El otro día dirigí mi primerita partida de rol. Llevaba una semana nerviosísima pensando en ella, anticipando que me iba a olvidar de todo lo que había pensado, preparado, que me quedaría en blanco sin saber qué hacer llegado el momento. Las cosas, claro, casi nunca son tan malas como anticipamos, pero yo ya sé que con la ansiedad no se razona, se respira hondo y se actúa a pesar de todo. Salió bien, creo. Cuando terminó, mi chico me felicitó y, llevado por el entusiasmo, me dijo: «lo que te falta para ser mejor es…». Experiencia, claro, principalmente. Hablamos un rato de truquitos de máster y nos fuimos a dormir. Cuando me desperté me quedé un rato pensando en aquello y me di cuenta de que hubiera preferido disfrutar más de ese momento de triunfo, de haber hecho algo a pesar de la ansiedad que me daba y ya otro día pensar en la mejora. Pero también me quedé pensando en si verdaderamente quería ser una buena máster, si no me valía quedarme en ese estado mediocre, si quería dedicarle un esfuerzo a algo que me gustaba pero que no era el centro de mi vida. ¿Por qué no ser mediocre y ya?
Hace unos días hice una tarta red velvet. El roscón no está mal, un pan dulce sobrevalorado, si me preguntáis, pero no es algo a lo que me apetezca dedicar el tiempo que necesita. Una tarta red velvet, en cambio… El caso es que hice la tarta y calculé mal dónde estaba la mitad del bizcocho para hacer el corte, que quedó muy abajo. De sabor seguía siendo espectacular, pero en esta época donde lo importante no es que sea bueno sino que lo parezca, a la hora de compartir la foto dudé si hacerlo o no porque no tenía un aspecto de revista. Era imperfecta. Dudé un minuto, pero al final subí la foto, en toda su imperfección, con el corte mal hecho.
Estos dos ejemplos hablan por supuesto de mi perfeccionismo, esa necesidad de hacer las cosas muy bien (lo que significa también a aspirar a tener una ilusión de control sobre la vida que es inalcanzable) porque en el fondo me siento defectuosa. Una forma de tratar de compensar esa falta. Pero también habla de un imperativo cultural que desprecia la mediocridad, la medianía, la calidad regulera hasta en tus puñeteros hobbies, porque en esta cultura competitiva (por la atención, por los recursos) no puedes permitirte ser normal, es decir, imperfecto. Hace tiempo que dejé instagram, pero a veces me asomaba al abismo de las publicaciones sugeridas y la conclusión que sacaba era: estás viviendo mal. En esta cultura del click bait para que pinches en tal o cual publicación, lo que más veía eran publicaciones del tipo: «los cinco errores que estás cometiendo en el gimnasio sin saberlo», «estos errores en tu dieta que están impidiendo que logres tus metas», «no te sabes vestir, pero yo te enseño cómo», «te estás maquillando fatal, pero aquí te cuento cómo puedes mejorar». Las permutaciones de esta fórmula son infinitas: en tu trabajo, en tu tiempo libre, en tus estudios, en tus aficiones… lo estás haciendo mal, pero puedes hacerlo mejor. La publicidad lleva un siglo sabiendo que nada consigue más dinero que apelar a tus inseguridades, avergonzarte por tu imperfección. Al ejército de expertos que te dicen cómo exprimir tu vida (no desde el plano moral, aunque los hay, sino el de la optimización, que en el fondo también esconde un juicio moral) se suma una cohorte de influencers.
Esto es parte de la subjetividad neoliberal de la que ya ha hablado gente como Wendy Brown en la que el sujeto, la persona, se convierte en capital humano y tiene que trabajar sin descanso en su portfolio para competir en el mercado. ¡Ahora, también, en sabor tiempo libre! Hace cosa de un mes contaba en Mastodon que me está costando mucho recuperar la salud y que ir y volver a Correos me dejaba sin respiración y recibí un simpático reply guy que me dijo, en plan bot, que tenemos el deber como seres humanos de cuidarnos. La respuesta me dejó perpleja, pero sobre todo me quedé pensando en la elección de palabras. «Deber», ojo, no derecho. El lenguaje de la responsabilización tan propio de las políticas neoliberales e hiperindividualistas de Reagan o Thatcher donde cada individuo es una microempresa que debe gestionarse si quiere prosperar. En vez de garantizar que las personas ejerzan su derecho a la salud, la salud es un deber, una responsabilidad individual que deja de lado toda cuestión sistémica. Esto no quiere decir, claro está, que no tengamos ninguna opción o autonomía y que podamos elegir, dentro de nuestra pequeñita esfera de actuación, cosas que nos van mejor en lugar de cosas que nos van peor. Me pareció, sin embargo, un ejemplo perfecto de esta pendiente deslizante que ve a los trabajadores no como clase sino como individuos. Ahora todos somos emprendedores de nosotros mismos y tenemos que maximizar nuestro potencial como individuos.

