La nostalgia, la televisión y la construcción de la identidad: I Saw The TV Glow (#spooktober3, yo qué sé)

Sí. lo sé. No estamos en octubre, estamos en noviembre, pero yo llevo mis ritmos, ¿vale? De hecho, debería ahora mismo estar escribiendo mi TFM, pero me he engañado (spoiler: no en realidad) diciéndome que, como parte del trabajo tiene que ver con una examinación de la nostalgia desde un punto de vista más comprensivo que el que se suele usar, puedo escribir esto para darle forma a mis ideas. En parte es cierto, pero seguro que podría «darle forma a mis ideas» escribiendo el TFM en lugar de esto. Pero, ¡caramba!, ¡yo me debo a vosotros, mis exiguos cuatro lectores! No os puedo dejar abandonados tanto tiempo. Para calmar mi conciencia, me he propuesto tratar de escribir esto en tres pomodoros (se oye una risa sarcástica en vuestros altavoces). ¿Lo conseguiré? Lo descubriréis al final del artículo. Ostras, lo he llamado «artículo» y todo.

I Saw The TV Glow (2024), el motivo por el cual estoy hoy faltando a mis obligaciones

Una de las películas que vi durante este Spooktober en el que me había propuesto ver una película de terror al día fue I Saw The TV Glow (2024). ¿Sabéis esas pelis o libros o lo que sea que no os gustan tanto cuando las veis, pero luego, pensando sobre ellas, empezáis a descubrir cosas y os gustan cada vez más? Creo que esta fue una de ellas. No me pareció una película de terror, más bien un drama, aunque puedo entenderlo si ampliamos el significado de la categoría «terror psicológico» al desgarro que te deja presenciar la muerte en vida de un personaje. De Jane Schoenbrun, le directore1, había visto We’re All Going to the World’s Fair (hecha con dos mil dólares y unes amigues en los bosques, así tal cual), que me había dejado un tanto fría, aunque en retrospectiva esta y I Saw The TV Glow tienen puntos en común: la soledad y la incomunicación, nuestra relación con los medios audiovisuales y el salto a la madurez dentro de una cultura audiovisual… Jane había descrito I Saw The TV Glow (que cuenta con un presupuesto de diez millones de dólares) como una alegoría de descubrir que eres trans. Los tropos que acompañarían a la experiencia y que se muestran en la película asociados al género de la fantasía, son el ser enterrado y enterrada en vida, pero también entrar en un plano de realidad diferente. Como persona cis, no puedo hablar de esa experiencia, pero el desgarro de no reconocerse y no ser reconocide (que aparece también de forma literal y figurada en la película) es algo palpable. Mi marido y yo no podíamos dejar de decir lo tristes que nos sentíamos viendo la peli, incluso aunque no sea una película solo sobre la tristeza. De lo que me siento con algo más de autoridad para hablar es cómo la película reflexiona sobre la televisión y los géneros formativos (en este caso, fantásticos) que vimos en nuestra adolescencia, con una mirada, creo, más sútil y comprensiva que el «cualquier mirada al pasado revela una nostalgia condenable, la negación del futuro y la mejor opción es dejarlo caer».

Liminalidad: sitios de transición

No hace falta señalar que la palabra «nostalgia» se ha convertido en un campo de batalla político: las miradas regresivas a la mitología nacionalista de Trump y el Brexit, las trad wives, los remakes de los ochenta donde los niños jugaban libres montados en sus bicis… Todo ha sido interpretado como las trepidaciones que sienten las democracias liberales de la enorme sacudida que supuso la crisis financiera de 2008 y el lento movimiento telúrico que está hundiendo la democracia. Aunque esa nostalgia se asocia más a menudo como un movimiento reaccionario de las nuevas pero viejas políticas de la derecha, la izquierda tampoco está libre de una sentimentalidad nostálgica que lamenta la pérdida de pasados que nunca fueron tan progresistas como nuestra amnesia nos da a entender. La canibalización del pasado como industria lucrativa es la marca de los dosmiles. Dos libros que ando hojeando ahora mismo para mi investigación (Netflix Nostalgia: Screening the Past on Demand y The Aesthetics of Nostalgia TV: Production Design and the Boomer Era, ambos, curiosamente, publicados en 2019) incluso se atreven a declarar que las plataformas de streaming como Netflix llevan en su algoritmo la nostalgia inscrita, hasta el tuétano2. Netflix nos ofrece una desoladora puesta en abismo de nostalgia mediada comercialmente. Vamos, lo que alguna vez he descrito en mis círculos íntimos como la cultura del ciempiés humano de alguna parte de la comunidad creativa friki y que no podría poner en mi TFM: te alimentas de lo que ya cagaron otros. El cómic de la serie en la que se inspiró la película fue la inspiración de mi libro. Algo así.

