algunas películas las pongo en inglés y otras en español? No lo sé. ↩︎
  8. El término ‘smart cinema’ fue acuñado por el crítico Jeffrey Sconce para designar una suerte de sensibilidad que veía compartida en un corpus de películas que crítica y público contraponían invariablemente al mercado del Hollywood comercial. Esa sensibilidad, decía, privilegiaba la ironía, el humor negro, el fatalismo y el relativismo. ¿Ejemplos que pone? Welcome to the Dollhouse (1995), Magnolia (1998), la propia Happiness (1998) antes mencionada. Los 90, vaya. ↩︎

Hasta el toto de la «salud mental»

Sí, la verdad. Estoy hasta el toto de la «salud mental».

Empezar así parece una de esas declaraciones incendiarias del enfant terrible de los suplementos de cultura de cualquier semanal diseñadas para captar la atención por medio de la provocación. Y en parte, no os voy a engañar, quiero llamar la atención, pero lo mío no es provocar. Es que de verdad hasta el toto es del concepto «salud mental». Me exaspera, me llevan los demonios.

En un intento de impulsar mi vida cultural, me apunté a un taller de lectura que, se supone, iba del binomio mujeres y locura en la literatura. No «mujeres y salud mental», lo ponía muy claro en el título, sino mujeres y locura. Sin embargo, cuál no sería mi asombro cuando en la primera sesión apenas se pronunció la palabra «locura» y, en un determinado momento, el ponente que hacía las veces de moderador dijo algo así como: «sí, esta novela es muy interesante para hablar de cosas de… eh… salud mental». El titubeo ya es bastante revelador porque, en primer lugar, por más que hablemos de salud mental en realidad no sabemos de qué estamos hablando y tropezamos conlas palabras y, en segundo lugar, indica que estamos ante una expresión eufemística que oscurece el significado más que iluminarlo. Sabemos que en el lenguaje clínico la «locura» es un término cuestionado, pero tiene una dimensión estética a la que entiendo que se refiere el curso. Y sin embargo apenas nadie se atrevió a hablar de locura porque, bueno, nos da palo. La expresión es eufemística porque busca no estigmatizar, aunque acabe haciéndolo, y porque lucha por encontrar el término opuesto a la salud cuando hablamos de sufrimiento psíquico. El resultado es que las cosas que ilumina son una serie de malestares fáciles de digerir en el discurso público mayoritario, como lo son ahora la ansiedad y la depresión, pero oscurece cualquier otro padecimiento que no entre dentro de lo fácilmente digerible, como la psicosis, la esquizofrenia. Es un término, no sé cómo decirlo, muy clase media, con su moral de clase media.

Hablamos de «salud mental» incluso para referirnos a lo que creemos lo contrario con rodeos como «problemas de salud mental» porque no podemos hablar de «enfermedad», dado que no estamos en el paradigma biomédico. «Trastorno» es el término clínico empleado en los manuales diagnósticos, pero también nos suena estigmatizante o no queremos emplear el término para no refrendar el discurso psiquiátrico. A veces, hablamos incluso de «problemas de salud mental» para cosas que no son o no tendrían que ser «problemáticas», en un sentido cercano a lo patológico, si se quiere, y así metemos emociones que creemos negativas, neutras o positivas en un cóctel de consejos sobre cómo vivir. Ahí, el término «salud mental» está más cerca de la moral que de cualquier cosa relacionada con la salud o la enfermedad. Es más, la invocación al eufemismo de la salud mental se suele hacer en contextos en los que no se entiende la forma que otras personas tienen de vivir, infiriendo que si Pepita hace tal cosa (desde, yo qué sé, el culturismo al BDSM) es porque tiene que tener problemas de salud mental. «Eso no puede ser bueno para la salud mental», decimos, porque no queremos reprobar directamente a nadie y llamar «degenerada» a la gente queda un poco desfasado en este siglo, y nosotras ante todo somos muy modernas. Y, sin embargo, todo esto es muy como de los famosos otros victorianos de Foucault. También nos vale como justificación de nuestras acciones. Apelamos a la «salud mental» cuando nos tomamos un descanso o decidimos dejar una relación cuando los descansos y las relaciones forman parte de nuestra vida ética tanto como de nuestra vida psicológica. Lo hacemos porque, en el discurso mayoritario, no puedes estar en contra de la salud mental porque es el equivalente contemporáneo al «quién piensa en los niños». Así que, apelando al concepto «salud mental», esperamos justificar nuestras elecciones ante los demás con el sello aprobatoria de las autoridades en salud mental. En ese contexto, cuando apelamos a la salud mental estamos apelando a un discurso de autoridad que nos dé permiso sobre cómo vivir. Sin embargo, psicologizando las acciones les privamos de esas otras dimensiones éticas y políticas que conforman nuestras vidas.

Lo que nos han enseñado las teóricas de lo afectivo es que las emociones negativas (esos “ugly feelings” que describe Ngai1) tienen cabida en nuestras vidas y, además, son productivos, en lo individual y en lo colectivo, en lo personal y en lo político. Dedicarse a un proyecto creativo que nos enciende el alma puede ponernos al borde de la locura; forjar relaciones profundas con los demás es una tarea muchas veces incómoda y desagradable; los lazos políticos ponen a prueba nuestro bienestar. Muchas de las cosas que hacemos pueden ir en contra de la «salud mental» y aun así ser enriquecedoras y gratificantes. Y, a veces lo que parece positivo y alineado con la «salud mental», como perseguir la felicidad, esconde regalos envenenados y quedamos atrapadas en el optimismo cruel2. Las personas cabreadas (muchas de ellas, las personas situadas en los márgenes, como las personas queer, racializadas, las psiquiatrizadas, discas o migrantes), no lo están muchas veces por patologías psíquicas, sino por heridas sociales y violencias sistémicas. Lee Edelman vino a decir que él no pensaba en los niños porque pensar en los niños suponía seguir aceptando un marco político conservador que garantizase como fuese la heterosexualidad en virtud de capacidad reproductiva3.

Volviendo a la relación entre moral y salud mental, resulta curioso que persistan estas asociaciones, que, por supuesto, no son nuevas: desde las histéricas que no se ajustaban a la sociedad patriarcal hasta nuestros días. El término salud mental tiene una historia que comienza con el movimiento de «higiene mental», un movimiento que empezó con ideas reformistas de los manicomios, pero que sutilmente venía a sugerir que las personas con enfermedades mentales eran sucias y que tenían que limpiarse por medio de determinadas prácticas sociales y privadas; un movimiento, por cierto, con fuertes conexiones con la eugenesia, especialmente la social en aras de la «prevención», porque lo de la limpieza ya se sabe. Los participantes de las propuestas reformistas del movimiento de «higiene mental» fueron los primeros en usar el término «salud mental» enfocándonse en los «maladaptados» para que pudieran corregir sus conductas antes de que la enfermedad mental se desarrollara y asentara y fuera incorregible. Estar sanos, tener buena salud mental, era estar «adaptados» al sistema (del trabajo, de las condiciones de vida). El foco, entonces, no estaba en lo patológico, sino en lo prepatológico, donde emociones y conductas no patológicas tenían que ser observadas por si acaso. ¿Las conductas, o mejor dicho, actitudes sospechosas? La maladaptación, por supuesto, pero también la infelicidad, la ineficiencia, la incompetencia y la conducta antisocial, muy especialmente en la infancia4. Es curioso pensar que la aparición de la salud mental estaba ya desde sus inicios asociada a la sospecha.

Que «salud mental» es un término poco claro tampoco es una reflexión novedosa, porque casi desde su institucionalización hubo voces que se hicieron eco de este significado ambiguo5. Ahora que se ha popularizado tras su difusión, quería recalcar ese carácter eufemístico, moralizante y alterizador que conserva y que incluso se ha recrudecido. No nos damos cuenta de que usando un eufemismo estamos arrinconando experiencias con las que no nos sentimos cómodas, quizá en parte por ese carácter moral que ha adquirido el eufemismo, pero al final este tipo de discursos terminan en lo que Grey llama una «alterización benevolente»6. La benevolencia es una actitud condescendiente hacia el otro que, dentro de este discurso, no puede abandonar la posición de otro (el rarito, el extraño). Me parece positivo que se hable de la dimensión psicológica de nuestras vidas, de nuestras alegrías y de nuestros padeceres, de nuestros afectos y desafectos. Es comprensible que dudemos con el lenguaje relacionado con el sufrimiento, especialmente aquel que nos es ajeno. Pero usar «salud menta» como un cajón de sastre en el que todo cabe no es una estrategia política eficaz y sería positivo articular otros discursos que nos permitan hablar del otro sin estigmatizarlo, ni patologizarlo, ni invisibizarlo.