Hace también algunas semanas compartieron por mi TL este artículo contra la IA porque estaba «externalizando el pensar». Estoy absolutamente de acuerdo con esta apreciación, que encaja con nuestra cultura de emprendedores tecnócratas y vaciados de contenido y la visión emprendedora del yo, una nueva cultura donde tenemos que trabajar constantemente en nosotros mismos para transformarnos, para mejorar, para ser más eficientes. ¿Es por tanto extraño que, con la carga que supone considerarnos pequeñas empresas, nos sintamos tentados a externalizar cosas? Para el sociólogo Alain Ehrenberg, en el libro con el elocuente título de La fatiga de ser uno mismo, la depresión en las sociedades modernas es un síntoma del agotamiento que produce esta nueva forma de entendernos, del arduo trabajo de la autodefinición, de tener que producir un yo, para nosotros y para los demás. Nuestras identidades son narrativas, es la forma que tenemos de darnos sentido, pero ahora nos narramos más que nunca porque el mercado nos impulsa a hacerlo. E incluso cuando no usamos las redes para «vender», ese trabajo del yo se da por descontado. Ponte un avatar, una imagen de cabecera, escribe a una bio. Descríbete, prodúcete, sé responsable de esa creación. En la era de producirnos a nosotros mismos, de trabajar en la marca personal, tenemos que activar el control de calidad de lo que producimos. Si la Ilustración trajo la idea del individuo autónomo, sin ley moral o tradicional externa que le dicte qué hacer y qué pensar, el neoliberalismo trasmutó aquello en la hiperresponsabilización. Y si todo es posible, ¿por qué yo no puedo? Claramente debe ser una falla mía. La IA es un síntoma, no la causa, de ese agotamiento, de la burocratización y tecnificación de todas las facetas de nuestra vida.
En el libro The Perfection Trap: The Power of Good Enough in a World that Always Wants More, el psicólogo e investigador Thomas Curran, él mismo un perfeccionista penitente, argumenta que de los tres tipos de perfeccionismo descritos hasta ahora (el impuesto por uno mismo, el impuesto hacia los demás, el impuesto socialmente), es el último el que ha crecido exponencialmente. Sentimos que se nos exige mucho más que antes, que los demás esperan una versión «perfecta» de nosotros en todas las facetas de nuestra vida, que esperan de que nos adscribamos a un estándar elevado. Si bien esta perfeccionismo impuesto socialmente es algo que percibimos y proyectamos en nuestras vidas, es decir, lo que creemos que se espera de nosotros y no tanto lo que todo el mundo espera de nosotros, no es que sea un fantasma inventado. Lo que antes valía ya no vale y cada vez hay que trabajar más para conseguir menos. En el capítulo diez, «El perfeccionismo empieza en casa», Curran refiere que las expectativas de los padres han ido creciendo en los últimos treinta años. La aprobación cada vez se cobra más cara. Si consigues cumplir con las expectativas, esas expectativas serán un poco más altas la próxima vez, como ese trabajador que termina pronto el trabajo y en vez de irse a su casa le dan más trabajo. Ni el amor ni el derecho a tener algo digno de llamarse vida deberían depender de los resultados. ¿Cuántos hemos sentido, además, que las buenas notas eran un deber cumplido pero no conseguirlas era una sutil (y no tan sutil) decepción? No es que estos padres sean unos tiranos que busquen torturar a sus hijos, puede que no crean ellos mismos ni el perfeccionismo ni en la meritocracia ni en las expectativas infladas, pero sienten que si no inculcan eso en sus hijos estos no podrán desenvolverse bien porque la economía exige que cada vez se esfuercen más para tener lo básico. Los padres son agentes de reproducción de valores sociales. Y de todos modos el perfeccionismo, como dice Curran, es nuestro defecto favorito, ese comodín que siempre sacamos en las entrevistas de trabajo cuando te preguntan por un defecto, porque en realidad no lo vemos como un defecto, sino como algo aprobado socialmente.
