Pues escríbelo en el blog

Hace ya unos cuantos años seguía con pasión a un bloguero de libros del que no daré nombre para conservar su parcelita de intimidad y que se dedicaba especialmente a la literatura fantástica (de ciencia ficción, de terror, de fantasía, especulativa… you name it). Me maravillaban sus reseñas, creo que no he vuelto a encontrar nada con el mismo ojo crítico, capacidad de análisis y de argumentación y comentarios tan bien engranados. Daba gusto leerlo por lo que decía y por cómo lo decía. No escribía muy a menudo, pero cuando lo hacía era una joya. Para mí sorpresa, no tenía muchos seguidores (uf, qué pereza me da esa cosa de seguidores-seguidos en la que se ha convertido esta cosa de internet) y apenas tenía comentarios. No sé si era porque sus reseñas eran muy elaboradas y pareciese que no había mucho que añadir, porque había «mucho texto» y eso en este mundo de inmediatez donde las cosas importantes tienen que ir en negrita no sea que te pierdas no atraía la atención. A mí me fascinaba el detalle, el uso del aparato crítico sin ser pedante (aunque supongo que para muchos esa era la imagen que transmitía) y la habilidad para buscar relaciones.

No sé cuánto tiempo duró, algún año, pero finalmente lo dejó. Yo no entendía que no fuese más conocido o más alabado, incluso, que no tuviese más retuiteos o más comentarios, pero ya sé que los gustos y las afinidades no tienen que ser compartidos. En aquel momento yo tenía tuiter, él tenía tuiter (no es una historia de amor, y ahora lo tiene en privado) y un día le dije que echaba de menos sus reseñas y que me encantaban, las leía siempre con fruición. Lo que me contestó se ha quedado grabado en mi memoria y en mi corazón para siempre: ya no le merecía la pena. Las reseñas le costaban mucho trabajo, sudaba cada frase y tenía muchísima ansiedad con cada una que emprendía, pero casi nadie le leía o le comentaba. No merecía la pena sufrir tanto para tan poco retorno. Le entendía perfectamente y me moría de rabia: a mí me parecía un genio. Más adelante, dejó algún mensaje preocupante en el que compartía sus problemas de ansiedad y de depresión. Se sentía solo, jamás había tenido una relación sentimental y la ansiedad paralizante no mejoraba con nada. Se sentía triste y desesperanzado. No publicó en un tiempo y yo me di de baja de tuiter, pero pensaba mucho en aquel desconocido con el que podía identificarme un poco. Ahora parece que está bien, aunque su cuenta lleva con candado mucho tiempo, y sobre todo publica en instagram. Sus minirreseñas de instagram me siguen pareciendo crema pastelera, y eso que últimamente no leo género (bueno, no leo casi nada, porque, hola, ansiedad). Pero sigo pensando en aquella respuesta que me dio: «te agradezco mucho tus palabras, pero no me compensa ya».

Es fácil sacar el argumento economicista, donde «retorno» solo significa que inviertes un tiempo mensurable del que no sacas rédito: en comentarios, en reblogueos, en conversaciones o alabanzas. Es fácil pensar en la metáfora economicista cuando toda la cultura neoliberal nos ha convertido en empresarios de nosotros mismos donde toda actividad humana se ve bajo el prisma del beneficio. Y sin embargo él no hablaba de compensaciones cuantificables. Hablaba, creo, de que sufría mucho escribiendo y no conseguía conectar. Hablaba de naturaleza humana, de interactuar, de emplear un esfuerzo en compartir algo que te apasiona y recibir el canto de los grillos como respuesta. De la lenta, inexorable y dolorosa extinción de la conducta. Lo pasas mal y el pasarlo mal supera el escaso placer que obtienes. Entiendo que de los que leían habría gente que se quedaría sin palabras con esas reseñas, ¿qué añadir, qué replicar? Yo misma nunca decía nada y me limitaba a admirar desde la sombra. Ahora pienso que podría haber escrito al menos un «joder, cómo me gustan tus reseñas, las espero como agua de mayo». Igual con eso no habría impedido que dejase de escribir, igual incluso le habría dado más ansiedad, qué sé yo, porque quizá es una persona muy perfeccionista que se bloquea con las expectativas ajenas. Está claro que no todo está en nuestras manos, y menos con desconocidos. Pero ahora pensaba que ojalá más gente hubiera escrito diciéndolo lo mucho que molaban sus reseñas. No hacía falta decir nada más.