  1. Ngai, Sianne. Ugly Feelings. 1st paperback edition, Harvard University Press, 2007. ↩︎
  2. Berlant, Lauren, y Hugo Salas. El Optimismo Cruel. 1a. edición, Caja Negra, 2020. ↩︎
  3. En una nota muy personal, creo que esto es a lo que se refería mi profesor de antropología cuando decía que «no todos los maricones queremos la casa con niño y perrito». Es decir, el maricón (Edelman no habla de sujetos mujeres) es aceptado en tanto que reproduzca las estructuras sociales de casa con niño y perrito porque decirle que no a los niños es decirle que no al futuro. Edelman, Lee. No Future : Queer Theory and the Death Drive. Duke University Press, 2004. ↩︎
  4. Los libros de Nikolas Rose son muy buenos para entende estas ideas. Ver, por ejemplo: Rose, Nikolas. Governing the Soul : The Shaping of the Private Self. Routledge, 1991. Rose, Nikolas S. Inventing Our Selves : Psychology, Power, and Personhood. 1st paperback ed, Cambridge University Press, 1998. ↩︎
  5. Ya en 1958, se relató que «difícilmente encontremos un término dentro del pensamiento psicológico actual tan impreciso, elusivo y ambiguo como el término “salud mental”». Y más adelante, el autor opinaba que la salud mental corría el riesgo de «convertise en un movimiento popular que vive de eslóganes y presente diez reglas fáciles para vivir mentalmente saludables para siempre» [mi traducción]. Citado en Roberts-Pedersen, Elizabeth. Making Mental Health : A Critical History. Routledge, 2024. ↩︎
  6. Flick Grey, ‘Benevolent Othering: Speaking Positively about Mental
    Health Service Users’, Philosophy, Psychiatry & Psychology 23 (2016): 241–51. ↩︎

Lo acogedor, lo cuqui, lo reconfortante

Durante un tiempo que estuve bastante deprimida, hace unos años, pasé bastantes horas jugando a House of the Dead: Overkill, disparando zombis sin pensar, viendo Juego de tronos, un episodio detrás de otro. Ahora, cuando estoy triste o cansada, me ha dado por ver series de crímenes británicas de estas que podrían llamarse “cosy mysteries”, o “cosy crimes” o, simplemente, “cosies”. En realidad, esta es una categoría tan difusa que no es fácil saber qué podría o no entrar, pero bueno, series de detectives poco truculentas.

Qué me pongo depende del estado de ánimo. Por ejemplo, en las últimas semanas, cuando mi estado era de tristeza o cansancio, privilegiaba Shetland, una serie escocesa basada en las novelas de Ann Cleeves, de un policía caracterizado como buena gente que persigue crímenes locales sin llevar pistola y con empatía por (según qué) criminal. Muchos de estos criminales no son la encarnación de la maldad, sino un pobre hombre o una pobre mujer que, de repente, por alguna cuestión banal, matan a alguien. Cada crimen, pausado, eran dos episodios, al menos en la primera temporada. Luego la serie se vino arriba y abandonó un poco ese tono local para buscar historias más grandilocuentes entre el tráfico de drogas y de personas. No sé si contaría como cosy, ni siquiera en la primera temporada, si nos atenemos a la definición que da la Wikipedia, que nos dice que los detectives de los cosies son amateurs. En cambio, cuando me sentía con un poco más de vida, me ponía Sherwood, también británica, pero que nada tiene que ver con la anterior en fondo y en forma, pues el trasfondo de la serie es el legado perverso dejado por Thatcher y su desmantelación de sindicatos en la huelga de los mineros en Yorkshire. Si la primera es cosy, o se le acerca, la segunda es más lo siniestro de Freud.

La casita junto al mar del inspector Pérez: a quién no le va a gustar

La casita junto al mar del inspector Pérez: a quién no le va a gustar

El caso, estaba pensando hoy durante el insomnio, es que estas ficciones reconfortantes, el videojuego de House of the Dead: Overkill y Juego de tronos (al igual que The Expanse, que también me he apretado últimamente) comparten todas unos rasgos comunes: el carácter formulaico, la repetición, el hábito. Unas se prestan más que otras a darle la vueltecita de tuerca a la fórmula, pero la fórmula para generar satisfacción tiene que ser reconocida. Y si atendemos solo a lo formal, esa es una de las razones que las hacen reconfortantes: la familiaridad. El cosy alude a lo hogareño, pero también al cuidado y, en cierto modo, lo maternal. La etimología no está clara, pero uno de los orígenes propuestos es el kōsa del alto alemán antiguo, emparentado con el alemán kosen: acariciar, o cuddle, en inglés. Los cariñitos, los arrumacos. Así, estos géneros nos infantilizan, nos devuelven al seno materno, donde nos sentimos protegidos y cuidados y su familiaridad nos da la confianza de que podemos repetir y volver siempre como a la casa-refugio. Son unas tiritas terapéuticas porque los asociamos con el cuidado, no porque nos curen. Y como tiritas hay que usarlos, porque por más placer que encontremos en la repetición, como el niño que pide que le cuenten la misma historia una y otra vez, la reproducción automática de la plataforma nos puede llevar de la repetición acogedora a la compulsión pesadillesca sin que nos demos cuenta. Pero por solo unas horas escapamos del bosque del sinsentido y volvemos a ser un poco niños en la casita de juguete donde nos espera la madre arquetípica que nunca tuvimos.

Hay algo femenino (un femenino burgués y acomodado, sin duda, no en vano la tatarabuela de todo esto es Agatha Christie) en los cosies, sobre todo si los comparamos con los hard-boiled. Una de las características del cozy es que la violencia y el sexo, de haberlos, nunca aparecen en pantalla y si acaso son un rumor lejano. Son como la abuelita que lo mismo te hornea unas galletas, te teje una bufanda o te resuelve un crimen. De hecho, escribiendo esto me entero de que hay una serie que se titula Murder, She Baked. Los crímenes, debidamente higienizados, son ese acontecimiento peculiar que rompe la apacible monotonía del lugar, una pequeña extravagancia que entretiene por un tiempo al detective diletante, pero que, una vez resueltos, no perturban el orden de la comunidad. El ambiente es más nostálgico que utópico, con su visión pastoral del mundo. El tono emocional es de apacible felicidad, nada estridente, el lugar tranquilo (sin monstruos con capacidades auditivas sobrenaturales) donde te gustaría vivir. Si buscamos en la ficción lo que no tenemos en casa, los cosies quizá no marcan la hoja de ruta de lo que construir, pero dicen mucho de las heridas del mundo capitalista.

Lo amas y lo odias

Mientras pensaba en lo cosy me acordaba de otra categoría que ha sido estudiada recientemente: la de lo cuqui (o lo lindo, o lo “mono”, según se traduzca el cute), recientemente por Simone May (El poder de lo cuqui) y Sianne Ngai (Our Aesthetic Categories). Tanto lo cuqui como lo cosy comparten el aura de domesticidad y, en cierto modo, de pequeñez y sentimentalidad. Esas ganas que te entran de lanzar hipocorísticos o hablar con diminutivos ante lo cuqui y, quizá un poco menos, lo cosy. Lo cosy evoca fantasías de la infancia en tanto que lugar de refugio, pero no es infantil en su diseño, sino maternal. Lo cute (cuya etimología viene de acute tras haber perdido la a, pero que cambió de significado en el siglo XIX de ser algo bonito a las emociones placenteras que se derivan de los rasgos asociados a lo joven) se proyecta “peluchísticamente” en bebés, gatitos y otras cosas redonditas y chiquititas; también se conecta con lo infantil, pero el objeto cuqui sugiere indefensión de una forma más siniestra: la vulnerabilidad activa el deseo de proteger o de destruir. Como a Baby Yoda. Aunque lo relacionado con lo doméstico pueda evocar secretos ocultos, hay una ambivalencia en lo cute que no parece haber en lo cozy: decirle a alguien que es muy mono puede ser un cumplido o el insulto definitivo.

Así que una llega a casa cansada, o triste, o con una emoción indefinida que busca consuelo y echa mano de la ficción. Los géneros llevan asociadas unas expectativas emocionales. Como dice Laurent Berlant, ponerse a leer (o a ver una película, o una serie) es estar a la expectativa de qué forma tomará aquello que tenemos entre manos. Cuando empiezas algo, ese algo (perdón por la obviedad) no está acabado, así que yo espero y deseo encontrarme lo conocido, ese repetición reconfortante que me asegura que hay un orden en el mundo, que hay un sentido, pero siempre aguarda la sorpresa mientras la forma concreta se va desplegando ante mis ojos. Las resonancias afectivas de categorías como lo cosy se van activando entre un crimen inesperado y el siguiente. Hay veces que, aburrida, simplemente dejo la serie de fondo, como un decorado, mientras pienso en otras cosas. Pero los ecos de los afectos que pensaba que necesitaba perduran un poquito más hasta que se desvanecen.