La fascinación del ritual televisivo

Me irrita particularmente que no se pueda concebir una mirada compasiva hacia aquellos productos culturales que fueron formativos en nuestra adolescencia y juventud al mismo tiempo que ofrecer una mirada crítica. En otro libro que ando leyendo a ratitos, Immediacy, de Anna Kornbluh, la autora dice que la marca de nuestros tiempos es precisamente esa falta de mediación, de distancia crítica, donde todo es «la exposición inmersiva de Van Gogh», la total identificación con el objeto. Dice Kornbluh en varias entrevistas que es frecuente que personas que por lo general son articuladas, reflexivas y capaces intelectualmente, cuando la escuchan criticar Fleabag por mostrar esas características de nuestro capitalismo salido de madre (el mírame, aquí estoy, ríndete a la experiencia) que ella critica, de lo único que son capaces es de decir es «ay, ¡pero es que Fleabag me encanta!», como a la defensiva. Francamente, podría ser algo que yo misma dijese. Y, sin embargo, hay películas y series que miran al pasado justo con la actitud descrita en el inicio de este párrafo que ya me está quedando demasiado largo. En TV Glow, Maddy (interpretada por Brigette Lundy-Paine) le descubre a Owen (Justice Smith), otro adolescente solitario y aislado, la serie The Pink Opaque una serie de fantasía à la Buffy the Vampire Slayer (como varias críticas han reconocido, una serie con la que incluso comparte tipografía, aunque a mí me recordaba más a la serie Charmed o Embrujadas, que me tragué religiosamente cada vez que la echaban sabiendo que aquello era mortadela, quizá porque nunca he visto Buffy) que va de dos mejores amigas que se conocen en un campamento de verano y descubren que tienen poderes y desde entonces tienen que andar matando a todos los malos sobrenaturales enviados por el malo malísimo, Mr Melancholy (nada de alegoría aquí tampoco). Maddy es una emo lesbiana en 1996 que se identifica totalmente con Tara, la punkita de la serie, porque además de estar buena no deja que la vacilen y encima «es experta en demonología». Owen es más tímido, lacónico y circumspecto, y se ve a sí mismo como la más femenina, Isabel. Toda esta parte de la película es cómo nos relacionamos con las series todas las raritas cuando no tenemos nada más, ni amistades, ni familia en la que confiar, ni nada, pero también cómo conseguimos crear vínculos con otras personas que se identifican con aquello que nos habla casi personalmente, cómo nos reconocemos a través de la ficción, a nosotras mismas y entre nosotras (aquí uso el femenino como genérico porque ha sido mi experiencia de joven y adolescente, y creo que lo sigue siendo en cierta medida, aunque con esa distancia de la que habla Kornbluh y menos mitificación).

Owen y Maddy y un mélièsiano Mr Melancholy

La película también es un comentario sobre ese miedo desde que el cine es cine (y la televisión, televisión, o la literatura, literatura) de que la ficción pervierta a tu prople. Antes te los volvía satánicos, ahora tienen el rayo mariconizador. Hay un momento en el que el padre de Owen, cuando éste le pregunta si se puede quedar un poco más tarde para ver The Pink Opaque, le dice: «pero ¿eso no es una serie para niñas?», con un tono despreciativo. También sobre ese ritual casi sagrado de reunirse a una hora y en un lugar delante de la tele cuando no había la oferta de plataformas actual. El televisor como objeto casi totémico, el brillo del televisor como algo sobrenatural que te invitaba a otro mundo, la cinta de vídeo grabada de la tele como un objeto mágico (Maddy le graba cintas a Owen de The Pink Opaque y se las deja en la sala de fotografía). Y lo duro que podía ser en la adolescencia preinternet, si tus gustos eran un poco raritos, encontrar a alguien a quien le gustase lo mismo que a ti (o sea, hacer amigos). La película no glorifica aquella época, nos muestra la soledad, el ostracismo, pero también la intensa comunión de ese ritual televisivo y parece que una pregunta flota en el aire: hemos ganado cosas, pero ¿habremos perdido algo? TV Glow va en gran medida sobre la nostalgia, es decir, lo que recordamos (mal) del pasado que contribuyó a que fuésemos quienes somos. La clave es la involuntaria falsificación del recuerdo. Hay un momento en la serie en el que Owen se pone a ver The Pink Opaque años después, en su treintena, porque ahora está disponible en una plataforma de streaming y apenas reconoce la serie: está tan llena de clichés, es tan infantil, tan cutre. Las imágenes que nos muestra la película de la serie inventada son ahora diferentes a las que nos enseñó al principio: menos surrealistas, más infantiles (no son dos muy amigas adolescentes, sino niños). Y cuando la vuelve a ver, vuelve a cambiar. Ahí están las promesas y las trampas de la nostalgia, que el pasado no es un objeto inerte que permanece siempre estable. Recordamos proyectando en la memoria, proyectamos en incluso en lo que vemos en el presente.

Más liminalidad

La película, además, no es un pastiche. Ha conseguido crear su propia estética que recrea los 90 como una fantasía y no se siente como una fagotización de otras series, cuenta con su propia banda sonora que tiene ecos del pasado sin ser una imitación. Que el malo, además, sea el Señor Melancolía que quiere encerrarnos en el Midnight Realm, el reino de la medianoche, nos da a entender que la nostalgia es mala cuando nos invita a quedarnos para siempre en ese pasado que no es pasado, una liminalidad para siempre. Un lugar liminal (de limen, en latín, que significa «umbral») es un lugar o un estado que se ve o se siente como entre dos lugares o estados, es decir, de paso, de transición. La adolescencia es el estado liminal por excelencia, porque no eres ni adulto ni niño. La película está llena de imágenes de liminalidad (pasillos, puertas y otros lugares de paso) y de lugares vacíos usualmente concurridos (la escuela, el comercio, los aparcamientos), imágenes de posibilidad, pero también de pérdida. Ese lugar liminal puede parecernos mágico (en lo fantasioso o en lo terrorífico incluso), pero la vida allí es una vida no vivida. No del todo. Es esta examinación de la nostalgia que aporta algo más sofisticado y sutil al debate la que hace que I Saw The TV Glow interesante en ese aspecto.