Parece que cuando surge un tema «intelectual» (le empiezo a coger gato a esta palabra) nos sentimos con la obligación de estar a la altura, de responder con la misma elocuencia, lucidez, sofisticación, qué sé yo. Que decirle a alguien que se ha currado un texto estupendo «me ha encantado» o «joder, qué interesante» es una respuesta burda, zopenca y ridícula. Que no queremos parecer tontos. Y no sé por qué habría de serlo. ¡Digamos cosas bonitas aunque nos sintamos idiotas! Yo trato de aplicarme el consejo aunque no siempre lo consigo porque me quedo paralizada con absurdidades y luego me doy cabezazos por no haberlo hecho.

Hoy me he vuelto a acordar de esta persona porque en un breve periodo de tiempo he tenido varios encuentros con mis pequeñas aflicciones. Me he abierto un poco con temas que son importantes para mí y sin saberlo al principio quizá esperaba un suave coro de apoyo y validación, el mismo que he visto recitar a otros y me he sentido pequeñísima y vulnerable. La vida, cómo no, está llena de desencuentros. A veces esperamos cosas que no recibimos, a veces las demás personas no saben que esperamos algo y no podemos explicitarlo todo porque, aunque la comunicación poco tiene de «natural» y necesitamos comunicar nuestras necesidades, no podemos estar dando instrucciones precisas a cada instante o sería una conversación con chatgpt y no un coloquio más o menos orgánico entre humanos.

Hace tiempo renuncié a la ficción porque no creo tener ni la imaginación ni el talento necesario, pero la escritura es vital para mí. Puedo pensar, tener ideas y querer comunicarlas. Y si bien cuando empecé aquí me dije que trataría de ser resiliente y de no renunciar incluso aunque el silencio me empujase a extinguir la conducta, hoy me he vuelto a acordar de aquel chaval de reseñas maravillosas que dejó de escribir y me he visto un poco reflejada en él (menos por la parte del genio, ja, porque eso no lo compartimos: no estoy mal, pero muy lejos de la genialidad). De momento no sufro escribiendo. Me frustro cuando es algo complicado y no consigo ni la estructura ni las palabras, pero me puede el goce de hacerlo, o haberlo hecho. Me dije que escribiría tratando de dejar a un lado el perfeccionismo y la autoexigencia paralizante porque si no jamás haría nada. Lo consigo a veces. Sin embargo, a veces cuando comparto algo, por aquí o por otros canales, algo que es tan parte de mí como estos huesos y esta carne que me sostiene y recibo silencio se me pasa por la cabeza dejar de escribir. ¿Para qué? Encima en este mundo tan saturado de escritura. Pero a veces vuelve la terquedad, la confianza en tener algo que decir, en que es interesante. No para todos, no puede serlo, como a mí no me interesan otras cosas que sí comparten otros, pero interesante para alguien. En alguna parte.

