Hasta el toto de la «salud mental»

Sí, la verdad. Estoy hasta el toto de la «salud mental».

Empezar así parece una de esas declaraciones incendiarias del enfant terrible de los suplementos de cultura de cualquier semanal diseñadas para captar la atención por medio de la provocación. Y en parte, no os voy a engañar, quiero llamar la atención, pero lo mío no es provocar. Es que de verdad hasta el toto es del concepto «salud mental». Me exaspera, me llevan los demonios.

En un intento de impulsar mi vida cultural, me apunté a un taller de lectura que, se supone, iba del binomio mujeres y locura en la literatura. No «mujeres y salud mental», lo ponía muy claro en el título, sino mujeres y locura. Sin embargo, cuál no sería mi asombro cuando en la primera sesión apenas se pronunció la palabra «locura» y, en un determinado momento, el ponente que hacía las veces de moderador dijo algo así como: «sí, esta novela es muy interesante para hablar de cosas de… eh… salud mental». El titubeo ya es bastante revelador porque, en primer lugar, por más que hablemos de salud mental en realidad no sabemos de qué estamos hablando y tropezamos conlas palabras y, en segundo lugar, indica que estamos ante una expresión eufemística que oscurece el significado más que iluminarlo. Sabemos que en el lenguaje clínico la «locura» es un término cuestionado, pero tiene una dimensión estética a la que entiendo que se refiere el curso. Y sin embargo apenas nadie se atrevió a hablar de locura porque, bueno, nos da palo. La expresión es eufemística porque busca no estigmatizar, aunque acabe haciéndolo, y porque lucha por encontrar el término opuesto a la salud cuando hablamos de sufrimiento psíquico. El resultado es que las cosas que ilumina son una serie de malestares fáciles de digerir en el discurso público mayoritario, como lo son ahora la ansiedad y la depresión, pero oscurece cualquier otro padecimiento que no entre dentro de lo fácilmente digerible, como la psicosis, la esquizofrenia. Es un término, no sé cómo decirlo, muy clase media, con su moral de clase media.

Hablamos de «salud mental» incluso para referirnos a lo que creemos lo contrario con rodeos como «problemas de salud mental» porque no podemos hablar de «enfermedad», dado que no estamos en el paradigma biomédico. «Trastorno» es el término clínico empleado en los manuales diagnósticos, pero también nos suena estigmatizante o no queremos emplear el término para no refrendar el discurso psiquiátrico. A veces, hablamos incluso de «problemas de salud mental» para cosas que no son o no tendrían que ser «problemáticas», en un sentido cercano a lo patológico, si se quiere, y así metemos emociones que creemos negativas, neutras o positivas en un cóctel de consejos sobre cómo vivir. Ahí, el término «salud mental» está más cerca de la moral que de cualquier cosa relacionada con la salud o la enfermedad. Es más, la invocación al eufemismo de la salud mental se suele hacer en contextos en los que no se entiende la forma que otras personas tienen de vivir, infiriendo que si Pepita hace tal cosa (desde, yo qué sé, el culturismo al BDSM) es porque tiene que tener problemas de salud mental. «Eso no puede ser bueno para la salud mental», decimos, porque no queremos reprobar directamente a nadie y llamar «degenerada» a la gente queda un poco desfasado en este siglo, y nosotras ante todo somos muy modernas. Y, sin embargo, todo esto es muy como de los famosos otros victorianos de Foucault. También nos vale como justificación de nuestras acciones. Apelamos a la «salud mental» cuando nos tomamos un descanso o decidimos dejar una relación cuando los descansos y las relaciones forman parte de nuestra vida ética tanto como de nuestra vida psicológica. Lo hacemos porque, en el discurso mayoritario, no puedes estar en contra de la salud mental porque es el equivalente contemporáneo al «quién piensa en los niños». Así que, apelando al concepto «salud mental», esperamos justificar nuestras elecciones ante los demás con el sello aprobatoria de las autoridades en salud mental. En ese contexto, cuando apelamos a la salud mental estamos apelando a un discurso de autoridad que nos dé permiso sobre cómo vivir. Sin embargo, psicologizando las acciones les privamos de esas otras dimensiones éticas y políticas que conforman nuestras vidas.

Lo que nos han enseñado las teóricas de lo afectivo es que las emociones negativas (esos “ugly feelings” que describe Ngai1) tienen cabida en nuestras vidas y, además, son productivos, en lo individual y en lo colectivo, en lo personal y en lo político. Dedicarse a un proyecto creativo que nos enciende el alma puede ponernos al borde de la locura; forjar relaciones profundas con los demás es una tarea muchas veces incómoda y desagradable; los lazos políticos ponen a prueba nuestro bienestar. Muchas de las cosas que hacemos pueden ir en contra de la «salud mental» y aun así ser enriquecedoras y gratificantes. Y, a veces lo que parece positivo y alineado con la «salud mental», como perseguir la felicidad, esconde regalos envenenados y quedamos atrapadas en el optimismo cruel2. Las personas cabreadas (muchas de ellas, las personas situadas en los márgenes, como las personas queer, racializadas, las psiquiatrizadas, discas o migrantes), no lo están muchas veces por patologías psíquicas, sino por heridas sociales y violencias sistémicas. Lee Edelman vino a decir que él no pensaba en los niños porque pensar en los niños suponía seguir aceptando un marco político conservador que garantizase como fuese la heterosexualidad en virtud de capacidad reproductiva3.