Decrecimiento personal

El otro día cumplí años, así que me puse a pensar en la muerte. Creo que oficialmente he vivido ya más años de los que me quedan por vivir. He traspasado la línea de la mitad del camino de mi vida. Pensar en la muerte implica pensar qué quieres hacer con la vida. Porque pensar en la muerte equivale a pensar en la finitud de la vida. Que piense en la muerte no significa que me ponga a imaginar escenas truculentas sobre cómo morir que podrían abrir cualquier episodio de A dos metros bajo tierra o que esté todo el día rumiando sobre sucesos mórbidos y enfermedades, que me aterran. Significa acercarme al hecho de que nuestra vida es finita (no hay un juego de palabras intencionado aquí, pero es gracioso que también lo sea en la otra acepción de ser delgada), que es algo milagroso y efímero, que estamos aquí y mañana no estamos, que no podemos detener el paso del tiempo. Sé que hay gente a la que pensar en esto les da ansiedad, pero a mí, aunque me da muchísimo vértigo, me libera. Para algunos, pararse a pensar cómo quieres que sea tu vida una vez superada esa mitad simbólica se asemeja mucho a ese concepto de la crisis de la mediana edad, pero no creo que esté pasando una crisis de la mediana edad. En primer lugar, porque vivo en crisis desde que descubrí de pequeña que era un yo y no un otro, y en segundo lugar porque las las crisis de la mediana edad nos suenan, colectivamente, a una huida hacia adelante, una negación apresurada del hecho de que vamos a morir, así que lo dejamos todo, nos compramos una moto y damos la vuelta al mundo, o nos apuntamos a triatlones abandonando todo lo que fuimos antes. En esta caricatura que tenemos como sociedad de lo que es una crisis de mediana edad hay mucho de edadismo (el hecho de que personas de cierta edad que no deberían hacer según qué cosas «de jóvenes»), pero también la intuición de que hay formas infantiles de escapar sin mirar atrás de nuestra realidad más humana.

Siempre he tenido una mala relación con el tiempo y probablemente esta sea la principal causa de mi ansiedad. Vivo con ansiedad el tictac del paso del tiempo como lo debieron sentir los primeros ciudadanos que fueron testigos del invento de los relojes, oigo cómo discurre acompasadamente día a día, hora a hora, tratando de dominarlo semana a semana, bajando los brazos un lunes a las cuatro de la tarde porque ya se fue el día, pero volviendo a querer dominarlo el martes por la mañana. Vivo con angustia el saber que vivir es elegir, que nunca tendré tiempo de hacer todo lo que quiero y que el tiempo no es una cosa que se pueda recuperar porque nunca fue una posesión que tuve y perdí. O podría decir que es así como lo vivía, en pasado, porque estoy sanando mi relación con el tiempo y, por tanto, con la vida, con esta vida humana y mortal. Creo que nunca la sanaré por completo y siempre quedará un poso de desasosiego cuando tenga que elegir entre dos cosas que me gustaría hacer, abrumada por el peso de la decisión y queriendo mantener ese limbo del titubeo lo máximo posible para no afrontar las consecuencias (siempre más definitivas y terribles en mi imaginación) de la decisión. Pero ahora sé, ay, sé, que demasiado tiempo viví con la insana inquietud de revolverme por estar haciendo algo cuando podría hacer otra cosa y que esa no es la forma de pasar la vida. Daba igual lo que hiciera y cuánto me gustase aquello que estuviese haciendo, siempre quería escapar del presente y estar en otra parte. Muy probablemente porque nunca he querido ser yo, sino otra persona, una persona mejor, más merecedora de lo que sea que mereciese una persona. Siempre quería hacer aquello que no estuviese haciendo porque es una forma de escapar de una misma. La aparición de las redes sociales lo empeoró todo porque de repente cada vez había más gente haciendo cosas, modelos de personas, seguro que todas mejores que yo haciendo mejores cosas de las que yo hacía o podía hacer, de repente a golpe de clic el mundo se presentaba ante ti con esa engañosa apariencia de posibilidades infinitas que podrías tener si tan solo te organizaras mejor…

Ahora entiendo que aquello, aparte de ser una forma turbia y turbulenta de vivir, significaba que no estaba aceptando mi propia finitud, que era un «ser para la muerte». Querer hacerlo todo y no hacer nada, mejor dicho, no comprometerse con nada de verdad, era una forma de vivir en una ilusión de infinitud y control, pero a fin de cuentas más angustiosa. Vivir, vivir con cierta presencia e intención, es elegir. Esto ahora y quizá luego eso otro, y tolerar la incertidumbre de que quizá no haya un luego. Ahora estoy tratando de sustituir el FOMO (fear of missing out) por el JOMO (el joy of missing out). El saber que no lo puedo hacer todo, que siempre, a cada exhalación está ocurriendo algo interesante en el mundo que me perderé porque soy finita, pero que he elegido hacer otra cosa que me alegra el corazón y es importante para mí.

Sin embargo, no siempre vivía o he vivido así. Algo en mi forma de relacionarme con el tiempo cambiaba cada vez que me iba de vacaciones. Cierto es que el tiempo de vacaciones es, si se quiere, un tiempo fuera del tiempo, una suerte de tiempo irreal en el que ya no es solo que tengas más libertad para elegir porque no estás atado a los turnos del trabajo, sino que parece un paréntesis o una nota al pie en los ritmos de tu propia vida. Pero de vacaciones nunca he tenido prisa, ni angustia por elegir, he aceptado con paz y agrado que es imposible verlo todo, que si decido ir a un sitio no puedo estar en otro, y que no tiene sentido correr y huir hacia adelante para poner una muesca haber pisado un lugar para hacerse la foto y marcar la casilla de completado, como si esa muesca significase algo. No siento que tenga que llenar mi tiempo de actividades o listas de tareas para dar sentido a mi vida. Aunque disfrute planeando viajes, investigando maravillas que podría visitar, una vez en camino disfruto de ese camino y nunca me puede la ansiedad de tener que verlo todo, de dar la vuelta completa y, cuando se trata de elegir, elijo sin angustia y hasta con una sonrisa melancólica, aceptando que ese otro sitio que no voy a ver, seguirá allí sin mí y que es maravilloso que exista aunque yo no vaya a verlo nunca. De vacaciones, puedo elegir, puedo aceptar la finitud de mi existencia en comparación con la aparente infinitud del mundo que me rodea, me levanto y en cierto modo fluyo con los ritmos del sol y de la luna. En mis últimas vacaciones, en Galicia, con mi familia, he salido a pasear y he leído, he dado caminatas por el monte y he charlado con mis amigos, no he hecho mucho más y nunca he sentido que estuviese «perdiendo el tiempo», aunque me reía con la certeza de que para muchas personas aquello sería malgastar las vacaciones. ¡Qué aburrida, habiendo tantas cosas por hacer…!

Entonces, pensaba, si no se trataba solo del hecho de que en vacaciones tengo más tiempo (siendo, de nuevo, una expresión torpe pero reveladora de cómo concebimos el tiempo, como una cosa que se tiene y no una cosa que se es), había esperanza para mí y no estaba condenada a vivir así. No era por el entorno, «vacaciones», que yo podía vivir con tranquilidad las elecciones que se toman de vacaciones, sino por cómo me relacionaba yo con ese entorno cuando no estaba en la rueda de «ser alguien», o «acumular experiencias» o «fabricar recuerdos», como llaman por ahí al hecho de vivir, haciendo de la vida una cartera de inversiones con retorno que nos haga creer que tenemos algún control sobre las cosas. Volver a Madrid, sin duda, me volvió a provocar ansiedad porque aquí no despierto con el sonido de los pájaros y las olas del mar cercanas sino con las obras que levantan mi calle. Porque para escapar del calor vivo encerrada y a oscuras, los paseos matutinos y vespertinos no son tan agradables y pueden ocurrir en franjas temporales estrechas, por lo que mi cuerpo ya no entiende de ritmos circadianos y se rompe el sueño. Porque paso más tiempo sola en lugar de saber que a dos pasos hay una comunidad cercana que estará ahí si la necesito. Pero dentro de esa realidad, para mí triste, hay algo que puedo hacer para relacionarme mejor con el tiempo, limitadísimo, del que dispongo que no tiene nada que ver con querer hacerlo todo sin comprometerme con nada. Con elegir, con júbilo, pasar tres horas leyendo en lugar de ver la serie de la que todo el mundo habla. De decidir que, si quiero una vida tranquila, no voy a hacer ese curso que tanto me llama porque ya tengo bastante con un solo proyecto. Que no pasa nada si no tengo una carrera profesional y me «conformo» con existir. Que puedo aceptar que nunca seré Alguien, escritora, o académica con una voz respetada en el ágora pública, pero escribir estas palabras que leerán cuatro o cinco personas es algo que (me) importa y me ancla a la vida, resuena como un acto que tiene importancia para mí. Que no pasará nada si no aprendo sueco y solo hablo, mejor o peor, dos idiomas aparte del mío. Que no pasará nada si jamás veo una aurora boreal y que puedo sonreír sabiendo que las auroras boreales seguirán existiendo mucho tiempo después de que yo no esté.