The Pink Opaque

(Y yo me quedo abruptamente aquí, porque por supuesto que no he conseguido escribir esto en tres pomodoros, sino que llevo más de dos horas y media de mi vida con esto, gracias).

  1. Jane es una persona no binaria y siempre que me dirija a ella usaré lenguaje no binario. Espero no equivocarme y que no resulte confuso usar varios géneros gramaticales en el artículo. ↩︎
  2. Añado la nota para aclarar que no todos los ensayos de Netflix Nostalgia condenan la nostalgia per se o la ven como una herramienta que desarticula cualquier movilización política, pero por cuestiones de claridad y de pomodoros no me puedo meter en ese jardín ahora mismo y he decidido simplificar. ↩︎

Spooktober #2: The House of The Devil (2009) y The Funhouse (1981)

Supongo que nadie esperaba que fuese a escribir de todas las películas que veo, ¿no? ¡No tengo tanto tiempo!

Estamos a 18 de octubre y he visto 17 películas (llevo una de retraso porque un día no me apetecía ver películas, sino estar tumbada en la cama leyendo, así que mañana sábado tendré que hacer sesión doble). Algunas de ellas memorables, otras entretenidas y otras perfectamente olvidables. En según qué círculos, decir que algo es «entretenido» se recibe con condescendencia, indulgencia, quizá complacencia y otros nombres que terminen en -encia. ¿Ah, que te… entretienes?, pregunta nuestra interlocutora imaginaria después de darle un sorbo al té con el meñique levantado. El entretenimiento no es arte, el entretenimiento no es transformador, no hay nada que aprender del entretenimiento. La ironía de esta cultura en la que estamos inmersos es que vivimos abrumados por la cantidad de contenido que se publica, pero parece que para destacar en el cúmulo ese algo tiene que epatar, que dejarte el culo clavado al asiento y la cabeza dando vueltas como si fuera la calavera en llamas del geocities. Venden las hipérboles porque estamos absortos en la inmediatez, donde la distancia no existe: «esta puta mierda es tremenda basura» o «la mayor obra de arte del siglo XXI». Hay que huir de la tibieza, nos dicen. Así que lo entretenido queda entonces en el medio, olvidado, meciéndose solitario en el columpio, mientras los capuletos y los montescos se pelean en el patio. Y, sin embargo, hay cosas tibias, perdón, entretenidas de factura impecable, que hasta podemos llamar buenas.

Venga, pasa, que te lo destripo todo.

Una de ellas es House of The Devil (2009), de Ti West, que casi podría ser un precedente de ese ‘elevated horror’ del que hablaba el otro día si no fuese porque la pretensión de Ti West no es otra que entretener. Oíd: no he visto aún nada de Ti West que no me haya gustado. Pienso dejar que me ponga a prueba y cambiar de opinión porque me voy a tragar hasta las sobras, bendito sea. Y esta película me encantó. Me encantó el ritmo pausado, la recreación de los ochenta que son más los ochenta que las películas de los ochenta que ahora parecen caricaturas de los ochenta, el uso del sonido y del espacio… El título no engaña: claro, conciso, sin subtexto y nada alegórico. Es una película ambientada en 1983 en Connecticut sobre una estudiante universitaria (Samantha, una chica de mirada de cervatillo, interpretada por Jocelin Donahue y un peinadito muy de Los ángeles de Charlie) que necesita dinero y busca trabajo como niñera. Encuentra uno… pero en lugar de niños resulta que tiene que cuidar de una señora mayor en una mansión en las afueras durante una noche de eclipse lunar, para más inri. La película comienza con un prólogo sobre la paranoia y el pánico moral de los 80 con el pánico satánico, que dan una pista sobre la atmósfera inquietante en la que tanto la estudiante como la espectadora viven cada detalle y minúsculo incidente, alimentando la tensión y la sospecha. Tal es la tensión que se vive que cuando comienzan los ataques y se revela por fin que, efectivamente, la familia de aspecto ominoso forma parte de un culto al diablo que busca una virgen para inseminarla el maligno, la tensión se evapora, el espectador se relaja. Y Ti West, que domina los códigos del terror, lo sabe y lo usa no como un efecto secundario de tener que cerrar una trama, sino adrede, sabiendo que esa tensión acumulada y sin alivios por medio de jump scares que la liberen necesita al fin una salida. La incertidumbre, la paranoia y la sospecha siempre son más perturbadoras que la cruda realidad, incluso si la cruda realidad es que Satán existe y su venida a la Tierra está próxima. El terror no nace de la incerteza de lo que pueda suceder, sino del aplazamiento de la certeza.

