Cultura terapéutica

Estoy estudiando un máster en Estudios Norteamericanos. La razón es que los dos que había empezado no los llegué a terminar por… cosas. Así que este fue un bonito descarte más o menos relacionado con mis estudios y mis intereses. Yo quería hacer un TFM porque me gusta mucho la investigación y, bueno, quizá luego subir de nivel. El caso es que el TFM del máster que estoy estudiando, que no defenderé, creo, hasta la convocatoria extraordinaria de febrero, irá de BoJack Horseman, metamodernismo y cultura terapéutica. No son temas al azar, o porque toca, sino intereses cada uno que parten de un lugar profundo sobre el que apuntalar una curiosidad académica. Estoy bastante orgullosa de estas conexiones, no solo porque creo que por fin encontré un hilo coherente, también porque no son solo un trámite a seguir sino que parten de un interés genuino por dar(me) respuestas, por chiquititas y modestas que sean, a cosas que me importan, que es lo que creo que debería ser toda investigación.

Ya hablaré, seguro, de BoJack Horseman (cualquiera que me conozca sabe lo mucho que disfruté de la serie por las cosas que cuenta y cómo las cuenta) y de metamodernismo (¡cha-cha-cha-chan!) pero mientras voy a tratar de explicar qué narices es eso que se ha venido en llamar «cultura terapéutica», hasta donde llegan los acuerdos. La cultura terapéutica, o cultura de la terapia, en función de cómo traduzcamos “therapy culture”, “therapeutic culture”, es un término bastante vago que se refiere principalmente a la prevalencia de los discursos relacionados con las disciplinas psi en nuestras sociedades contemporáneas más allá de los contextos clínicos, llegando a desplazar otros discursos. Podríamos llamarlo también la psicologización del individuo o de la sociedad. En este sentido, no es solamente una referencia a la literatura de autoayuda, la psicología pop o la industria de la felicidad en la cultura popular, sino que incluiría (especialmente en determinadas escuelas) un análisis crítico de las propias disciplinas psi (psicología, psiquiatría y -que me perdonen algunos- el psicoanálisis). Ese es el foco del análisis, que según donde se escore, entroncaría con las medical humanities, o humanidades médicas, o hacia el que se ha llamado el giro afectivo. Las humanidades médicas no son más que una mirada desde las humanidades a la medicina y otras profesiones relacionadas con la salud: narrativas sobre la enfermedad, reflexiones éticas sobre la práctica médica, representaciones culturales de ideas de salud y enfermedad, etc. Ponen de relieve la obviedad de que el dolor, la vida, la enfermedad o la muerte son mucho más que categorías médicas y forman parte de la experiencia humana. Por su parte, el «giro afectivo» tiene que ver con el renovado interés en las emociones en la vida social de los individuos, sus implicaciones políticas y sus usos culturales.

Mi interés por este giro terapéutico tiene, cómo no, un sustrato personal, es decir, parte de alguien que ha vivido, tanto en primera persona como en el contexto familiar, la psiquiatrización. Qué significa el diagnóstico, si un diagnóstico equivocado se debe a la mala praxis o también hay algo cuestionable en la forma de llevar a cabo los diagnósticos en general, incluso en la propia categoría diagnóstica, cuándo y cómo benefician los diagnósticos y cuando son iatrogénicos, en qué contexto se realizan. También me mueve la preocupación de hasta dónde debería llegar el poder de la psiquiatría, en qué medida se parece o ha ocupado el lugar de la religión y en qué se parecerían la confesión y el arrepentimiento del catolicismo en un contexto clínico. Y, más allá, qué son los trastornos mentales, si es culpa del capitalismo (neoliberalismo, dicen algunos) de la biología, la genética; si verdaderamente existe una epidemia o crisis de «salud mental», a qué nos referimos con esta expresión tan elástica de «salud mental» y a quién deja fuera este discurso mayoritario o mainstream sobre «salud mental»; si el lenguaje terapéutico ha desplazado a otros lenguajes y, de ser así, en qué nos beneficia y en qué nos perjudica aplicar el lenguaje terapéutico para designar nuestras experiencias en lugar de otros estilos narrativos. Y, más allá incluso, dónde queda la ética y la política en todo esto.