Por eso llamo a esta fase de mi vida, que se viene fraguando unos cuantos años, la de decrecimiento personal, pues implica desprenderme de lastres de los pesos que yo me he puesto por creencias dañinas. Y es que si la ilusión de control que pretendemos mantener sobre nuestras vidas se fundamenta en fingir que la infinitud siempre a nuestro alcance, que podemos crecer indefinidamente sin coste para nosotros y los que nos rodean, es porque el marco de nuestra existencia se rige por el mismo patrón fantasmático de crecimiento ilimitado sin consecuencias. La ilusión de que podemos crecer sin ningún impacto para los ecosistemas y las comunidades. Creo firmemente que construir un modelo de vida más lenta, más cercana, más sostenible es algo beneficioso para la humanidad en su conjunto, aunque luego tú decidas dentro de los límites planetarios que quieres vivir un poco más rápido. Imaginad que redefiniésemos los propios términos de lentitud y velocidad en este mundo que va cada vez más rápido, volviendo deseable unos ritmos más pausados, calmosos, que incluyan a más gente. Imaginad que se abriesen posibilidades de asombro accesibles en nuestros barrios que no nos espolearan a necesitar ir a la otra punta del mundo para maravillarnos (o para huir del desasosiego que nos causa nuestra finitud). Imaginad más tiempo para conexiones profundas en los que, por momentos, pareciera que la comunidad late dentro del mismo compás, como sucede en algunos momentos de vacaciones que, aunque no estemos haciendo lo mismo a la vez, se compone una melodía armónica con nuestras idas y venidas. Imaginad más parques y más árboles, más fuentes y lagunas que hicieran de los paseos un momento apetecible, que bajaran las temperaturas de las ciudades para que se pudiese deambular por ellas más allá de tres horas al día. Me parece la utopía necesaria por la que luchar, qué digo, el mínimo de una vida digna. Por eso este decrecimiento personal mío de querer menos cosas, de desprenderme de lo ilusorio que crea fantasías de poder y control, es para mí algo íntimo pero también comunitario, emparentado con el decrecimiento como lo entendemos en política. Creo en la necesidad de conjurar ese fantasma que nos hace pensar que podemos crecer ilimitadamente sin perjuicio para la vida humana porque nos negamos a aceptar la finitud de los límites planetarios como nos negamos a aceptar nuestra propia finitud. Recuperar la pausa, la lentitud, como un modelo de vida que no vaya asociado al aburrimiento es una parte fundamental de ese proyecto. Incluso eso que llamamos «aburrimiento» quizá no sea más que la incomodidad de darnos cuenta de que, hagamos lo que hagamos, somos tiempo que se acaba, esa incomodidad que nos empuja a hacer cualquier cosa para no pensar en ello. Es fácil dejarse atraer por pensamientos megalómanos si con eso creemos por un momentos que estamos desterrando a la muerte.

Hablé antes de «conformarse» con existir. Si sois como yo, una maraña de emociones a veces propensa a la rabia inconformista, quizá os hayáis retorcido al leerlo. ¡Qué poco nervio, qué poca sangre, qué muerto en vida aquel que se conforma! ¡Hay que rabiar contra la naturaleza misma! Aceptar las cosas y conformarse es enemigo de la revolución. Pareciera que conformarse (con lo que hay) fuera privarse (de lo que podría haber), sublimar la carencia como un ascetismo espiritual. Para los überliberales, el imaginario del conformismo evoca una distopía de carencias propias del subdesarrollo porque limita, por ejemplo, el sacrosanto derecho a usar el coche para todo. Para otros, quizá, esté más cerca de la romantización de la pobreza. Estos decrecentistas y demás enemigos del progreso nos quieren imponer un ideario de carestía y resignificarla para que veamos como deseable el tener menos. Bajar el listón. Revertir el natural e incontestable proceso de mejoría continua de la humanidad. Encerrarnos en nuestras ciudades, confinarnos a nuestros barrios. Devolvernos a la Edad de Piedra. ¡Cómo que conformarnos! ¿Qué cobardía es esa? ¡Hay que querer más siempre, aunque no sepamos qué queremos! ¡Si Bill Gates tiene un jet privado yo también tengo derecho!

Y, sin embargo, la auténtica valentía es mirar de cara a la finitud, los límites de la vida colectiva y la vida íntima. Y, dentro de esos límites, hacer que aquel que ni siquiera puede decidir con conformarse con la existencia porque vive en la subsistencia consiga llegar a ese punto en el que respirar con alivio porque la existencia no le ahoga. Qué privilegio, tener la opción de conformarse con existir. Porque la existencia puede ser disfrutar del tiempo que se nos es dado en lugares cuyos límites geográficos siguen siendo los mismos pero donde se han multiplicado las opciones, donde la lentitud no implica aburrimiento. Porque no somos dueños de nada y tu tiempo no es tuyo, habitamos un tiempo comunitario de necesaria dependencia y solidaridad donde las negociaciones son inevitables, en tu pareja, en tus relaciones, en tu familia, en tu comunidad, en tu ecosistema.

Es difícil aceptar esto, pero el dolor de aceptarlo es preferible al dolor de ignorarlo sin saber qué te está doliendo.

Recuerdo mucho dos cosas que me dijo una psicóloga la primera (y larga) vez que fui a terapia. Después de haber mejorado mucho mis ataques de ansiedad paralizantes que me hacían marearme en mitad de la calle, de recuperar una rutina que me permitía ir al gimnasio tres veces por semana, trabajar, leer y hacer las cosas de casa, yo seguía con una inquietud interna, una piedra en el zapato, que me decía que podía o incluso tenía que hacer más cosas. Cuando le dije que aún había margen de maniobra en esas horas del día, me dijo: «¿pero tú qué crees que le da tiempo a hacer a la gente?». Me revolví, buscando miles de ejemplos -cercanos o sacados de las redes sociales- de gente que parecía un genio del renacimiento en pleno siglo XXI, que hacía muchas más cosas que yo, que llevaba una vida menos anodina que trabajar y leer y cumplir con el hogar e ir al gimnasio, que multiplicaba sus horas del día como en el milagro de los panes y los peces. Finalmente, le espeté, con irritación e impaciencia: «pero… ¡es que no estoy escribiendo!». Difícil olvidar la cara que puso en ese momento, la máscara profesional que cae y revela la reacción humana y espontánea, cuando me contestó: «eres una insatisfecha». Vuelvo a menudo a aquel momento cuando me retuerzo ante la tiranía del tiempo, el dolor y el sacrificio anidados en el acto de elegir, cuando contemplo la realidad descarnada de que si escojo eso quizá no podré hacer aquello. Ahora me doy cuenta de que estoy rabiando contra lo imposible, independientemente de lo bien o mal que gestione ese tiempo desconocido que me ha sido dado. Que no hay escapatoria al hecho de escoger y que no tiene sentido lamentar lo imposible cuando puedo abrazar lo posible. Que no hay tantas elecciones irreversibles, y lo que es esencial ahora puede no serlo tanto mañana. Que conformarse y aceptar no es otra cosa que saberse humana, que el sacrificio y el duelo por lo que dejas caer son inevitables, pero hay un gozo también en abrazar la pequeñez de lo que conservas. Y saber que incluso aunque consiguiera organizarme mejor y ser capaz de hacer muchas más cosas, quizá eso solo me crease la ilusión de la omnipotencia y un delirio de grandeza donde cabrían todavía más cosas, donde puedo crecer ilimitadamente sin consecuencias.

Tendré que recordármelo mucho cuando todo en el entorno me invite a olvidar los límites, cuando me nuble la pasión, cuando Instagram despliegue ante mí el lienzo infinito de las vidas que no estoy viviendo. Oliendo ya el otoño y la vuelta al cole, crecida por las posibilidades que se abren con el nuevo urso, a punto he estado de matricularme de otro máster, un grado por la UNED y un idioma. Más allá de que mi cerebrito con tendencia a obsesionarse con cualquier cosa sin previo aviso, me pregunto ahora cuánto de eso es pasión y cuánto una huida del hecho mundano de vivir. No hay nada malo en el deseo, el deseo que funciona como brújula de aquello que es importante para ti, pero vivir solo o sobre todo en el deseo es una negación del aquí y el ahora, de negarse a ocupar el espacio acotado del presente. Porque mientras que en el futuro del deseo todo es posibilidad inagotable sin éxitos ni fracasos, el presente implica un compromiso con un desenlace, que puede salir bien o no, pero siempre con un término. Mientras que las infinitas posibilidades del deseo nos envuelven en una nube de euforia todopoderosa, que es solo potencia, el presente nos devuelve a las constricciones del acto que tiene consecuencias.

No sé cuántos años me quedan por vivir, pero ya son menos de los que he vivido y la mayor cercanía con la muerte me recuerda que no hay nada de malo en vivir una vida pequeña e imperfecta, con errores. Que hay un gozo particular en dejar caer el peso de las cosas, un gozo secreto en dejarlas marchar. Dejar pasar las batallas como dejo pasar en paz esos lugares que no podré visitar, quedarme con una porque dos son demasiadas. Yo no sé qué le da tiempo a hacer a la gente, pero este tiempo soy yo.

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Metamodernismo

¡Atención, atención! Se viene un post con fotitos, y quizá memes, ¡espero que os guste más! Yo, como siempre, haciendo lo contrario a lo que te dicen que hagas los gurús de la emprendeduría si quieres tener público: mucho texto, nada de dibujicos.

