Mira, de verdad. Odio poner títulos.
Llevo un tiempo pensando en la nostalgia hasta el punto de querer hacer un videoensayo (suena así como una cosa sumamente pretenciosa, pero no es más que un vídeo divulgativo de hablar de cosas) sobre la nostalgia desde la Odisea hasta nuestros días (vale, esto pretencioso no es, pero megalómano igual sí). Lo llevo pensando por dar una lectura más matizada de la nostalgia no como algo inherentemente reaccionario (querer volver a habitar un tiempo y un lugar tal cual lo era antes, idealizado y romantizado, cancelando el progreso) sino como un afecto que puedo generar alternativas al presente inspiradas en momentos del pasado que vivieron éxitos truncados. Y, de igual modo, que la mirada siempre vuelta al futuro no es necesariamente un síntoma de progreso sino una huida hacia adelante, hacia el abismo y el colapso. Y lo que estoy viviendo y leyendo en las reflexiones sobre cómo queremos que sea internet ahora, nuestro descontento con las grandes corporaciones que se han quitado la careta y han revelado ser el malo con bigote y el brazo en alto que siempre fueron, me ha recordado a ese poder de la nostalgia.
No sé en qué quedará todo esto, pero al menos en mi círculo (mira, te lo voy a decir: la amiga es Mastodon) sí que se habla bastante de cómo queremos que sean las redes sociales e internet y algo que suele salir con frecuencia es «la internet de antes». El antes de qué dependerá de a quién le preguntes, pero suele ser o antes de las redes sociales (corporativas) o antes de que todo se enmierdificara. Y surgen propuestas que sugieren, de un modo u otro, un retorno a herramientas de las que disponíamos antes y que quedaron sepultadas por la avalancha de las redes sociales: el correo electrónico, los blogs, los foros, las listas de correo. Como digo, mi circulo es pequeño y no sé cómo de extendida está la conversación en otros lugares, así que no hablaré en términos de revolución, pero, al menos yo, que también estoy en un momento de pensar mucho en cuál quiero que sea mi presencia en internet y me relación con los dispositivos móviles (relación que llevo pensando desde que existen, francamente), estoy disfrutando de una conversación que creo necesaria, independientemente de dónde finalice el camino.
Desde 2022 empezaron a proliferan los titulares de que las redes sociales estaban muertas. Hay quienes argumentan que las redes sociales fueron, desde el principio, una mala idea que parecía buena y que nunca tendrían que haber existido, por más que se hayan naturalizado como forma de comunicación con el tiempo y por el interés monetario de que así fuera. En nuestra traducción se pierde el matiz entre social media y social network, que parecen lo mismo, pero no lo son: mientras que lo primero es, bueno, un medio de transmisión lo segundo es un medio de conexión que empezó con la idea de organizar cosas offline (desde trabajo a amistades). Según esta lectura, los medios de comunicación social, lejos de ser la plaza pública, son más como gritar al vacío (o quizá de que te grite alguien desde su propio vacío). Como diría Naomi Klein, las redes nos convierten en un siniestro doppelgänger de nosotros mismos, lo que hace de nuestra existencia algo cada vez más espectral si pasamos demasiado tiempo al otro lado del espejo. Otros anuncian que tras su muerte viene una resurrección con alternativas más prometedoras y que nada tienen que ver con la última invención novedosa, sino cosas que estaban ahí desde siempre. En general, en medio de esta ola reaccionaria donde las redes comerciales han servido como vectores de odio, la sensación del potencial revolucionario latente de aquellos días se ha desinflado y ahora vemos la ingenuidad de dónde habíamos depositado nuestros sueños, que no lo desatinado de atreverse a soñar.
Y, en medio de esta ola reaccionaria, he visto muchas veces recomendar regresos a Ítaca: la vuelta a los blogs, la vuelta a los foros, la vuelta a las listas de correo. Paris Marx ha declarado su deseo de que 2025 sea «el año del ludita», la rebelión global contra las grandes industrias tecnológicas que no velan por nuestros intereses. Hoy mismo, de hecho, cuando preguntaba dónde podría compartir esos posibles vídeos locos, me han sugerido esto último: una lista de correo, «como toda la vida». Creo que este es un ejemplo perfecto de cómo ese impulso nostálgico puede ser revolucionario en tanto que rescata prácticas del pasado que tienen un perfecto sentido en el contexto actual, una vuelta a una suerte de internet artesanal de pequeñas dimensiones, como el derecho a reparar como se hacía antes en un mundo cada vez más consumista y derrochador. El propio decrecentismo tiene, si me apuras, un espíritu nostálgico. Para muchas, en cambio, este lamento melancólico de lo que pudo ser y no fue podría leerse como el derrotista signo de los tiempos: una humanidad herida de nostalgia que ha dejado de creer en el progreso. La cuestión es que el progreso que nos han vendido es una huida hacia adelante sin volver la mirada a los muertos que dejan detrás y que termina en el despeño por el abismo.
