«Dame conocimiento, que poder ya tengo»

La frase no es mía, os lo digo desde ya, pero la he hecho mía. La frase es de un amigo bien conocido por tener frases memorables en las partidas de rol y, un día, ante el ofrecimiento del vino del foso, le espetó al malo: «dame conocimiento, que poder ya tengo». Y, veréis, yo no tengo poder, soy lo que en inglés se conoce como underdog, una perdedora, I’m a loser baby why don’t you kill me etc, pero voy por la vida, perdón por la intensidad, con hambre de conocimiento. Entro en clase pisando con fuerza y con ganas de gritar: «¡dame conocimiento, que poder ya tengo!». Entro en el despacho escuchando el enésimo curso de lo que sea con ojos hambrientos de respuestas. Hace un par de semanas, después del seminario, me encontré a la profesora en el baño y ardía en deseos de conocer su opinión sobre la escena de una película que habíamos discutido. Por suerte para ambas, he tenido la socialización suficiente como para establecer los filtros apropiados en esas situaciones (en otras, quizá no tanto) y tiré del catálogo de la conversación de aseo, pero hasta a mí me sorprendió ese deseo desgarrado, por saber, por compartir, por preguntar. Lo había sentido cuando terminó la sesión, pero ya habíamos estado diez minutos más de la hora de cierre y, gracias a la socialización, pensé que hacer esa pregunta incluso ante la incitación de la profesora con su: «¿algún comentario más…?» no me granjearía precisamente la simpatía de los compañeros. Yo misma tenía un tren que coger, eran las 20:10 y tardaría dos horas en llegar a casa (gracias por tanto, transporte público), pero el deseo, el hambre, era casi irresistible.

Estoy estudiando un máster, con esperanzas por fin de acabarlo, y con bien (buena confianza, buena experiencia, ojalá buenos resultados) y me doy cuenta de que esas horas a la semana son las únicas de las que dispongo para hablar con alguien de temas que me apasionan. Para compartir. La primera sesión quería atarme el brazo para no levantarlo más y casi terminé pidiendo perdón por hablar demasiado. Lo estoy haciendo a tiempo parcial, dividido en dos cursos, así que era la segunda o tercera vez en dos años que me oía reconocer en voz alta que esas eran las únicas horas a la semana que tenía para mantener una conversación sobre temas de mi interés. Porque, además, llego a casa de noche y yo estoy encendida a pesar del cansancio mientras que mi pobre marido apenas puede ya mantener los ojos abiertos del sueño (gracias por tanto, capitalismo). Y cualquier cosa puede encenderme. Cuando algo a priori pensaba que no me interesaría, de repente saltan chispas de preguntas en mi cabeza: «¿de dónde viene esto?, ¿estará acaso relacionado con aquello?». Consigo apasionarme por cosas antes para mí insólitas. Quiero saber, y el saber nunca se acaba, es inabarcable, pero, aunque puede ser muy frustrante, hay placer en esa inagotabilidad.

Y, por eso, cuando me rondaba la idea de volver al mundo blog, le pregunté a este amigo si no le importaba que usara su frase exitosa para ello. Permiso concedido, y aquí estamos. Sin embargo, como nombre de dominio iba a quedar larguísimo. «Dame conocimiento», a secas, parece un portal de apuntes para la EBAU o un ofrecimiento megalómano que no puedo satisfacer. Y ya hemos quedado en que, poder, lo que se dice poder, no tengo. «Loca del desván», en cambio, era algo que llevaba usando como nombre de la tinyletter y de lo que también me apropio. Ese libro seminal de Gilbert y Gubar sobre genealogía y escritura de mujeres que toma a la confinada Bertha Mason de Jane Eyre como arquetipo decimonónico de mujeres constreñidas por la lógica patriarcal, pero que podemos estirar hasta nuestros días. Como muchas otras, me apropio y hago mío el estereotipo de loca y exaltada, que no es otra cosa que aquella que rebasa los límites que te impone el culto de la buena feminidad. No seas demasiado grande, no ocupes demasiado espacio, no vistas demasiado llamativa, no quieras saber demasiado. Ahora es el «intensa», con el que las nuevas generaciones parecen tener una relación irónica. No aprendemos con grandes correctivos, sino pequeños. Una mirada acusadora, un reproche de pasada, un silencio como castigo, hasta que aprendes a disimular y después a emular aquello que te compra una entrada de aprobación. Emular lo que crees que es aceptado. Esto no sucede solo en lo macro (el heteropatriarcdo, si queréis), también en lo micro. Toda cultura, todo grupo, tiene esas normas implícitas que se mantienen por repetición, y sus pequeñas subversiones. Pero ¿veis? Ya desvarío.