Yo no tomo «cultura terapéutica» como un término despreciativo, sino descriptivo. De hecho, incluso en lo que veo en un principio con ojo crítico, tomo ahora la actitud de que primero hay que entender y luego juzgar y me gustan los análisis sofisticados. Sin embargo, observo que en general la literatura se ha acercado (o ha construido, por qué no, quizá) al fenómeno más desde la crítica, en muchas ocasiones, moral. Como suele suceder, las críticas o los análisis críticos vienen de uno y otro lado, vamos a llamarlos izquierda y derecha. Muy resumidamente, tenemos dos, incluso tres, escuelas analíticas de la cultura terapéutica. De un lado, la corriente marxista y la neomarxista y la tradición foucaultiana de la gobermentalidad, de otro la escuela que podríamos llamar tradicionalista. Ambos lados coinciden, de forma muy simplificada, en que la cultura terapéutica individualiza problemas que podríamos llamar estructurales, bien por la desaparición de la religión como cohesionador social o por la atomización del individuo dentro del neoliberalismo. El primer texto canónico que inauguró la conversación sobre la cultura terapéutica fue el libro de Rieff The Triumph of the Therapeutic. Uses of Faith After Freud (1966). En su análisis sobre la cultura terapéutica tras la Segunda Guerra Mundial, Rieff sostenía que la cultura terapéutica significaba un importante cambio cultural que socavaba las fuentes tradicionales de moralidad colectiva como la religión organizada y otras autoridades establecidas, un lugar que empezaron a ocupar las llamadas disciplinas psi. En lugar de buscar la salvación por medio de la trascendencia religiosa, los individuos buscaban el desarrollo personal y la felicidad a través de medios psicológicos. Esta transformación cultural elevaba los psicólogos a un rol que antes ostentaban los curas, y se ensalzaba el bienestar personal como el fin último de la existencia. Sin embargo, otras perspectivas que podríamos llamar tradicionalistas sustituirían la religión por la filosofía, donde habría que volver a los estoicos para una versión más elevada de la felicidad que nuestra gratificación instantánea actual a través un hedonismo degradado. Considero que aquí entrarían las críticas de lo woke, la idea de que somos una cultura frágil llena de «copitos de nieve» y que no tiene problemas de salud mental, sino de resiliencia. Estas visiones tradicionalistas, por tanto, comparten una visión nostálgica de un pasado siempre mejor del presente actual.

En el caso de la tradición marxista, que en función del análisis y la perspectiva podría encajar en un cierto tradicionalismo, lo que se habría perdido es el colectivismo, la lucha colectiva y el desapego por la política. La crítica a la cultura terapéutica vendría dada porque ésta nos incita a replegarnos sobre nosotros mismos en lugar de luchar por reparar las injusticias sociales (la dicotomía del psicólogo o el sindicato). En esta tradición podríamos meter a la escuela de Frankurt o a un frankfurtiano contemporáneo como Adam Curtis en The Century of the Self. Parte de la tesis de Adam Curtis en ese documental (aunque con una rendija en la esperanza) no deja de ser que la posmodernidad nos volvió a todos unos cínicos incapaces de comprometernos en la política, presa del individualismo consumista, replegados sobre nosotros mismos y buscando consuelo en las más variopintas terapias como forma de liberación. Dentro de la tradición de la gobermentalidad destaca el sociólogo Nikolas Rose, quien influido por la genealogía de Foucault estudió el desarrollo histórico y la progresiva influencia de las disciplinas psi en la conformación de subjetividades dentro del neoliberalismo. Convertido en un régimen de verdad, el lenguaje y las técnicas terapéuticas dan forma a nuestras relaciones (con nosotros mismos y con otros) y han influido en las formas de gobierno de las instituciones. Para Rose la cultura terapéutica no señala un repliego de la política, sino que es un acto político en sí mismo, como tecnología del poder que regula nuestra psique y subjetividad (lo aceptado o inaceptado, por ejemplo) reconfigurando así nuestras orientaciones políticas.