Contaba hace ya alguna entrada que mi línea de investigación actual aúna la cultura terapéutica (o, si lo preferís, psicologización -y patalogización- de la sociedad, de nuestros afectos), BoJack Horseman y metamodernismo. Me ha costado un poquitín explicar eso de la cultura terapéutica, o lo de que los saberes psi ocupen terrenos que antes ocupaban otros saberes (como, qué sé yo, la filosofía, la sociología, las ciencias políticas), en algunos casos, con el añadido de ergirse en los valedores de la última palabra sobre algo y de convertirse en el vernáculo que usamos para hablar de nuestros afectos, recurriendo al DSM como atajo. Hoy quiero hablar de metamodernismo, y para eso tengo que hablar un poco de BoJack Horseman. Primero, en cambio, quiero aclarar que no tengo una postura clara al respecto de la «cultura terapéutica», porque hay mucho que desgranar en algo tan extenso. Creo que el movimiento por la «salud mental», conceptualicemos eso como lo conceptualicemos, ha tenido aspectos positivos y negativos. Como positivo, claro está, es el hecho de sacar tímidamente a la luz algunos padecimientos y, además, hablar de ellos de forma sistémica y no como reacciones individuales aisladas. Creo también que hay una renovada corriente de patologización moralizante, no solo de afectos, sino de personas que estigmatiza comportamientos que somos incapaces de comprender. Esto no es nuevo, claro, solo otro momento histórico de recrudecimiento de la moral conservadora. Quizá porque el propio concepto de «salud mental» no está bien definido, no podemos hablar de su opuesto sin recurrir a etiquetas como «enfermedad», o el aparentemente objetivo «trastorno». Mejor o peor entendidas, la «depresión» o la «ansiedad» han calado en el discurso mayoritario, pero dejando en los márgenes muchos otros padecimientos. Pero desvarío, para variar (vaya, no pun intended, de verdad). BoJack Horseman. Metamodernismo. De eso quería hablar.

BoJack Horseman es, sin lugar a dudas, una de las series de mi vida como en su momento lo fueron otras (Dos metros bajo tierra fue otra. hace ya un par de décadas… qué viejas somos y cómo hemos cambiado). El primer episodio de BoJack no fue un sumergirse explosivo e instantáneo al fondo de la serie, lo vi incluso extraño, interesante, sí, pero quizá no para mí. Muchas gracietas, animales antropomorfos haciendo y diciendo tonterías, un poco absurdo, un protagonista idiota… Luego ya estuve dentrísimo, todo PEC, como dicen ahora, aunque a veces necesitase salir a la superficie a respirar. Existencialista, cómica, dramática; reír y que se te congele la risa en la cara; luego llorar. Pero, aparte de eso, sacando las poquitas herramientas de interpretación que poseo, me llamó la atención que parecía una serie posmodernista… pero no. Sí, había autorreflexividad, siendo una sitcom animada que habla de las sitcoms y la cultura del espectáculo, había intertextualidad, había ironía, pero… no. Sentía algo en el tono y la formulación de la serie, en los momentos de vulnerabilidad, incluso los más crudos, que parecía ser algo más que un ejercicio posmoderno de ironía solipsista, sin nada que decir más allá de la propia serie, de recordarnos que estábamos ante una serie. Y entonces, buscando, me topé con la palabra metamodernismo y algo hizo clic.

Muy resumidamente, se ha propuesto que, en primer lugar, como periodo histórico, ya no estaríamos en la posmodernidad, que la estamos dejando atrás. Siempre es difícil apreciar el momento presente sin el beneficio de la retrospección, pero hay quien dice que el 11 de septiembre, la crisis financiera de 2008 y, más adelante, incluso la pandemia de 2020 y, podríamos añadir entre todo eso, la conciencia de la grave crisis climática a la que nos enfrentamos como especie, aquella montaña de mierda que echó a rodar produjo cambios inevitables en nuestra psique. Estos cambios nunca se aplican a toda la sociedad, por supuesto, porque la sociedad no es homogénea, pero esas heridas, esas rupturas, nos enfrentaron con algo para lo que el distanciamiento irónico o el cinismo quedaban agotados como propuesta. O al menos así lo empezaron a sentir algunos. No es que no nos hallamos encontrado antes con problemas que requieren de soluciones globales, de estrategias comunes, pero parecía haber un cambio de sensibilidad respecto al tono de nuestros mensajes en el que no primaba el cinismo, el que la suelte más gorda, el desapego irónico como armadura. La esperanza, incluso si había que buscarla entre las ruinas, la búsqueda de significado en un mundo de posverdades y confusos juegos de espejo, la profundidad parecían estar de vuelta. Pero el retorno, ya sabemos, nunca es el retorno de lo mismo. ¿Cómo volver a las grandes narrativas que daban cuenta de todo, a esos grandes significados, con el peligro totalizador que tienen esos relatos para aniquilar o apisonar la diferencia?

Timotheus Vermeulen y Robin van den Akker, dos críticos culturales neerlandeses, proponen que el metamodernismo es una corriente que oscila entre el modernismo y el posmodernismo, un movimiento pendular. Lo formulan aquí en términos de sensibilidad cultural, no histórico, y el péndulo sirve como mecanismo de contención de los excesos de una y otra propuesta estética. El impulso hacia el entusiasmo y los grandes significados o incluso verdades profundas (preguntas sobre la cultura, la naturaleza humana, la política) que ellos identifican con el modernismo está ahí, pero si las respuestas se nos van de madre y el péndulo apunta a la megalomanía ya está la ironía para embridarlo y contenerlo, matificarlo o suavizarlo, acercándolo con su movimiento oscilatorio hacia su otro opuesto, que ellos identifican como el posmodernismo. La búsqueda del mensaje sincero, del posicionamiento sin disfraces, en la obra de arte está ahí, pero si la sinceridad, la espontaneidad, resulta problemática porque vira hacia el fanatismo, está de nuevo la distancia irónica para contenerlo, para matizarlo. Vuelve a haber, nos dicen, un interés genuino por el yo y la expresividad cuasirromántica (hay quien argumenta que todo eso nunca se fue) que trata de despojarse de un escepticismo (¿acaso hay un yo que hable?) paralizador; pero si deviene en ombliguismo, exaltamiento o en solipsismo. el péndulo lo aleja de sí y lo acerca al Otro. Roto para muchos el espejismo de la individualidad, de que no existe la sociedad sino un conjunto de individuos (y, no olvidemos, “de sus familias”, que dijo la infame), resurge la necesidad de conexión profunda no mediatizada por el escudo protector del cinismo. La pandemia nos enseñó, entre otras cosas, que somos interdependientes (no solo entre humanos, sino con animales y naturaleza), y que somos tanto vulnerables al daño como capaces de infringirlo (porque somos contagiados pero también somos vectores de contagio). La conexión es difícil, sí, pero es necesaria para la supervivencia conjunta, de la especie y del planeta. Por eso, aunque BoJack Horseman fue la primera serie (con su doliente personaje antropomorfo claramente posmoderno que ponía de manifiesto las limitaciones, cuando no lo enfermizo, del cinismo y el individualismo) que me trajo al metamodernismo, si hay una cita de una película que encarna el espíritu del metamodernismo es esta:

Kwan, de hecho, cuando le dijeron que su película era muy posmoderna contestó que no se equivocasen, que su película era metamoderna y no lo hacía por estar usando un término de moda (aunque yo haya descubierto que es un término de moda más en internet que, de momento, en círculos académicos, como es normal, por otra parte, dados los tiempos de uno y otro círculo), sino porque de verdad sentía que el espíritu de la película no encajaba en aquella definición, que su espíritu era otro. Sí, la película es seria y absurda, cómica y trágica, irónica y sincera, quizá el mayor exponente fílmico de qué es eso del metamodernismo que se haya hecho hasta ahora. Es la encarnación de los memes de internet que pasaron de ser predominantemente cínicos y corrosivos a combinar el desgarro con la ternura, pero sin renunciar a la bobería cuando hace falta darse distancia. Una vulnerable ironía, quizá. Es revelador, además, que Waymond en ese diálogo use la palabra naive, ingenuo, porque una de las cosas que se han propuesto del metamodernismo es la vuelta a la ingenuidad modernista (que los rasgos que se asocian desde estos análisis al modernismo o al posmodernismo sean más o menos acertados es ya parte de otra discusión). Hay mucho que discutir en la conceptualización que Vermeulen y van den Akker hacen de posmodernismo y modernismo y los afectos que les atribuyen, y mucho que escribir sobre a qué se refieren con ingenuidad, sinceridad, autenticidad, significado. Sin embargo, para mí resulta evidente que hay una serie de producciones culturales que son… otra cosa.