Soy intensa. Tengo emociones intensas y tengo pasión. No quiero sonar soberbia (qué exceso), pero tampoco quiero tirar de falsa modestia: el año pasado nos dijo una profesora que igual pensábamos que se lo decía a todos los grupos, pero que lo había comentado con otra compañera y habíamos sido un grupo de verdad excelente y yo sabía que también lo decía por mí. Me sentía de verdad incluida. Durante muchas sesiones, sentía que mi opinión era tenida en cuenta, que formaba parte de la conversación. La cosa no iba de tener razón, sino de ser escuchada. Incluso en una de las clases, una compañera que venía de Erasmus me dijo en un aparte que le encantaban mis comentarios y yo me puse como un globo. Pero no siempre me he sentido así. La mayor parte de mi vida me he sentido tonta. Incapaz de estar a la altura. Y ahora no es que me vea como una genia, porque no lo soy, pero me descubro haciendo asociaciones de las que antes no era capaz. Algunas llegan a alguna parte, otras a ninguna, pero el viaje siempre merece la pena.

Y ayer lo tuve claro: no he llegado aquí (y entended este «aquí» como un lugar nada especial, no tengo títulos ni reconocimientos, no es más que un estado del que me siento orgullosa y que me proporciona felicidad) por mi inteligencia, he llegado por mi pasión. No digo que sea tonta, ya no me lo siento, pero no soy particularmente lista. Es el hambre lo que me ha impulsado. Vengo de familia humilde, mis padres no tenían estudios y nunca he tenido un entorno «intelectual», pero este terruñito humilde, este puñadito de tierra, lo he conquistado porque soy una intensa. Creo que mis padres, a su manera, también lo eran: no tenían estudios, pero tenían pasión. Yo le contaba a mi padre las cosas que aprendía y me escuchaba con genuino interés. Cuando decidí dejar Periodismo tras cuatro meses de aburrimiento se sintieron decepcionados, sí, pero no me impidieron pasarme a Filología Inglesa. En parte porque mi hermano ya pagó por mí, ay, cuando le convencieron que no desperdiciara su inteligencia y capacidad para los estudios en una carrera como Historia y estudiara Ingeniería de Telecomunicaciones. Creo que supieron de su error. Veinte, treinta años después, mi hermano nunca te hablará con pasión de nada relacionado con Teleco, pero sigue hablando de Historia. Él pagó, yo pude seguir mi corazón.

Atesoro esa pasión porque me hace feliz, así que, aunque sé que hay contextos donde hay que modularla, no pienso renunciar a ella y pienso compartirla aquí porque me estalla el pecho. Me hace feliz investigar, meterme en jardines, hacerme preguntas, lanzar reflexiones. El otro día no conseguí llegar al gimnasio porque estuve hora y media de reloj hablando en voz alta simulando que hablaba con mi futuro tutor de TFM. Encima en inglés, que hay que aprovechar para practicar. No voy a mirar en el DSM si tratan esto como un síntoma, pero hasta hoy solo se lo reconocía a mi marido (que me monto películas en voz alta) porque me da miedo que la gente crea que estoy cucú. No busco una «carrera académica», primero porque ya es tarde (casi respiro aliviada, porque me da libertad), segundo porque no creo tener el carácter adecuado, pero aprender me hace feliz y no puedo imaginar mi vida sin ello. Me gusta el reto intelectual de plantearme una pregunta y tratar de darle una respuesta un tanto sofisticada. En general, vivo con pasión, pero esto es lo que más callo porque no quiero parecer pedante.