Este incesante producir (y consumir) es parte de la ideología del capitalista del crecimiento continuo en aras del propio crecimiento. ¡Mira todo lo que te estás perdiendo en la gran cornucopia que es la vida!, grita el FOMO. Si le sumamos, además, la meritocracia interiorizada, el pensar en ese «todo es posible (si te esfuerzas)», el estándar que nos ponemos, como la proverbial zanahoria delante del burro, es cada vez más inalcanzable y genera gran sufrimiento psíquico. No te maquillas bien, no haces ejercicio bien, no comes bien, no educas bien, no limpias bien, no estudias bien, no diriges (rol) bien, no haces tu ocio bien. Eres una empresa y tienes margen de mejora. Es tu responsabilidad. El cansancio se produce por el efecto acumulativo de todas esas exhortaciones que apelan a las máculas que tienes como ser humano, no por una tarea única. A la injuria del esfuerzo se suma el insulto de la vergüenza, dice Alain de Botton. Sentir que no llegas, que no cumples esas expectativas, es fuente de vergüenza. Por eso, además, tienes que esforzarte sin que parezca que te cuesta, lo que llaman el síndrome del pato de Stanford: desde fuera se ve un patito que parece fluir sobre el agua, grácilmente, pero por debajo (por dentro) el pato está moviendo frenéticamente sus patas para mantenerse a flote.
Cuando yo estaba terminando la universidad (cierto, en una carrera de letras, donde no se esperaba mucho de nosotros, porque «el que vale, vale, y el que no, a letras»), el ambiente era más relajado. No había tanta presión para quemar etapas de la vida, sino para explorar qué te gustaba, qué te apetecía, qué te llamaba, fuera y dentro del sistema educativo. Ahora incluso en carreras de letras, en asignaturas que no tienen gran trascendencia para el alumnado, el ambiente de ansiedad es palpable como una niebla densa. La universidad es cada vez más como la oficina, vas, fichas, vuelves a casa. En las privadas, donde he dado clases, muchísimo más. Los nuevos edificios, además, están pensados para impedir cualquier socialización en el espacio público: no hay sitio para sentarse a leer o comer o charlar con tus compañeros. No hay ni tiempo ni espacio para la exploración. Ese es un lujo que pocos se pueden permitir. El deseo mismo tiene que estar dirigido al emprendimiento, a la optimización.
En esta sociedad de producción que supera los límites planetarios, la información nos satura. No veo usar tanto la palabra «infoxicación» como hace una década, pero creo se sigue aplicando. Con este caudal informativo, de datos sobre lo que es y lo que no es correcto en cada faceta de nuestras vidas (que va, además, cambiando a la velocidad de la luz: el patito de Stanford es mi suegra diciéndole a la familia que ahora se pueden comer tres huevos a la semana, ahora uno al día, según los últimos estudios), ¿es de extrañar que queramos externalizar una parte de ese cansado trabajo del yo para que alguien gestione todo eso por nosotros y nos dé la versión resumida? Nutricionistas, entrenadores personales, psicólogos, profesores particulares, un ejército de especialistas en parcelas de la vida cada vez más compartimentadas que te ayudan a alcanzar tus metas. Me resulta tentador pensar con nostalgia en mi infancia y adolescencia, con mi madre cocinando abundantes platos de pasta los sábados, cocidos y albóndigas los domingos alternos, sin pensar en las calorías que tiene la pasta o si son las mejores elecciones nutricionales para los objetivos. ¡Eso son dos días de comidas trampa a la semana! Pero entiendo el peligro de esa nostalgia, porque esa falta de información es la que llevaba a mi suegra a usar Nivea como protector solar; o a recurrir al «esto [lo que sea] siempre se hizo así y qué bien estábamos» (spoiler: no). Sería, obstante, deseable que alguna de esas facetas de nuestra vida no estuviera guiada solo por los criterios de la optimización, de cuantificación, de burocratización y tecnificación. Me comentaba también mi chico de esos padres que van tomando decisiones en función de lo que dice un grupo de expertos u otro, pero sin que esas decisiones estén apuntaladas por un sistema de valores personal. Si tenemos miedo a equivocarnos en lo más pequeño, ¿cómo no va a paralizarnos el miedo en la crianza?
En estos tiempos, el deber, la responsabilidad, de todo sujeto, en tanto poseedor de «capital humano», es tomar siempre decisiones informadas. En una sociedad en la que ha desaparecido la red de protección que te salva si caes, supervisar tu salud y la de otros, en un cálculo constante de coste-beneficio, se convierte en un deber y se transforma fácilmente en hiperreflexividad. En un mundo en el que la prosperidad o el percance depende exclusivamente de tus decisiones, ¿cómo no vas a estar examinándote continuamente para ver si esa es la decisión correcta? Esa hiperreflexividad, entonces, es lo contrario al tan manido narcisismo y la autoindulgencia. Es consecuencia de la hiperresponsabilización de los sujetos, los supuestos héroes de su propia historia, dueños de su destino que, mediante las decisiones adecuadas pueden cosechar los frutos de la meritocracia. Y el resultado es el agotamiento, la fatiga, el cansancio.