El metamodernismo, cómo no, también está muy asociado a los cambios que se han producido en la cultura de internet. Yo, que ya tengo una edad, recuerdo cuando, en los comienzos de Twitter, petarlo era decir la burrada cubierta de ácido-sulfúrico más grande, el que no te importase nada y mucho menos el otro que te lee. Éramos (y me incluyo) un conjunto de egos sin la más mínima conciencia por el otro, o al menos el otro que no fuera el otro seguro, conocido, nunca el extraño. Primaba el cinismo y la ironía, como si aquella internet fuera de verdad un universo aparte desconectado de todo. Ahora no estoy en Twitter (o X, me la suda), aunque mantengo una cuenta oculta para fisgar, pero incluso cuando me fui, con muchos otros, el discurso ya estaba cambiando hacia la responsabilidad y la preocupación por el daño generado, a las repercusiones que las redes sociales tenían sobre las vidas de la gente. Los memes estaban cambiando. Se hablaba de cuidar (del cuidado del otro, del poder de nuestros mensajes), de la necesidad de la esperanza, pero también de la necesidad de encontrar una salida adecuada a los momentos de desesperanza. Se hablaba, sí, de salud mental, y de empatía. Como matizaba antes, por supuesto que este no es el comportamiento generalizado, porque nada es homogéneo, y esa tendencia coincide con el nihilismo y el autoritarismo. Pero ha avanzado y ganado posiciones.

Si bien sé que el metamodernismo también se aplica a la literatura (una literatura que yo misma, con cierta reticencia y matices, pero sin dudar tanto, habría tildado de «posmodernista», seguramente también por falta de un término mejor), como las corrientes de la «new sincerity» de Foster Wallace, casi todos los ejemplos más claros con los que me he topado han sido en el cine y en las series. Pienso en una serie con la que crecí como Matrimonio con hijos, con episodios que me hicieron llorar de la risa, pero que era una destrucción sin miramientos (y probablemente necesaria) de la familia nuclear americana, que poco tiene que ver con series como Fleabag. En comedia, ahora la tendencia es más reírse con que reírse de. No es que se abandonen las convenciones posmodernas (las icónicas miradas a cámara de Fleabag que te recuerdan constantemente que estás ante una serie de ficción, por ejemplo, y que sin embargo son miradas muchas veces cargadas de vulnerabilidad, no solo un fuego artificial de la ficción para decirte que ahí está), sino que están al servicio de algo más allá que el propio universo televisivo. Jordan Peele reescribió el final de Get Out (atención, espoilers… duh!) en el que inicialmente Chris acababa detenido y en la cárcel porque, cuando hizo la proyección preliminar de la película, el ambiente en la sala era tan sombrío y gélido que pensó que la película necesitaba de algo más de esperanza, pues la realidad afroamericana ya estaba trufada de realismo trágico, lo que demuestra una preocupación por la dimensión afectiva de la película más allá de ser un artefacto. También se ha descrito como metamoderna la película de Barbie, un éxito comercial en Hollywood que combina el pastiche, la intertextualidad y la autorreferencialidad con el comentario social para el público mayoritario, con no pocas dosis de tontuna y vulnerabilidad.

BoJack Horseman no es una metaserie, una serie solo sobre las series. Es una serie sobre el impacto de las series en nuestras vidas, sobre lo que nos atrae de ellas, pero también del peligro de tomar los códigos de la ficción como una guía para la vida. Habla de emociones, de trauma y de enfermedad poniendo siempre la distancia necesaria para que no la tomemos como terapia; ese fue el error de un BoJack que, nacido en una familia disfuncional, se crió con la televisión y no tenía otra forma de enfrentarse a la vida porque nadie le enseñó cómo hacerlo. Reconoce el valor y la importancia de los afectos sin convertirlos en mera carne para el despacho del terapeuta. Cuando la terapia hace presencia en la serie, es representada con ese movimiento pendular que va desde la empatía a la ironía o la parodia. Oscura muchas veces, previene de los efectos destructivos del cinismo y nos recuerda la necesidad de responsabilizarnos de nuestros afectos. Es una serie que por medio de la autorreferencialidad te recuerda que es una serie, sí, pero que no por eso elude el compromiso o siente que eso le da carta blanca para hablar de todo como le salga del nardo, porque, total, es solo una serie y tú un copito de nieve.

(Breve interludio tangencialmente relacionado)

He pasado una época muy mala de ansiedad por cosas de la vida, así que me puse a revisionar Juego de tronos para ver algo sin pensar mucho. En un momento, no sé si de la octava temporada, Sandor Clegane y Sansa Stark se vuelven a ver las caras en Winterfell. Clegane le dice a Sansa que ya no es un “little bird”, un frágil e inocente pajarillo, y ella le responde, ante un estupor que había enterrado en el olvido, que si no hubiera sido por Joffrey, por Littlefinger y por Ramsay, ella seguiría siendo un “little bird”,un ingenuo e inocente pajarillo. Es decir, la tortura, la manipulación y la violación te vuelven más dura y hay que darle las gracias por ello, lo que no es otra forma de validar que son formas de correctivos, aunque sea para el bien, como «superación personal». Por lo que sea, a ellos una buena violación no les vale como correctivo pedagógico de cara a ser hombres mejores, a no ser, por supuesto, que sean unos «desviados», en cuyo caso la violación sí que es un correctivo. Esta actitud no encaja mucho dentro de la sensibilidad metamoderna.

Anteayer terminamos de ver The Expanse y, como sigo en esa fase de necesitar tiempo libre en el que no pensar demasiado, me he puesto a leer los libros (go figure… A saber si me arrepentiré, con esos tochos de 500 páginas cada uno) porque necesitaba algo palomitero en la ficción y haber visto la serie me ayudaría a no perderme si tenía problemas para concentrarme. Pues no voy a venir a decir aquí que The Expanse es metamoderna, porque ya sería el meme del niño de El sexto sentido, que ve metamodernismo por todas partes, pero aunque a The Expanse se la ha comparado con Juego de Tronos por la inmensidad del universo, por la narrativa desde el punto de vista de cada personaje, por la trama política a escala imperial y también, claro, por la aventura, me atrevo a decir que la sensibilidad detrás de cada una es radicalmente diferente. O si no radicalmente diferente, al menos sí con mayor inclinación hacia la esperanza, la interconectividad, la vulnerabilidad y, en muchos casos, desbordando ternura sin ridiculizarla. Por supuesto, no es la única serie de ciencia ficción en que eso suceda, pero la comparación es curiosa.

Sí que he leído algo que me ha recordado a lo de Sansa, muy al principio, cuando Miller empieza a idealizar a una desconocida Julie Mao de forma un tanto problemática. Cuando Miller se acerca al dojo donde entrenaba Julie le cuentan que en algún momento fue atacada. Él pregunta si fue violada, pero nadie lo sabe. Un ataque, desagradable, lo bastante como para que se apunte a jiu-jutsi para aprender a defenderse. Y entonces Miller tiene su filípica interior en la que, dice, la mitad de las víctimas de una agresión (no especifica de qué tipo) hacen como si nada hubiera pasado o como si no importase; luego, dice, están los victimistas profesionales, los que convierten su papel de víctima en la justificación de todos sus actos; y por último las que apechugan, se quedan con la moraleja del asunto y se apuntan a jiu jitsi tiran hacia adelante. Esas son las buenas. No me meteré en lo que pienso de esto porque necesitaría tres entradas. Sin embargo, la filípica está muy al principio del primer libro de 500 pp de una saga de nueve libros, en boca del mayor abanderado del cinismo: Miller, el detective posmoderno. Un personaje con su propio viaje pendular hacia… el otro lado. Porque la serie, aunque nos complique el retrato de la bondad y la maldad, aunque esté llena de personajes con grises, nunca deja de creer en que la bondad existe, en que es necesario creer que exista. Que existen acciones mejores que otras, quizá no en términos absolutos, sino aplicadas a los contextos en los que suceden y donde hace falta tomar decisiones. Si el viaje de Miller es precisamente alejarse del cinismo, el de Holden (¿un modernista?) es de buscar el código moral absoluto, perfecto y eterno que valga para cualquier acción. Personajes que en otras series serían la encarnación del macho, como Amos, quedan prendados por la bondad, se conmueven por el sufrimiento ajeno y tratan de hacer lo correcto o de confiar en aquellos que pueden hacerlo. Amos sigue con adoración a Naomi, primero, luego a Holden, porque suponen una guía moral, porque tratan de hacer el bien, aunque a veces se equivoquen.

Estas son las últimas palabras de Naomi en el episodio (cero espoilers):

The universe never tells us if we did right or wrong. It’s more important to try and help people, and to know that you did. More important that someone else’s life gets better, then for you to feel good about yourself. You never know the effect you might have on someone, not really. Maybe on cruel thing you said haunts you forever. Maybe one moment of kindness gives them comfort or courage. Maybe you said the one thing they needed to hear. It doesn’t matter if you ever know. You just have to try.

Ayudar, donde puedas, como puedas, llevar ese poco de esperanza aunque no sepas exactamente cómo será recibida, pero merece la pena el intento. Salir del ensimismamiento para arropar al otro. Actitudes como estas que quizá antes serían vistas con sorna, ahora son recibidas con cada vez más comprensión y empatía. Nos reíamos de los buenos, ahora nos reímos con los buenos.