Si tiene un lado oscuro es que muchas veces también me hace sentir sola porque no es algo que pueda compartir a menudo. El otro día leía una entrevista con Nikolas Rose en la que decía que habían formado su grupete de lectura en la universidad para leer a Foucault y se habían montado el seminario a su manera. Por mucho que yo esté orgullosa de esta llama, el conocimiento, por más cliché que nos parezca, no se construye de forma individual. Y aunque los grupos y yo no nos llevamos bien porque tengo que enfrentarme a muchas inseguridades, me daba envidia imaginarlo, personas afines y que se respetan, construyendo algo juntas. Me pasa también, esa envidia, con esas personas, antes desconocidas entre sí, que construyen comunidad a través de sus podcasts sobre su pasión nicho (es flipante la de podcasts de Filosofía que hay, por ejemplo). De hecho, escuchar podcasts ha sido fundamental en esta conquista de terruñito, porque participaba, aunque fuera de forma silenciosa, de una conversación y me ayudaban a entender conceptos.

Incluso en mi propio entorno académico de máster, a veces me encuentro teniendo que justificar que yo no quiero hacer el TFM como un trámite, un medio para un fin, sino porque de verdad quiero investigar algo que me interesa. Hacerlo bien, disfrutarlo. No estoy aquí porque tenga que dejar muescas o perseguir hitos y, ea, ya está, a otra cosa, mariposa. Esto no invalida el otro lado, la necesidad de hacerlo porque da puntos para las oposiciones, o porque nos han convencido de que sin un máster no vamos a ninguna parte. Estamos todas metidas hasta las trancas en la maquinaria neoliberal, la financiarización de la vida cotidiana que rige cada una de nuestras decisiones (somos «empresarios de nosotros mismos, invertimos en nuestro futuro, el coste riesgo-beneficio», esas mandangas). Disfrutar de algo es tanto un privilegio como una rebelión. Yo tengo el privilegio de poder estudiar, aunque no lo estoy haciendo en las condiciones que me gustaría (estoy muy cansada, titis), pero también hacerlo por gusto y no para sacarle rédito es mi pequeña rebelión.

Ayer vi un titular de estos de ciberanzuelo que me dejó picueta: «elogia a tu hijo para que rinda en los estudios», o alguna mierda por el estilo. No porque lo merezca para el desarrollo de su persona, su confianza, no, para que rinda en los estudios. Mientras escribía esto, me he acordado de una escena de una de mis películas favoritas (Before Sunrise, Richard Linklater, 1995; joder, qué viejas somos) en las que Céline le cuenta a Jesse cómo sus padres, cuando era niña, trataban de reconvertir todas sus entusiastas y fantasiosas aspiraciones en trabajos trabajos prácticos con los que ganar dinero.

“My parents have never really spoken of the possibility of my falling in love or getting married or having children. Even as a little girl, they wanted me to think about a future career as a TV newscaster, or a dentist, or something like that. Yeah, I’d say to my dad I wanted to be a writer and he’d say journalist. I’d say I wanted to have a refuge for stray cats and he’d say veterinarian. I’d say I wanted to be an actress and he’d say TV newscaster. It was this constant conversion of my fanciful ambitions into practical moneymaking ventures”.

Hay que aplicar el principio de realidad a los nenes desde bien pequeñitos, que el mundo es muy duro y cuanto antes lo sepan mejor, mentalidad tiburón y no sé qué. La movida es que los adultos también necesitamos nuestras “fanciful ambitions”, un reducto donde hacemos las cosas porque disfrutamos con ellas y, por tanto, no importa si las hacemos mal, si no sacamos rédito de ellas, si no les damos forma definida con la que, aunque no las vendamos, puedan ser vendidas. Puedes querer escribir sin querer ser escritora, puedes querer pintar sin querer ser pintora, puedes querer hablar de libros sin querer ser boockaster. Hacer cosas por algo distinto a que formen parte de nuestro portfolio, nuestra carta de presentación ante los demás, para que nos vean como personas valiosas en las que invertir.

Yo quiero llegar a viejita con esa misma pasión de gustos informes e inconexos, con la misma sed de respuestas y la misma devoción por el misterio. Una de mis mayores inspiraciones es mi suegro al que, con ochenta años, van a operar pronto de la vista (de cataratas y miopía, que tiene más dioptrías que yo kilos, y le van a implantar una lente, todo muy ciberpunk), pero nunca para de buscar la forma de tratar de leer, de ver series, películas porque le apasiona, disfruta con ello, se le iluminan los ojillos de topo cuando te habla de algo que le gusta que da gloria verlo. Cuando sea viejita y me tengan que cambiar el pañal, si aún conservo un poco la cabeza, quiero gritarle a la enfermera: «¡dame conocimiento, que poder ya tengo!».