La espera, el tedio

Hablo de «códigos del género» y no de pastiche, aunque la película se podría considerar un pastiche, porque si algo tiene el género es que, de forma consciente o no, es siempre autorreferencial con el canon que lo sustenta: el género es formulaico, las convenciones cristalizan, se rompen o se dan la vuelta, pero si algo lo define es que es formulaico. Así pues, la película no solo hace referencia a una cultura de conspiraciones y recelos alimentados por las historias de abusos rituales y sacrificios ocultos, sino a las películas del género de la época en la que se ambienta, guiños que se expresan también en los movimientos de cámara. La película incluso se estrenó también en VHS en un lujoso estuche para rendir tributo a los días del videoclub y las tiendas de vídeo, por si los otros guiños eran demasiado sutiles de captar. Si hace unos días hablaba de esa polémica del cine de terror enciclopédico o ensimismado que se olvida de dar miedo, The House of The Devil no. La película, salvo la traca de liberación final (que para los estándares de género es incluso contenida, aunque ojito con la escena estroboscópica), es morosa y se detiene en ese aburrimiento que nos han robado la sobrestuimulación digital las veinticuatro horas del día y que Ti West en 2009 sabe que ya son reliquias del pasado, como la cinta VHS1. Ese qué hacer en la salita de estar mientras tu amiga discute las condiciones y el salario del trabajo en otra habitación, esa apatía y fastidio cuando lo que echan en el único canal de la tele no te gusta, o no te entretiene, y no tienes otra cosa que una única cinta de walkman que escuchar una y otra vez. El terror se germina en esos espacios de tedio, en el aburrimiento que te lleva a deambular por una casa y rebuscar en los secretos del armario de unos extraños. Para recrear esa demora, West recurre a una obsesión casi escopofílica por el detalle donde la cámara se recrea (hah, see what i did there?) en objetos y espacios, como si en lugar de un slasher estuviéramos viendo una película de fantasmas (una demora quizá también dictada por el irrisorio presupuesto de menos de un millón de dólares con el que contaba2), pero no en el cuerpo de la chica, que no incita a nada sexual. Todo un homenaje a lo artesanal en una película, escrita, dirigida y montada por el propio West a manita. Él se lo guisa, nosotros nos lo comemos y nos churrepeteamos los dedos.

Esos incómodos momentos en los que no hay nada que hacer

Otra película de la que quiero hablar hoy, porque tiene también cierto tono moroso parecido a la de West es The Funhouse (1981) dirigida por Tobe Hooper, por la que confieso que no daba ni un duro y resulta que me gustó bastante y lo pasé muy bien viéndola. Por un lado, si The House Of The Devil quiere rendir tributo a una veta del género replicando sus texturas, aquí comienza directamente con un descarado homenaje a Halloween de John Carpenter (que se había estrenado solo tres años antes, en 1978), con su famosísima cámara del asesino en primera persona, y luego a Psicosis de Hitchcock en la escena de la ducha, aparte de toda la memorabilia de la Hammer que el hermano de nuestra chica final tiene en casa. Los monstruos son familia y las alusiones sutiles son para burguesas3. Habrá muchas más de estas, como artefacto lleno de juegos de espejos que es, incluso una a su propio cine, pero en cuanto la trama echa a rodar lo que hay es casi una hora de película costumbrista que se deleita en el mundo de los freaks, en el placer grotesco de los personajes que pueblan las ferias, donde los normales pasan a ser los raros y los raros normales. La trama es sencilla: la chica que ha sido asaltada por su hermano fan de la Hammer en la ducha va a la feria del pueblo en la primera cita y a un iluminado en pleno éxtasis adolescente se le ocurre que la mejor forma de pasar la noche es dentro del tren de la bruja, cuando todos se hayan ido. Desde allí observan cómo el hijo del feriante jefe, que lleva una máscara de la criatura de Frankenstein para, je, ocultar su monstruosidad, mata en un arrebato a otra feriante, la pitonisa, son descubiertos y masacrados uno a uno. Todos menos Amy, la más virginal. Sin embargo, las muertes en sí no son lo más destacado, aunque dejan fotogramas inolvidables. Lo más destacado es el costumbrismo grotesco. Igual que la protagonista, me parecía fascinante cómo podía quedarme embobada escuchando a un feriante anunciar su espectáculo de animales mutantes, una repetición que no acababa nunca, como un recuerdo obsesivo.

Entra, lo pasaremos bien

Salta enseguida a la mente el imaginario de Bradbury de La feria de las tinieblas (Something Wicked This Way Comes, 1962), pero donde en Bradbury hay permiso para la melancolía y la dulzura por la pérdida de la inocencia4, en el mundo de Hooper no hay tiempo para esas cosas. El mundo de The Funhouse ya está roto desde el principio y lo que en Bradbury se sugiere (la ansiedad sexual, por ejemplo), aquí se muestra en crudo, sin nada que ofrezca el consuelo de recordarte que hubo pureza en el mundo. Las imágenes están corrompidas porque así lo está mirada: sucia. Es un carnaval de lo cotidiano, un poco como Bradbury también, pero un carnaval de la sordidez. Un mago disfrazado de Drácula con un traje que ha visto ya muchas actuaciones y en el que puedes proyectar manchas de espagueti hace un truco de magia desganado, fumando y declarando su siguiente paso como quien lee el BOE. La desmitificación del asombro infantil hecho carne. La cámara se posa en aspectos materiales de la feria, en los cuerpos de mujeres exhibidas, en un feriante de mirada turbia invitándote a entrar a su tétrica atracción, «un mundo de oscuridad» en el que ni el visitante, ni los protagonistas de la película ni el espectador no encontrarán «ni alivio ni escapatoria». No hay sublimación, el sexo es sucio y sórdido. En un momento dado, la pitonisa, vieja y con un maquillaje burlesco acorde al personaje, accede a hacerle una paja al hijo del feriante con la máscara de criatura de Frankenstein a cambio de dinero. La escena es incómoda no solo por lo extravagante de los personajes, sino por la combinación nada sensual de consuelo materno y guía sexual que, por supuesto, acaba en eyaculación precoz, humillación y muerte. La criatura aquí tampoco tiene nombre, aunque no termina de rebelarse contra su creador, que espera encontrar en su monstruosa progenie consuelo y ayuda para la vejez.