(Fin del larguísimo interludio)

Desde el punto de vista académico, como decía, hay muchas cosas que definir, seguramente nos hagan levantar una ceja: sinceridad, autenticidad, significado… ¿Qué quieren decir con eso? ¿Acaso la autenticidad no era un mito porque ahí dentro, llamémosle conciencia, somos muchas, todas igual de auténticas? ¿Acaso la ficción, si bien nunca fue sinónimo de verdad o mentira -a lo sumo de verosimilitud-, no se opone a la sinceridad en tanto que artificio estético? Sin embargo, y como persona que tiende a ser la puñetitas que se hace preguntas con todo, no sé si os habrá pasado, pero de un tiempo a esta parte empecé a pedirle a la ficción lo que no le pedía al ensayo. El ensayo está para matizar, socavar, cuestionar, dudar, titubear incluso. Pero yo misma, cuando escribí ficción (para las polillas del armario), quería librarme de esa parte agotadora para poder decir sin paralizarme, y equivocarme después, sin cuestionarme de antemano. Quería poder afirmar algo, no titubear. Buscaba mentalmente la ficción que se posicionase, que se situase, aunque luego hubiese que retractarse ante un punto ciego que había pasado por alto, pero que tuviese la valentía de afirmar sin escamotearte el contexto de la interpretación, aun a sabiendas de que lo esté haciendo en el marco de la ficción. Salir de los grises, del todo da igual. ¿Es eso sinceridad? No tengo ni idea.

Leyendo y pensando sobre metamodermismo me vinieron a la mente las palabras de uno de nuestros genios contemporáneos, Alan Moore. En el documental The Mindscape of Alan Moore hablaba, cómo no siendo mago, de la magia y la relación de la magia con la escritura y la ficción. Primero dice “I traffic in fiction, I do not traffic in lies”. Mucho se ha discutido de la «verdad narrativa» y qué significa, no me voy a meter ahora en ese jardín, pero ya me tocará. También, como buen mago, echa mano del alquimismo e introduce el solve et coagula para identificar y caracterizar periodos estéticos. Decía que ya habíamos tenido un necesario y fundamental periodo de solve, de deconstrucción o posmodernismo, y que ahora necesitábamos un coagula. Quién sabe si no es el momento en el que nos encontramos. Quizá estemos en un periodo entre periodos y el metamodernismo sea eso: un momento de transición. De ahí la imagen pendular que identifican Vermeulen y van den Akker, no un coagula, porque no es una síntesis ni una fusión, son fuerzas magnéticas que nos llevan de un lado a otro, pero que nunca, por ahora, termina por detenerse. Metaxis, un término que cogen de Platón, es ese lugar que está entre dos lugares.

Mucho se ha escrito y hablado de la nostalgia y la melancolía como los afectos de nuestra época. La nostalgia cultural de los 80, de los tiempos cuando las cosas iban bien, de la edad dorada, de la niñez, cuando los hombres eran hombres, las mujeres mujeres y los niños rodaban en bicicleta, con alegre despreocupación, por las calles de Hawkins. Miramos al pasado, se dice, porque no somos capaces de imaginar el futuro. Estamos atrapados en un presente que es la imagen especular del pasado. En algunos círculos parece entenderse que la nostalgia es siempre reaccionaria, que no existe la mirada productiva al pasado que nos pueda servir en el presente en el futuro. Resultaría extraño y fútil abolir una emoción tan humana como la nostalgia, condenándola al exilio. Sin embargo, hay una diferencia clara entre mirar al pasado sabiendo que es pasado y que, por lo tanto, no volverá jamás y la de mirar al pasado queriendo regresar o traerlo de vuelta (lo que terminaría como en Cementerio de animales de Stephen King). La nostalgia no tiene por qué ser la enemiga de la utopía. De hecho, si nos ponemos así, también podríamos que en ese volver la vista al pasado en el que concebíamos utopías existe también una mirada nostálgica, incluso melancólica, de la utopía. ¿No podemos crear conjuntamente a partir del pasado un artefacto que nos impulse al futuro?

La utopía sin duda había quedado bajo sospecha como otro de esos metarrelatos o grandes narrativas que podrían transfigurarse deprisa en un totalitarismo más. Al mismo tiempo, nos plantan el neoliberalismo como una utopía, en el sentido de irrealizable y en el sentido de paraíso mítico para unos pocos; porque ya lo decía Miéville (no iba a citar a Alan Moore y no citarlo a él): vivimos en una utopía, solo que no es la nuestra. Los propios van der Akker y Vermeulen consideran que, al menos dentro de las artes, parece que hay un resurgir no solo de la esperanza sino de la utopía. Esta nueva sensibilidad cultural convive, pues, con las fuerzas destructivas del nihilismo, del autoritarismo, el que prefiere arrasar con todo (planeta y personas) si ese todo no va a ser suyo. No sabemos aún qué forma tomará, en qué se metamorfoseará, pero que se haya abierto esta grieta es esperanzador. Esperanza sin optimismo, como en título de Eagleton. Quizá. Pero esperanza.

Pues escríbelo en el blog

Hace ya unos cuantos años seguía con pasión a un bloguero de libros del que no daré nombre para conservar su parcelita de intimidad y que se dedicaba especialmente a la literatura fantástica (de ciencia ficción, de terror, de fantasía, especulativa… you name it). Me maravillaban sus reseñas, creo que no he vuelto a encontrar nada con el mismo ojo crítico, capacidad de análisis y de argumentación y comentarios tan bien engranados. Daba gusto leerlo por lo que decía y por cómo lo decía. No escribía muy a menudo, pero cuando lo hacía era una joya. Para mí sorpresa, no tenía muchos seguidores (uf, qué pereza me da esa cosa de seguidores-seguidos en la que se ha convertido esta cosa de internet) y apenas tenía comentarios. No sé si era porque sus reseñas eran muy elaboradas y pareciese que no había mucho que añadir, porque había «mucho texto» y eso en este mundo de inmediatez donde las cosas importantes tienen que ir en negrita no sea que te pierdas no atraía la atención. A mí me fascinaba el detalle, el uso del aparato crítico sin ser pedante (aunque supongo que para muchos esa era la imagen que transmitía) y la habilidad para buscar relaciones.

No sé cuánto tiempo duró, algún año, pero finalmente lo dejó. Yo no entendía que no fuese más conocido o más alabado, incluso, que no tuviese más retuiteos o más comentarios, pero ya sé que los gustos y las afinidades no tienen que ser compartidos. En aquel momento yo tenía tuiter, él tenía tuiter (no es una historia de amor, y ahora lo tiene en privado) y un día le dije que echaba de menos sus reseñas y que me encantaban, las leía siempre con fruición. Lo que me contestó se ha quedado grabado en mi memoria y en mi corazón para siempre: ya no le merecía la pena. Las reseñas le costaban mucho trabajo, sudaba cada frase y tenía muchísima ansiedad con cada una que emprendía, pero casi nadie le leía o le comentaba. No merecía la pena sufrir tanto para tan poco retorno. Le entendía perfectamente y me moría de rabia: a mí me parecía un genio. Más adelante, dejó algún mensaje preocupante en el que compartía sus problemas de ansiedad y de depresión. Se sentía solo, jamás había tenido una relación sentimental y la ansiedad paralizante no mejoraba con nada. Se sentía triste y desesperanzado. No publicó en un tiempo y yo me di de baja de tuiter, pero pensaba mucho en aquel desconocido con el que podía identificarme un poco. Ahora parece que está bien, aunque su cuenta lleva con candado mucho tiempo, y sobre todo publica en instagram. Sus minirreseñas de instagram me siguen pareciendo crema pastelera, y eso que últimamente no leo género (bueno, no leo casi nada, porque, hola, ansiedad). Pero sigo pensando en aquella respuesta que me dio: «te agradezco mucho tus palabras, pero no me compensa ya».

Es fácil sacar el argumento economicista, donde «retorno» solo significa que inviertes un tiempo mensurable del que no sacas rédito: en comentarios, en reblogueos, en conversaciones o alabanzas. Es fácil pensar en la metáfora economicista cuando toda la cultura neoliberal nos ha convertido en empresarios de nosotros mismos donde toda actividad humana se ve bajo el prisma del beneficio. Y sin embargo él no hablaba de compensaciones cuantificables. Hablaba, creo, de que sufría mucho escribiendo y no conseguía conectar. Hablaba de naturaleza humana, de interactuar, de emplear un esfuerzo en compartir algo que te apasiona y recibir el canto de los grillos como respuesta. De la lenta, inexorable y dolorosa extinción de la conducta. Lo pasas mal y el pasarlo mal supera el escaso placer que obtienes. Entiendo que de los que leían habría gente que se quedaría sin palabras con esas reseñas, ¿qué añadir, qué replicar? Yo misma nunca decía nada y me limitaba a admirar desde la sombra. Ahora pienso que podría haber escrito al menos un «joder, cómo me gustan tus reseñas, las espero como agua de mayo». Igual con eso no habría impedido que dejase de escribir, igual incluso le habría dado más ansiedad, qué sé yo, porque quizá es una persona muy perfeccionista que se bloquea con las expectativas ajenas. Está claro que no todo está en nuestras manos, y menos con desconocidos. Pero ahora pensaba que ojalá más gente hubiera escrito diciéndolo lo mucho que molaban sus reseñas. No hacía falta decir nada más.