Hace unos días conté una anécdota que me llegó al alma. Me estoy leyendo (despacio, porque la cabeza no me da para mucho por la ansiedad y el estrés) una colección de ensayos que se titula How to Read Now, de Elaine Castillo, una escritora filipino-estadounidense que desconocía hasta ahora, y que estoy disfrutando como gorrino en charca. Me encanta el vitriolo que desprende en cada ensayo y que se proclame a sí misma una virgo bitch. Las ideas que vertebran los ensayos no son nuevas (el hombre blanco cishetero como la identidad no marcada, el racismo, la decolonialidad, las vidas migrantes que están ahí solo para enseñar empatía y de paso generar su poquito de trauma pornográfico), llevan circulando por internet ya una década, pero su perspicaz forma de analizar los textos y la pasión con la que escribe me tienen ganada. De todo aquello, hasta ahora me he quedado con una anécdota quizá trivial pero que resonó demasiado con mi experiencia. Contaba una anécdota enmarcada en uno de los periodos más deprimentes e inanes de su educación en un programa (ahora no recuerdo si de grado o de posgrado) de escritura creativa en una facultad británica. Lamentaba por supuesto el racismo, pero también la escasez de curiosidad intelectual no ya de sus compañeros de curso, sino incluso de sus profesores. Cuenta que le habían mandado leer Daisy Miller y Otra vuelta de tuerca, de Henry James y que se acercó a las lecturas con un tanto de desidia, indiferencia más bien, pero Otra vuelta de tuerca le voló la cabeza. Un libro tan corto, pero que en cuanto empezó a leerlo sintió ese trueno que te anuncia que aquella lectura iba a ser fundamental en su vida. ¡Había tanto en ese libro! ¡Tanto que comentar! Desde que lo acabó estaba deseando que llegase la sesión en la que hablasen del libro, hervía de pasión. Pero llegó el día y la profesora (blanca, nos dice) empezó preguntando quién había hecho las lecturas, un poco con desgana, como quien pasa lista. Y antes de que nadie pudiese bostezar, protestar o mirarse la raya del pantalón, la mujer espetó: «bueno, ¿sabéis qué?, esta es una de esas sesiones en las que no me importa si no habéis leído el libro, porque menudo pestiño, ¿verdad?, con esas frases tan largas y enrevesadas, puf, ja, ja, ja». Y Elaine sintió que le pinchaban el globo de la pasión, se hundió de repente en su asiento. Aquella muchacha siempre locuaz en clase, que se leía lo que tocaba y la literatura secundaria que encontrase, se quedó sin palabras de pura desilusión e incredulidad. No volvió a abrir la boca en todo el semestre.

Salvando las muchas distancias (yo me puedo encontrar edadismo o misoginia, pero no tengo que enfrentarme al racismo), me ha recordado a múltiples anécdotas. Una de las últimas ya la conté no sé si en la primera o en la segunda entrada de este blog. Llevaba un tiempo dándole vueltas a la idea de que EE UU es el único país que había consagrado la felicidad en su constitución y a qué tipo de felicidad se podrían referir. Había encontrado un podcast en el que entrevistaban a un tipo que había escrito un libro sobre eso y la influencia estoica en los padres fundadores. Estaba deseando llegar a clase (estoy en un máster de es-tu-dios nor-te-a-me-ri-ca-nos, no olvidemos) y en un momento en el que se mencionaba algo relacionado aproveché para lanzar la pregunta. La respuesta de la profesora fue: «ah, una pregunta filosófica, je, je, je». Y ahí quedó la cosa. Ni una explicación, ni la voluntad de investigarlo o preguntarlo. Sentí yo también el hundirme en el asiento y el desinflarse de la pasión. Y no volví a abrir la boca. No ha sido el único momento en el que no he sabido qué hacer con esa pasión, con esa acuciante curiosidad y encontrarme cohibida en entornos donde la pasión y la curiosidad intelectual se presuponen. Igual yo también soy una virgo bitch.

Hace algún mes escuché un podcast en el que citaban a Zizek para explicar cómo había cambiado la relación entre el deseo y la enfermedad (todo a raíz de un libro de Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio, creo recordar). Antes se consideraba problemático sentir demasiado deseo (no hablamos solo del sexual), no entraba dentro de la sociedad contemporánea y había que reprimirlo. Ahora, en cambio, dado que el deseo va asociado al consumo y el emprendedurismo, la patologización es la falta de deseo, o no tener suficiente deseo de hacer cosas, probar cosas. El deseo es un imperativo y la falta de ganas de hacer más cosas (se entiende que en un contexto no depresivo) es pernicioso. Recuerdo intercambiar ideas con Maltita en Mastodon sobre que, decía ella, lo excesivo sigue siendo patologizado y, si leéis este blog, sabréis que estoy de acuerdo. La intensita (o sea, la que no se calla, la que tiene opiniones, la que se enfada, la que no pide perdón por sentir y, sí, la que tiene apetito sexual y no lo esconde) es la nueva histérica y la sola palabra es patologizante y muestra sin mucho disimulo la intención domesticadora. Creo que hay un sesgo de género. Pero también creo que la idea de Zizek y Han iba por esa alianza del deseo asociado al consumo y mantener la rueda en movimiento.