Recuerdo a menudo estos días un texto de Mircea Eliade que me fascinó: «Invitación al ridículo», publicado por Siruela en El vuelo mágico. Lo compartí en mis tiempos jóvenes interneteros con gran calaje y ahora vuelvo a él, pensando en mi tarta mal cortada, en mis titubeos como máster de rol, en mis deficientes sentadillas, en el sistema cardiovascular a punto de entrar en combustión a la primera cuesta hace apenas una semana. Dice Eliade:
«Pienso que el ridículo es el elemento dinámico, creador e innovador de toda conciencia que se quiera viva y que experimente lo vivo. No conozco ninguna transfiguración de la humanidad, ningún salto audaz en la comprensión de ningún descubrimiento pasional fecundo que no haya parecido ridículo a sus contemporáneos.»
Lo perfecto, nos dice Eliade, es efímero, caduco. Equivale a la muerte (un libro perfecto es un libro muerto porque nace y muere en sí mismo). Lo ridículo en cambio es fecundo, es la vida misma en su imperfección, porque da lugar a lo imprevisible, porque conmueve. Esto entronca con lo que decía James P. Carse sobre los juegos finitos e infinitos. Distingue entre entrenamiento y educación en función de cómo afrontemos la sorpresa, es decir, lo inevitable, lo desconocido. Si buscamos prevenirnos contra la sorpresa, es decir, tener preparados todos los pasos para intentar controlar el resultado y buscar lo predecible, hablamos de entrenamiento. Si abrazamos la sorpresa, hablamos de educación. Un juego finito es aquel que se juega con el propósito de ganar, un juego infinito para seguir jugando. Nuestra sociedad, centrada en resultados y éxitos, no está interesada en la parte lúdica de jugar para seguir jugando, para descubrir, para el asombro. Si bien me considero más persona de la cultura de la culpa que de la vergüenza, confieso que el ridículo a veces me cuesta y busco el antídoto en la necesidad de control, en prevenir la sorpresa, pues es un mecanismo de defensa adquirido cuando te han humillado y se han burlado de ti. La idea, sin embargo, me parece tan potente, tan inspiradora que vuelvo a ella cada vez.
La edad y la enfermedad me han puesto en contacto con mis muy humanas limitaciones. Mi enfoque hacia el ejercicio está virando del control del cuerpo, con objetivos cuantificables, a la búsqueda de movimiento continuo, cuando puedo y el dolor me deja. Cómo no, en nuestra hubris humana del «querer es poder» hay muchísimo capacitismo. Activistas contra el capacitismo nos advierten que es mejor que empecemos ahora a darle la vuelta a nuestros prejuicios porque tarde o temprano nos ocurrirá algo que nos ponga rápidamente en el otro lado y el viaje será mucho más duro si no hemos hecho el trabajo antes. Los enfermos, los desempoderados, siempre son los otros, hasta que no lo son. Estoy tratando de dejar de lado la carrera de ratas de conseguir tal o cual. Siempre he defendido que contar calorías, ponerse objetivos cuantificables de tantos libros al año o pasos al día no es malo ni síntoma de nada. Por sí solas, son herramientas útiles, medidas que podemos usar tanto en pos de un objetivo como para valorar de forma algo más objetiva nuestro estar en el mundo si tendemos a no valorar lo que conseguimos. Querer hacer mejores tartas, mejores partidas, mejores marcas no es ser cómplice del capitalismo. Hay placer en eso. El cansancio, la fatiga, viene por la sobrecarga de mensajes sobre cómo optimizar la vida, pensar que la vida tiene que ser una carrera de objetivos que deja de lado el placer solo para considerar que hemos vivido. Que si vas al gimnasio solo porque te gusta y te sientes bien, pero no tienes objetivos te vas a desanimar y lo vas a dejar. Que para continuar con algo necesitas de objetivos mesurables porque el mero placer no bastará para mantenerte. Que no puedes quedarte en lo mediocre porque sería traicionar tu potencial. A veces es necesario abrir una espita en la vasija de lo posible, en la vasija del yo. El quiet quitting, ese «preferiría no hacerlo» de Bartleby, aplicado fuera del ámbito laboral a nuestro día a día.



