La atracción de lo sórdido

Y nuestra chica final… Sabes desde el minuto uno que la chica final, si va a haber una, es Amy Harper, pero también ella es presentada con cierto grado de sordidez. En primer lugar, porque la aparición inicial es la de entrar en la ducha con un plano frontal de los pechos. Después la cámara nos muestra una polaroid que le ha sacado el hermano en recuerdo a su vejación que es el equivalente de los ochenta a cuando te sacas una foto con la cámara frontal del móvil sin querer: nada favorecedora (mientras en la tele se oyen las palabras “it’s the bride of Frankenstein!”, un anuncio que tiene caracter prospectivo). También es mentirosa y un poco engreída, como dictan las hormonas, pero es que los padres (el supuesto contraste burgués a la familia tenebrosa de la feria): no son ningún modelo de conducta: beben, dicen estupideces, pasan de los niños y no apartan la mirada del televisor. Y el hermano pequeño, claro, es un monstruito. Amy parece tímida para iniciarse en el sexo, pero tampoco es que la idea le resulte aversiva. Y es por eso que, en la escena final, donde Amy se encuentra en las tripas de la atracción rodeada de engranajes, cables, y hasta una fuga de vapor por algo roto, una escena convertida a su vez en otro tren de la bruja como en una estructura de cajas rusas, al ver los ganchos metálicos que corren por un riel en el techo te preguntas quién acabará en esos ganchitos. Si esto será un slasher a lo Halloween o más como La matanza de Texas. Hooper es tan bromista como el niño, se ríe de sí mismo y aprovecha para provocarte sabiendo que vas a pensar en esos ganchos en el contexto de su otra película en la que no hay chica final que valga. La novia de ‘Frankenstein’, que ahora va sin careta en toda su monstruosidad, se salva de chiripa y no por su talente resolutivo, y abandona la atracción a la luz del día ante las carcajadas de la mendiga de negro y la gigantesca muñeca oronda que preside la atracción. Al fin y al cabo tiene que volver a su otro tren de la bruja, la casa familiar, con el monstruito y los padres ausentes.

“¡No quiero volver a casaaaa a aaa!”, llora la chica final

Resulta curioso pensar en estas dos películas, tan separadas en el tiempo, como ejemplos de homenajes o pastiches o cine meta, pues lo son de modos distintos. The House of The Devil no recuerda a ninguna película concreta de los ochenta, sino que recrea la atmósfera, la textura, el estilo de un determinado tipo de películas. The Funhouse está llena de guiños a ejemplos concretos del género. De todos modos, como decía al principio, cuando hablamos de género, con sus códigos, sus tropos, su carácter formulaico, ¿dónde acaba lo formulaico y empieza lo reflexivo? ¿O cuando se pasa de lo reflexivo a lo meta? ¿Cuando se explicita? ¡Pero eso da para otra entrada que ahora no me apetece escribir!

  1. Una de las críticas que hace Ti West en 2009 es precisamente que hay una deriva hacia el frenetismo, el sensacionalismo pornográfico y la epatación en el cine de terror, en detrimento de la demora en los personajes, los espacios, las situaciones, es decir, la cotidianeidad. “Horror is really unfortunate now. It’s like porn. What seems to have happened is that everyone decided the horrific stuff is what makes these types of films successful so there is no time spent on the “real life” aspect anymore. It becomes just one kill or cum-shot after another. Mainstream horror is only about titillation. That, to me, is the same as pornography.” La comparación del terror espectacular con el porno resulta simpática ahora que ha dirigido un tríptico de pelis que se inspiran en la industria del porno. (Entrevista con Lena Dunham, https://www.interviewmagazine.com/film/ti-west) ↩︎
  2. Es interesante hacer un análisis sobre una película rodada en 2008, durante el estallido de la frisis financiera, con la austeridad de la película. Si los 80 paracían muchas veces en la cultura popular como una era de bonanza, con su estética colorida, aquí los tonos que en mi recuerdo son desaturados están infectados por la tiranía de la austeridad. Y tampoco es por ponerme full marxista, porque a veces el cincel este da para lo que da, pero la chica en apuros económicos que acepta el trabajo de una familia adinerada también daría para una parábola con moraleja: si no estuviésemos desesperadas por conseguir dinero para vivir los lunáticos con pasta no nos joderían la vida. Puede que en los ochenta hubiera final girls, pero ya no estamos en los ochenta, Dorothy: te quieres morir y ni eso te dejan. ↩︎
  3. Decía Ti West en la entrevista que he enlazado en la nota 1 que no le gustaba la palabra homenaje porque le sonaba a parodia y él no hacía eso, pero aquí las escenas iniciales potencialmente peligrosas están desactivadas por la parodia: el cuchillo que lleva el chaval es de goma. El rollo psicosexual de Psicosis se mantiene, en cambio, con la desnudez de la chica y la malicia del chico. ↩︎
  4. Hablo de melancolía, porque aunque Bradbury está justamente asociado a esta época del año por su escritura nostálgica, La feria… no es tanto un canto a la nostalgia como una examinación de la misma, que no nos juzga por cómo mitificamos ciertos aspectos de la juventud, nos da permiso para lamentarnos, pero trata de explicar cómo se construyen. Joder, ha sido escribir esto y tener ganas de volver a leerme la novela. ↩︎

Spooktober #1: vampiros góticos contra vampiros grunge y terror elevado

He decidido que mi spooktober este año va a ser verme una peli de terror al día. Según mis propias normas, esto significa que puedo ver cosas que ya haya visto y que me apetece volver a ver. Las primeras dos películas que he visto son Horror of Dracula (1958) y The Addiction (1995) y no puede haber vampiros más distintos.