Soy intensita y soy sensible. Además, durante décadas han usado conmigo el silencio como castigo. Me duele cuando comparto algo con entusiasmo y recibo silencio o tibieza mientras otros son jaleados. No hay maldad en esas acciones, ninguna voluntad, pero no las hace menos dolorosas. Y la mayor parte de las veces no me atrevo a decir nada para explicitar mis deseos porque me aterroriza la invalidación de «es que eres muy sensible», como si eso convirtiera mis necesidades (el ánimo, la palabra amable, el aliento, la confianza) en ilegítimas. No conozco a aquel bloguero, pero entiendo su ansiedad y por qué dejó de hacerlo. Entiendo la dificultad de sentarse aquí (o allá, o entre personas de carne y hueso), contar algo que te ha supuesto un esfuerzo y recibir una cierta indiferencia. Yo me propuse que aquí seguiría, aunque duela, aunque nadie comente, a pesar de la dificultad y la incertidumbre. Un año, mínimo, ese es el trato. Pero, no lo digo solo por mí (pues yo misma tengo que recordármelo a veces y fallo, siempre pensando que, haga lo que haga, meto la pata), decir cosas bonitas siempre es un plus. Seamos bonitas.

9 thoughts on “Pues escríbelo en el blog”

  1. Me pasa un poco lo que dices, que no encuentro nunca un comentario a la altura de lo que escribes, pero, para que quede claro: te leo. Y siempre aprendo. Y me alucina que haya personas como tú, que teorizan y piensan y me dejan con la boca abierta.

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    1. Ostras, Pilar, eres la más rápida de este lado de la península. Y me he puesto como un tomate, ¿eh? Te agradezco un montón el comentario. No quería sonar pedigüeña, estaba pensando en voz alta. Pero a mí me pasa también que sigo a la gente en la sombra y luego no sigo mis propios consejos. ¡Muchísimos besos!

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    1. Gracias por el comentario! Cuánto me alegra que te haya gustado. Se ve que tengo moderación y que tengo que aprobarlos xD (No escribo mucho y tampoco recibo comentarios, así que esto que acabo de (re)descubrir porque no sabía lo que era un comentario LOL

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  2. po lo mismo igual que hay que sacar la idea del retorno en términos economicistas de nuestro imaginario en lo tocante a lo humano, hay que sacar la idea de que hay que ser la polla en patinete cuando abrimos la boca. Anda que no hay tontos opinando. Y mucho menos si es para elogiar. Quede aquí mi comentario zopenco para felicitarte por tu post.

    (No puedo dejar de pensar en el muchacho de las reseñas, jo)

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    1. ¡Gracias! Yo a veces vivo ensimismada y creo que podría decir muchas más cosas buenas. El chico es que es de esos listísimos y acomplejadísimos, yo creo, pero es que me flipaba y no entendía que no tuviese más seguidores, aunque igual habría sido una condena para él. Ahora creo que está bien, se ha quitado de encima algo que le agobiaba al fin y al cabo, y comparte cosas a su ritmo y a su manera. Ya no uso instagram, pero desprendía una vibra mucho más relajada. He vuelto a pensar en él (su él del pasado, no el de ahora, que cuánto me alegra) con lo que comentabas en Mastodon de la soledad, eso sí.

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  3. Qué bonito y necesario recordatorio. La pasión compartida merece ser abrazada, no silenciada por la indiferencia o el miedo a no estar “a la altura”. Porque a veces un simple “me ha encantado” es más valioso que el análisis más elaborado. Y sí, digamos cosas bonitas, aunque nos sintamos idiotas.
    Genial, Silvia🌷

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