Parece que cuando surge un tema «intelectual» (le empiezo a coger gato a esta palabra) nos sentimos con la obligación de estar a la altura, de responder con la misma elocuencia, lucidez, sofisticación, qué sé yo. Que decirle a alguien que se ha currado un texto estupendo «me ha encantado» o «joder, qué interesante» es una respuesta burda, zopenca y ridícula. Que no queremos parecer tontos. Y no sé por qué habría de serlo. ¡Digamos cosas bonitas aunque nos sintamos idiotas! Yo trato de aplicarme el consejo aunque no siempre lo consigo porque me quedo paralizada con absurdidades y luego me doy cabezazos por no haberlo hecho.

Hoy me he vuelto a acordar de esta persona porque en un breve periodo de tiempo he tenido varios encuentros con mis pequeñas aflicciones. Me he abierto un poco con temas que son importantes para mí y sin saberlo al principio quizá esperaba un suave coro de apoyo y validación, el mismo que he visto recitar a otros y me he sentido pequeñísima y vulnerable. La vida, cómo no, está llena de desencuentros. A veces esperamos cosas que no recibimos, a veces las demás personas no saben que esperamos algo y no podemos explicitarlo todo porque, aunque la comunicación poco tiene de «natural» y necesitamos comunicar nuestras necesidades, no podemos estar dando instrucciones precisas a cada instante o sería una conversación con chatgpt y no un coloquio más o menos orgánico entre humanos.

Hace tiempo renuncié a la ficción porque no creo tener ni la imaginación ni el talento necesario, pero la escritura es vital para mí. Puedo pensar, tener ideas y querer comunicarlas. Y si bien cuando empecé aquí me dije que trataría de ser resiliente y de no renunciar incluso aunque el silencio me empujase a extinguir la conducta, hoy me he vuelto a acordar de aquel chaval de reseñas maravillosas que dejó de escribir y me he visto un poco reflejada en él (menos por la parte del genio, ja, porque eso no lo compartimos: no estoy mal, pero muy lejos de la genialidad). De momento no sufro escribiendo. Me frustro cuando es algo complicado y no consigo ni la estructura ni las palabras, pero me puede el goce de hacerlo, o haberlo hecho. Me dije que escribiría tratando de dejar a un lado el perfeccionismo y la autoexigencia paralizante porque si no jamás haría nada. Lo consigo a veces. Sin embargo, a veces cuando comparto algo, por aquí o por otros canales, algo que es tan parte de mí como estos huesos y esta carne que me sostiene y recibo silencio se me pasa por la cabeza dejar de escribir. ¿Para qué? Encima en este mundo tan saturado de escritura. Pero a veces vuelve la terquedad, la confianza en tener algo que decir, en que es interesante. No para todos, no puede serlo, como a mí no me interesan otras cosas que sí comparten otros, pero interesante para alguien. En alguna parte.

Hace unos días conté una anécdota que me llegó al alma. Me estoy leyendo (despacio, porque la cabeza no me da para mucho por la ansiedad y el estrés) una colección de ensayos que se titula How to Read Now, de Elaine Castillo, una escritora filipino-estadounidense que desconocía hasta ahora, y que estoy disfrutando como gorrino en charca. Me encanta el vitriolo que desprende en cada ensayo y que se proclame a sí misma una virgo bitch. Las ideas que vertebran los ensayos no son nuevas (el hombre blanco cishetero como la identidad no marcada, el racismo, la decolonialidad, las vidas migrantes que están ahí solo para enseñar empatía y de paso generar su poquito de trauma pornográfico), llevan circulando por internet ya una década, pero su perspicaz forma de analizar los textos y la pasión con la que escribe me tienen ganada. De todo aquello, hasta ahora me he quedado con una anécdota quizá trivial pero que resonó demasiado con mi experiencia. Contaba una anécdota enmarcada en uno de los periodos más deprimentes e inanes de su educación en un programa (ahora no recuerdo si de grado o de posgrado) de escritura creativa en una facultad británica. Lamentaba por supuesto el racismo, pero también la escasez de curiosidad intelectual no ya de sus compañeros de curso, sino incluso de sus profesores. Cuenta que le habían mandado leer Daisy Miller y Otra vuelta de tuerca, de Henry James y que se acercó a las lecturas con un tanto de desidia, indiferencia más bien, pero Otra vuelta de tuerca le voló la cabeza. Un libro tan corto, pero que en cuanto empezó a leerlo sintió ese trueno que te anuncia que aquella lectura iba a ser fundamental en su vida. ¡Había tanto en ese libro! ¡Tanto que comentar! Desde que lo acabó estaba deseando que llegase la sesión en la que hablasen del libro, hervía de pasión. Pero llegó el día y la profesora (blanca, nos dice) empezó preguntando quién había hecho las lecturas, un poco con desgana, como quien pasa lista. Y antes de que nadie pudiese bostezar, protestar o mirarse la raya del pantalón, la mujer espetó: «bueno, ¿sabéis qué?, esta es una de esas sesiones en las que no me importa si no habéis leído el libro, porque menudo pestiño, ¿verdad?, con esas frases tan largas y enrevesadas, puf, ja, ja, ja». Y Elaine sintió que le pinchaban el globo de la pasión, se hundió de repente en su asiento. Aquella muchacha siempre locuaz en clase, que se leía lo que tocaba y la literatura secundaria que encontrase, se quedó sin palabras de pura desilusión e incredulidad. No volvió a abrir la boca en todo el semestre.

Salvando las muchas distancias (yo me puedo encontrar edadismo o misoginia, pero no tengo que enfrentarme al racismo), me ha recordado a múltiples anécdotas. Una de las últimas ya la conté no sé si en la primera o en la segunda entrada de este blog. Llevaba un tiempo dándole vueltas a la idea de que EE UU es el único país que había consagrado la felicidad en su constitución y a qué tipo de felicidad se podrían referir. Había encontrado un podcast en el que entrevistaban a un tipo que había escrito un libro sobre eso y la influencia estoica en los padres fundadores. Estaba deseando llegar a clase (estoy en un máster de es-tu-dios nor-te-a-me-ri-ca-nos, no olvidemos) y en un momento en el que se mencionaba algo relacionado aproveché para lanzar la pregunta. La respuesta de la profesora fue: «ah, una pregunta filosófica, je, je, je». Y ahí quedó la cosa. Ni una explicación, ni la voluntad de investigarlo o preguntarlo. Sentí yo también el hundirme en el asiento y el desinflarse de la pasión. Y no volví a abrir la boca. No ha sido el único momento en el que no he sabido qué hacer con esa pasión, con esa acuciante curiosidad y encontrarme cohibida en entornos donde la pasión y la curiosidad intelectual se presuponen. Igual yo también soy una virgo bitch.

Hace algún mes escuché un podcast en el que citaban a Zizek para explicar cómo había cambiado la relación entre el deseo y la enfermedad (todo a raíz de un libro de Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, creo recordar). Antes se consideraba problemático sentir demasiado deseo (no hablamos solo del sexual), no entraba dentro de la sociedad contemporánea y había que reprimirlo. Ahora, en cambio, dado que el deseo va asociado al consumo y el emprendedurismo, la patologización es la falta de deseo, o no tener suficiente deseo de hacer cosas, probar cosas. El deseo es un imperativo y la falta de ganas de hacer más cosas (se entiende que en un contexto no depresivo) es pernicioso. Recuerdo intercambiar ideas con Maltita en Mastodon sobre que, decía ella, lo excesivo sigue siendo patologizado y, si leéis este blog, sabréis que estoy de acuerdo. La intensita (o sea, la que no se calla, la que tiene opiniones, la que se enfada, la que no pide perdón por sentir y, sí, la que tiene apetito sexual y no lo esconde) es la nueva histérica y la sola palabra es patologizante y muestra sin mucho disimulo la intención domesticadora. Creo que hay un sesgo de género. Pero también creo que la idea de Zizek y Han iba por esa alianza del deseo asociado al consumo y mantener la rueda en movimiento.

Soy intensita y soy sensible. Además, durante décadas han usado conmigo el silencio como castigo. Me duele cuando comparto algo con entusiasmo y recibo silencio o tibieza mientras otros son jaleados. No hay maldad en esas acciones, ninguna voluntad, pero no las hace menos dolorosas. Y la mayor parte de las veces no me atrevo a decir nada para explicitar mis deseos porque me aterroriza la invalidación de «es que eres muy sensible», como si eso convirtiera mis necesidades (el ánimo, la palabra amable, el aliento, la confianza) en ilegítimas. No conozco a aquel bloguero, pero entiendo su ansiedad y por qué dejó de hacerlo. Entiendo la dificultad de sentarse aquí (o allá, o entre personas de carne y hueso), contar algo que te ha supuesto un esfuerzo y recibir una cierta indiferencia. Yo me propuse que aquí seguiría, aunque duela, aunque nadie comente, a pesar de la dificultad y la incertidumbre. Un año, mínimo, ese es el trato. Pero, no lo digo solo por mí (pues yo misma tengo que recordármelo a veces y fallo, siempre pensando que, haga lo que haga, meto la pata), decir cosas bonitas siempre es un plus. Seamos bonitas.