Mientras veía la segunda pensaba en un debate que tuvimos sobre lo que se ha venido en llamar el ‘elevated horror’ hace poco a raíz de este artículo. Básicamente, la tesis central del argumento, tal como yo lo interpreto, es que este género de cine de terror más intelectual que visceral (¿pun intended?) es una bestia que se devora a sí misma a base de ensimismarse en sus códigos y la prueba está en Longlegs (2024), que es el cementerio de canelones de terror elevado donde todo este género pretencioso viene a morir. Mucho estilo y poca sustancia. Básicamente como ese debate entre el grupo de virtuosos tipo Dream Theater (perdón, soy vieja) o, no sé, el death rock de Christian Death: unos saben mucho y tocan muy bien, pero no te llegan, y los otros no tocan tan bien, pero tienen alma. Ese tipo de cosas. También está un poco ese concepto del «turista del género», como dice el autor del artículo, ese que te dice que él, terror, terror, lo que se dice terror, tampoco llamaría a su película1 (como pasa con otros géneros, como la ciencia ficción, y entonces nos encontramos con nombres como «ficción especulativa»). Los que consumimos género podemos ser muy susceptibles, así que cuando leemos eso pensamos que ya nos están mirando por encima del hombro. Cabe, sin embargo, la posibilidad de que los directores verdaderamente crean que lo suyo es otra cosa. O puede que como turistas del género, genuinamente curiosos pero algo novatos, se sientan inseguros de ser encerrados en una categoría de la que igual no dominan todos sus códigos.

Longlegs: preciosa fotografía, preciosos encuadres, tremendo truño sin sentido

Por supuesto, nadie llama a sus películas ‘elevated horror’ porque ni el más inepto de los directores o publicistas es tan gilipollas. La categoría nace de fuera para designar un puñado de películas con una estética determinada, pretendidamente intelectual, con «mensaje», tipo It Follows (2014), The Babadook (2014, caramba), o Get Out (2017). Como categoría es escurridiza y al final reúne a su alrededor una constelación de estilos que abarcan desde la lentitud y la ausencia de sustos abruptos (A Quiet Place, 2018) a películas donde predomina la atmósfera (The VVitch, 2017). Películas de las que, por su estética austera y nada excesiva, la crítica destaca (jerárquicamente) que «trascienden el género»: nada middlebrow, muy highbrow (to hell) (perdon’t). La etiqueta se arma de todo aquello que no es, no de aquello que es. En ese sentido, si no consideramos que la etiqueta tiene una carga histórica surgida de un contexto (películas de los dosmiles), la podríamos aplicar retroactivamente a películas como Rosemary’s Baby (1968) o The Wicker Man (1973). Y tendríamos un problema. Cualquier artefacto con una metáfora y un afecto (o sensación, emoción) predominante, que se cuece a fuego lento, huye de lo abyecto, que lo vertebra todo y desemboca en la locura sería ‘elevated horror’, desde Repulsion (1965) a tu puto doctorado.

Herditary, avísame cuando sepas qué quieres ser de mayor

Por acotar un poco la definición, en esas películas predomina la alegoría; se podría incluso decir que la alegoría precede a la película. Una se puede imaginar cómo alguien se sienta y dice: quiero hacer una película sobre [idea/concepto]… y con eso en mente se monta todo lo demás. Los sustos, las situaciones, los personajes… todo tiene que estar al servicio de la alegoría. En otras películas, esas lecturas surgen a posteriori, de forma «orgánica». George A. Romero dice que nunca pretendió que La noche de los muertos vivientes fuese una película sobre el racismo, o sobre la guerra de Vietnam, sino que ese significado se lo da la crítica (profesional o no)2. Él quería contar una historia de zombis. Esas lecturas son posibles y, además, no se cancelan entre sí, pero surgen de las ansiedades sociales soterradas en el momento de la creación de la obra y de las que el autor o autora no es consciente (o diga que no lo es para perpetuar el misterio). Por el contrario, es difícil ver Get Out sin leerla como una alegoría sobre el racismo en EE UU y no cualquier otra cosa porque todos los elementos están al servicio de esa lectura. Personalmente, aunque las alegorías en el arte cuentan con sus críticos, no tengo nada en contra de eso, si está bien hecho. Get Out me parece una película fantástica, donde además se pasa miedo (no como insinúa el autor del artículo, que asegura que no da miedo) y no me parece que sea una película que se esconda de los tropos del género, sino que los celebra: hay algo decididamente lúdico en la película, pero Jordan Peele ha visto terror y ha pensado en qué significa consumir un género hasta hace poco muy blanco, creado para blancos (esta lectura es más visible en Us, de todos modos). Siempre me ha atraído especialmente un tipo de terror que esconde más de lo que enseña, donde predomina una atmósfera opresiva y amenazante, con o sin alusiones a lo sobrenatural y en la que no hace falta enseñar hasta las bragas del monstruo3 porque el monstruo no tiene cara. Es un gusto, no un dogma. Es una parte fundamental de lo que me atrae hacia el género, pero también he disfrutado muchísimo todas las de Ti West, con su amoralidad y regodeo en lo camp (Maxxxine, por ejemplo). Y, sin embargo, no me gustó demasiado Hereditary4.