De Rose recomiendo mucho su libro Our Psychiatric Future, de 2018 (hasta donde yo sé, el último que ha publicado sobre este tema) sobre el tema, ya un poco alejado de la gobermentalidad, y con un análisis fino del papel de la psiquitría en nuestra cultura lejos de reduccionismos simplistas y las falsas dicotomías, y que supone un buen resumen no solo de la trayectoria de sus ideas, sino de algunas partes del debate actual sobre si necesitamos terapia o un sindicato (o, mejor dicho, cuándo necesitamos terapia y cuándo un sindicato), qué hacen las etiquetas de trastornos mentales, qué papel han jugado los pacientes y supervivientes de la psiquiatría y sobre el complicado estatus de la psiquiatría como ciencia y qué papel puede jugar en el futuro. Rose adopta aquí una posición que me encanta, en el papel de tocapelotas, aceptando y criticando puntos tanto del movimiento antipsiquiatría como de la visión simplista de la psiquiatría como de instrumento de control, sin dejar de darle lo suyo a la propia psiquiatría biologicista.

Por supuesto, dentro del giro afectivo, más gente se ha sumado a la fiesta. Por ejemplo, la socióloga Eva Illouz ha centrado parte de su investigación en la relación entre capitalismo y las emociones, desmontando la idea de que el capitalismo es una maquinaria fría y racional desapegada del mundo emocional. Illouz ha estudiado el papel de la psicología en lo que ella llama el «capitalismo emocional» y cómo la intimidad se entiende y se expresa en términos económicos (de rendimiento, de interés, de coste-beneficio en una apuesta amorosa, por ejemplo). Illouz también ha estudiado el papel de la familia, el trabajo corporativo y los medios de comunicación de masas en la diseminación de estos lenguajes (incluso tiene un libro sobre Oprah, ahí es nada). La postura de Illouz, más que incidir en el repliegue del individuo hacia su intimidad, parece recalcar que esta cultura terapéutica ha difuminado las fronteras entre lo privado y lo público. Dentro del giro afectivo y más dentro aun, la fenomenología queer, cabe mencionar a Sara Ahmed. En La promesa de la felicidad, Ahmed ha estudiado entre otras cosas no qué es sino qué hace la felicidad, qué horizontes prometedores nos ofrece y por qué puede ser bueno resistirse a sus cantos de sirena. Dentro de la idea de felicidad muchas veces hay idearios imperialistas (nuestro modelo de sociedad es el que produce sujetos más felices, así que tenemos el derecho moral de exportarlas) o la asociación de la felicidad con el matrimonio que bien le sirve a la heteronorma. Menciona Ahmed a la “feminist killjoy”, la feminista aguafiestas y cascarrabias que señala en una cena los comportamientos machistas del cuñado sin dejar la fiesta en paz. Estar cabreada y un poco fatalista a veces es buena cosa, amigas.

En este punto, cabe decir que precisamente para el feminismo, si bien alerta de sus potencialidades corrosivas, la cultura terapéutica ha tenido aspectos positivos en tanto en cuanto ha socavado la legitimidad de las mismas figuras de autoridad patriarcal como el sacerdote, el padre de familia o el marido cuya pérdida parecía lamentar Rieff. Dentro de parte del feminismo (por ejemplo, Wright, en un artículo de largo título de 2008 que no voy a citar aquí, que esto es un blog y paso de la ANECA), se cuestiona quién construía esa autoridad, a quién beneficiaba, y en qué medida ese lenguaje terapéutico ha ayudado a las mujeres a identificar y nombrar dinámicas opresivas e incluso a revitalizar movimientos sociales. El debate está servido. En todo caso, no hay una sola cultura terapéutica, sino varias culturas terapéuticas que hay que analizar en su contexto. Las primeras obras que estudiaron esta medicalización o psicologización lo hicieron en la cultura angloamericana bajo unos parámetros muy concretos.

Espero que haya quedado claro al menos este rápido esbozo de a qué nos referimos con esta cosa de la cultura terapéutica, porque yo me tengo que marchar a sacar a la perra y me prometí no comemerme la cabeza con estas cosas que leen cuatro gatos, escribo de gratis y no son más que apuntes preliminares a la carrera. Si no, pues yo seguiré volviendo sobre este tema, que al fin y al cabo es lo que estoy investigando. Obviamente, me reservo el derecho a cambiar de opinión en público y todo.