Hace no mucho, abrazar las últimas novedades tecnológicas (de internet o de allende internet) era casi sinónimo de ser progresista y dudar de su utilidad o necesidad era síntoma de abuela cebolleta que no se adapta a los tiempos y tenía un pie en la tumba (la física y la metafísica de la irrelevancia). Poco a poco, parece que va calando la idea de que «adaptarse a los tiempos», si los tiempos van contra el interés colectivo y del planeta, no es «progresista». Que a veces para progresar hace falta regresar. Que el mantra de «adaptarse a los tiempos» es un rodillo apisonador que atenta contra la vida. Que «adaptarse a los tiempos» en este momento de desarraigo forzado al que quieren llamar nomadismo, precariedad laboral y gentrificación de los barrios no es progreso. Que criticar el presente puede significar que, efectivamente, haya cosas que han ido a peor sin que sea nuestra mentalidad nostálgica la responsable del diagnóstico. Como le dije a mi doctora de cabecera el otro día, llevo yendo a ese centro de salud desde que era niña y puedo recordar cuando tenías una cita disponible a los dos o tres días y cómo ha ido, progresivamente, deteriorándose y pasando de una semana a cuatro semanas, como me sucede ahora. No creo que sea un lamento nostálgico del pasado idealizado querer recuperar un sistema de salud donde los tiempos de espera no te postran en tu casa durante cuatro semanas.
El recuerdo es necesario. Existimos personas (¡vampiro esisten!) que hemos vivido la era pre-internet y podemos comparar, lo bueno y lo malo, pero iremos desapareciendo. El otro día leí que había habido una ola de nostalgia por los 90 y es algo que me resultaba incomprensible porque yo, que fui una adolescente en los 90, recuerdo aquella época como algo bien feo (estética y políticamente) e incapaz de suscitar nostalgia alguna. Cinismo y moda de mierda. Luego me dicen que parte de esa nostalgia tiene que ver con que los 90 fueron la época preinternet y lo entiendo un poco más, intelectualmente, aunque me siguen pareciendo una cosa fea de cojones. Ahora ya hay más gente que no sabe qué es vivir sin un smartphone que gente que sí y esa gente sueña con cómo sería su vida sin la economía de la atención, igual atribuyendo erróneamente su malestar a tecnologías que consideran parasitarias, igual no. Por supuesto, muchos escépticos señalan que esas críticas se pronunciaron también durante la época victoriana y eduardiana, donde la gente se lamentaba de la constante interrupción de los telegramas, los teléfonos, los coches a motor y demás inventos de la industrialización y cómo eso afectaría a nuestra salud. El médico James Crichton Browne alertaba de qué consecuencias tendría para el cerebro tener que procesar mucha más información en un mes de lo que se les pedía a sus antepasados en toda una vida.
Visto desde nuestro presente, esto nos resulta risible y, sin duda, desenterrar estas advertencias médicas nos sirve para evaluar con algo más de mesura los titulares sobre el colapso de nuestra atención. Sin embargo, las comparaciones de «es que Sócrates ya decía que…» siempre me han parecido un recurso perezoso porque, comparar sin más épocas distintas no dice nada de la particularidad del presente y parece insinuar que son absolutamente intercambiables. Sí, es cierto que existe una corriente de pensamiento contemporáneo que recuerda a las teorías eugenecistas de degeneración moral del siglo XIX, especialmente en todo cuanto atañe al cacareado «declive de Occidente», pero ¿son esas teorías las que están detrás de toda preocupación genuina por el impacto de la tecnología en el tejido social y en la salud? Después de todo, maguferías aparte, también durante el siglo XIX contó con numerosos movimientos sociales que se preocupaban por las condiciones laborales, los efectos de la urbanización e indistrialización en los trabajadores. Puede ser reconfortante, en tiempos de emergencia climática, recurrir al pasado y decir: «¿ves?, antes también se preocupaban por el fin de la civilización y aquí seguimos, no pasa nada», pero quizá no sea lo más sensato ante el peligro al que nos enfrentamos ahora.

Pero ya divago.
No tengo ninguna conclusión a este texto más allá de que estoy viviendo con alegría todas estas reflexiones en torno a qué redes queremos tejer y cómo en esta vieja-nueva internet y que, si hay cierto impulso nostálgico en recobrar algo de las redes de antes (más pequeñas, más calladas, más centradas en intereses comunes y menos generalistas) y traerlo al presente para hacerlo más habitable a mí me parece bien. No me parece sentimentalismo, ni ingenuidad, ni escapismo, ni otras de las muchas maldades que se le atribuyen a la nostalgia. El futuro no se construye en el vacío, sino que se fundamenta, entre otras cosas, en el recuerdo y en la memoria colectiva y a veces, como nuevos luditas y arqueólogos del presente, encontramos herramientas en el pasado que son pequeñas armas de resistencia.