Leer el género fantástico como una metáfora social es algo que la crítica ha hecho desde que se instauró la crítica como institución. Puede que la propia crítica haya pretendido dignificar el terror argumentando, por ejemplo, que Halloween no es un slasher «sin más», sino que nos habla de la ansiedad de la clase media blanca que habita los suburbios en EE UU, de lo utopía de unos que es la distopía de muchos, y por eso merece la pena ser estudiado y, así sí, canonizado. Quizá sea ese «sin más» el que resuena en la etiqueta de ‘elevated horror’ (o, como también se le ha llamado, ‘post-horror’, ‘smart horror’…): la necesidad de dignificar un género asociado al consumo de masas como algo más, es decir, como arte.

Un sex symbol de la época

En todo eso pensaba cuando veía The Addiction (1995) de Abel Ferrara, sobre todo si lo comparaba con Horror of Dracula (Terence Fisher, 1957), una película de la Hammer destinada a ser consumida como entretenimiento. Con esta última hay que hacer un ejercicio de arqueología para entender por qué un crítico del diario The Spectator casi la consideraba porno porque ver un primer plano de un vampiro (Christopher Lee, ni más ni menos) chupando la sangre del cuello de su víctima, con los labios y los dientes manchados de rojo no era su idea de una velada feliz. Christopher Lee traía la sensualidad y el erotismo animal al vampiro que no tenía el Drácula de Lugosi. Es el aristócrata depravado que conquista a las damas de clase media y se las roba a sus presuntuosos, estirados y estrechos maridos. En ese sentido, se rescata de la novela ese subtexto del vampirismo como perturbador de los valores de la familia victoriana. Cada vez que Mina imploraba que le dejasen las ventanas abiertas para que pudiese entrar el vampiro me era imposible no pensar en aquello de «tienen que buscar fuera lo que no les dan en casa». El Arthur intepretado por Michael Gough se pasa más tiempo que nadie en toda la película siendo la auténtica damisela en apuros, perdido, indefenso y asustado, y el Van Helsing de Peter Cushing, con su fría ciencia, tiene los labios fruncidos de estar chupando un limón.

«¿Qué ha visto en el Drácula ese que no tenga yo?» (Michael Gough como Arthur, aka la damisela en apuros)

El vampiro se quitaba el corsé del código Hays5 (ese listado que censuraba cualquier obscenidad en el cine, desde la vestimenta a los insultos procaces, en aras de la moral), ya no solo con la introducción del color (que tiene un efecto extraño en la película, pues trata de evocar realismo y sin embargo le da a la cinta una cualidad irreal, casi de ensoñación), sino con el tono libidinal de las acciones de los personajes. Por supuesto, esa animalidad que Drácula despierta en las mujeres tiene que ser reprimida y castigada, las mujeres devueltas a la castidad, porque si algo es Drácula es una lucha patriarcal por el poder de las mujeres. Todo esto, eso sí, bien empaquetado para (casi) todos los públicos, con un monstruo y unos tropos del género bien discernibles.

Vuelve a tu féretro y deja los tocamientos, perra (Peter Cushing, mirada fría, labios apretados, como Van Helsing)

En el caso de The Addiction el vampiro es otra cosa. Incluso más que con el terror elevado, aquí el vampirismo es una larga y extendida metáfora que la película no para de recordarte, por si se te olvida con el hecho de que la protagonista, y vampira a los cinco minutos, es una estudiante de Filosofía que está haciendo el doctorado. Es una película de teoría-ficción que usa la figura del vampiro para hablar de temas como el mal (en forma de Holocausto, los crímenes de guerra), la violencia, el angst existencial, la culpa, la adicción, el contagio, los estragos del capitalismo y del imperialismo. Estamos en 1995, la época del grunge, una época sucia de la que nos quedan solo recuerdos turbios, oscuros y tenebrosos, como la propia película. Impera la incertidumbre, la inestabilidad. Estos son vampiros posmodernos que visten de negro, mencionan a Nietzsche entre dientes (estoy que me salgo con las bromas) y pontifican sobre la voluntad y el libre albedrío en un estilo que en mi cabeza no dejaba de evocar aquello que decía Rick Roderick sobre el efecto Nietzsche y la Übermensch Wagon:

I am a child of the sixties, so I am very familiar with the so-called “Nietzsche Effect.” And that’s the effect that Nietzsche has on adolescent young males who read him for the first time. . . and begin to name their cars “Übermensch-wagons” and begin to quote Nietzsche in order to date women who dress in black, as I am dressed today.