Volviendo a la relación entre moral y salud mental, resulta curioso que persistan estas asociaciones, que, por supuesto, no son nuevas: desde las histéricas que no se ajustaban a la sociedad patriarcal hasta nuestros días. El término salud mental tiene una historia que comienza con el movimiento de «higiene mental», un movimiento que empezó con ideas reformistas de los manicomios, pero que sutilmente venía a sugerir que las personas con enfermedades mentales eran sucias y que tenían que limpiarse por medio de determinadas prácticas sociales y privadas; un movimiento, por cierto, con fuertes conexiones con la eugenesia, especialmente la social en aras de la «prevención», porque lo de la limpieza ya se sabe. Los participantes de las propuestas reformistas del movimiento de «higiene mental» fueron los primeros en usar el término «salud mental» enfocándonse en los «maladaptados» para que pudieran corregir sus conductas antes de que la enfermedad mental se desarrollara y asentara y fuera incorregible. Estar sanos, tener buena salud mental, era estar «adaptados» al sistema (del trabajo, de las condiciones de vida). El foco, entonces, no estaba en lo patológico, sino en lo prepatológico, donde emociones y conductas no patológicas tenían que ser observadas por si acaso. ¿Las conductas, o mejor dicho, actitudes sospechosas? La maladaptación, por supuesto, pero también la infelicidad, la ineficiencia, la incompetencia y la conducta antisocial, muy especialmente en la infancia4. Es curioso pensar que la aparición de la salud mental estaba ya desde sus inicios asociada a la sospecha.

Que «salud mental» es un término poco claro tampoco es una reflexión novedosa, porque casi desde su institucionalización hubo voces que se hicieron eco de este significado ambiguo5. Ahora que se ha popularizado tras su difusión, quería recalcar ese carácter eufemístico, moralizante y alterizador que conserva y que incluso se ha recrudecido. No nos damos cuenta de que usando un eufemismo estamos arrinconando experiencias con las que no nos sentimos cómodas, quizá en parte por ese carácter moral que ha adquirido el eufemismo, pero al final este tipo de discursos terminan en lo que Grey llama una «alterización benevolente»6. La benevolencia es una actitud condescendiente hacia el otro que, dentro de este discurso, no puede abandonar la posición de otro (el rarito, el extraño). Me parece positivo que se hable de la dimensión psicológica de nuestras vidas, de nuestras alegrías y de nuestros padeceres, de nuestros afectos y desafectos. Es comprensible que dudemos con el lenguaje relacionado con el sufrimiento, especialmente aquel que nos es ajeno. Pero usar «salud menta» como un cajón de sastre en el que todo cabe no es una estrategia política eficaz y sería positivo articular otros discursos que nos permitan hablar del otro sin estigmatizarlo, ni patologizarlo, ni invisibizarlo.

  1. Ngai, Sianne. Ugly Feelings. 1st paperback edition, Harvard University Press, 2007. ↩︎
  2. Berlant, Lauren, y Hugo Salas. El Optimismo Cruel. 1a. edición, Caja Negra, 2020. ↩︎
  3. En una nota muy personal, creo que esto es a lo que se refería mi profesor de antropología cuando decía que «no todos los maricones queremos la casa con niño y perrito». Es decir, el maricón (Edelman no habla de sujetos mujeres) es aceptado en tanto que reproduzca las estructuras sociales de casa con niño y perrito porque decirle que no a los niños es decirle que no al futuro. Edelman, Lee. No Future : Queer Theory and the Death Drive. Duke University Press, 2004. ↩︎
  4. Los libros de Nikolas Rose son muy buenos para entende estas ideas. Ver, por ejemplo: Rose, Nikolas. Governing the Soul : The Shaping of the Private Self. Routledge, 1991. Rose, Nikolas S. Inventing Our Selves : Psychology, Power, and Personhood. 1st paperback ed, Cambridge University Press, 1998. ↩︎
  5. Ya en 1958, se relató que «difícilmente encontremos un término dentro del pensamiento psicológico actual tan impreciso, elusivo y ambiguo como el término “salud mental”». Y más adelante, el autor opinaba que la salud mental corría el riesgo de «convertise en un movimiento popular que vive de eslóganes y presente diez reglas fáciles para vivir mentalmente saludables para siempre» [mi traducción]. Citado en Roberts-Pedersen, Elizabeth. Making Mental Health : A Critical History. Routledge, 2024. ↩︎
  6. Flick Grey, ‘Benevolent Othering: Speaking Positively about Mental
    Health Service Users’, Philosophy, Psychiatry & Psychology 23 (2016): 241–51. ↩︎