Súbete a mi ranchera Superhombre y vámonos por la carretera, ramera

Obviando el encuentro con un vampiro llamado Peina (Christopher Walken), con siglos de experiencia viviendo «más allá del bien y del mal» (así lo enuncia), o un aforismo inventado que podría haber salido de la boca del filósofo alemán («la medicina no es más que una metáfora extendida de la omnipotencia»), el mayor «efecto Nietzsche» de la película es cuando, tras recibir el título de doctorado, Kathy, la protagonista decide reunir en su casa a la nata intelectual de la universidad junto con los demás vampiros posmodernos y, anunciando lo que está a punto de acontencer con un «ahora voy a hacer una demostración de lo que he aprendido estos años», convierte la celebración del conocimiento en una orgía perversa de destrucción que tiene ecos del Saló de Passolini6. Una performance de filosofía nihilista, el baile de los vampiros de los fondos bajos de Nueva York. La película no se compromete tampoco con ninguna «filosofía»: a veces parece que el vampiro es la figura que rompe con las convenciones burguesas, otras es una figura totalitaria y fascista. El vampirismo aquí retoma esa eseencia proteica para ser, todo a un tiempo, una exploración de la maldad humana, la hipocresía, el cinismo, la libertad radical, el existencialismo (todos los encuentros vampíricos empiezan con un «dime que me vaya como si de verdad lo quisieses», pero el vampiro no tarda en culpar a la víctima insinuando que en realidad no quiere, que es demasiado blanda). Los humanos somos yonquis del mal, aquí no hay nada romántico ni aristocrático y Peina hasta le dice a Kathy para bajarle los humos del superhombre que se le estaban poniendo que el aliento le huele que da asco. No es que las asociaciones le sean impuestas ad hoc a la figura del vampiro, todas están ahí casi ya desde el vampiro de Polidori, pero en esta película importa más el concepto que seguir las convenciones de un género.

Vampira, te apesta el pozo

Pensando en otras películas de terror de los 90, sobre todo comparadas con el terror de los 70 y 80, tienen ese carácter cerebral (o intelectual) del que se acusa (o se ensalza, según qué espectador) al ‘elevated horror’ de ahora. Estamos en la década de Scream (1996), The Blair Witch Project (1999), o películas a caballo entre el thriller y el terror como El silencio de los corderos (1991)7. Es la época de películas de terror que no quieren ser llamadas terror, la época del smart cinema8, de películas como Happiness (1998). El género™ estaba en la televisión, en Expediente X, que en su primera temporada traía cada semana un monstruo clásico (vampiros, hombres lobo, súcubos, mutantes) a las casas de los espectadores. El terror en el cine parecía tender hacia lo autorreflexivo, al tiempo que, a juzgar por The Addiction, rechaza el intelectualismo académico como una falsa búsqueda de conocimiento. Si hubiera que buscar antecedentes a esetipodehorrorquenopuedesernombrado de la década pasada en los dosmiles, quizá los encontremos en esta veta de cine de los 90, oportunamente contagiada por un estilo cinematográfico presente en otras películas de la época. Lo que desde luego no es la película de Ferrara es una alegoría. Hay una metáfora extendida, sí, pero estalla en varias direcciones. ¿Qué cual es el mensaje? Me imagino a Ferrara diciendo «conque estás buscando un mensaje, ¿eh, gilipollas?».

Y ahora os dejo, que tengo que ver la siguiente y se me acumula el trabajo.

¡Soy un fantasma porque llevo sábana! A Ghost Story (2017): post-terror o lo que sea, pero podría ser portada de post-punk o de un disco de Have a Nice Life
  1. Ari Aster con todas sus películas ↩︎
  2. Todo esto me ha recordado a la cita apócrifa aquella, atribuida a gente desde Robert Browning a Hegel: cuentan que Elizabeth Barrett le preguntó a Robert Browning sobre el significado de un pasaje en uno de sus poemas, a lo que Browning respondió «bueno, señorita Barrett, cuando escribí ese pasaje solo Dios y yo sabíamos qué quería decir; ahora [después de la crítica] solo lo sabe Dios». ↩︎
  3. Esto es casi una broma privada entre Costillo y yo, que no sé cómo un día entramos al cine a ver Mamá (Andrés Muschietti, 2013), cuyo papelito promocional tenía una entrevista con el directr donde aseguraba que «no querían enseñar mucho al monstruo». La película nos lo enseñó de todas las formas posibles y salimos diciendo que les había faltado ponerle un primer plano de las bragas. ↩︎
  4. Probablemente este sea el punto en el que estemos más de acuerdo el autor del artículo y yo: Ari Aster te la vende como una película sobre el trauma (yet again), pero en realidad esa parte emocional de la película es bastante de cartón piedra, un prop absurdo, y el director ni se la cree en realidad, porque luego te dice que esto no es un drama familiar sino otra conspiración satánica de medio pelo. La película no sabe qué quiere contar. ↩︎
  5. El Drácula de Todd Browning es de la era pre-código, pero aun así no se ve nada voluptuoso, ni en sus ademanes ni en las tres vampiras, que son más etéreas que carnales. ↩︎
  6. No la he visto porque no creo que pudiera soportarlo, pero la escena me recordó a lo que he leído y me han contado de esa película ↩︎
  7. ¿Que por qué algunas películas las pongo en inglés y otras en español? No lo sé. ↩︎
  8. El término ‘smart cinema’ fue acuñado por el crítico Jeffrey Sconce para designar una suerte de sensibilidad que veía compartida en un corpus de películas que crítica y público contraponían invariablemente al mercado del Hollywood comercial. Esa sensibilidad, decía, privilegiaba la ironía, el humor negro, el fatalismo y el relativismo. ¿Ejemplos que pone? Welcome to the Dollhouse (1995), Magnolia (1998), la propia Happiness (1998) antes mencionada. Los 90, vaya. ↩︎